Capítulo 11

Marty se sintió molesto. Se mordió los labios y frunció el ceño. Su rostro cobró una expresión dubitativa.

El timbre seguía sonando.

La rubia se puso rápidamente de pie. La tensión nerviosa la hacía aparecer vieja y fea.

Sin dejar de mirarme, Marty abrió un cajón, sacó una pequeña automática y se la alcanzó a la rubia. Ésta la tomó con desgano.

—Siéntate con él. Y si se hace el gracioso, dale de comer.

La rubia se sentó en el sillón a un metro de distancia y me apuntó a la pierna. No me gustó la nerviosa expresión de sus ojos.

El timbre dejó de sonar y alguien comenzó a golpear con impaciencia. Marty fue hasta la puerta y la abrió. Introdujo su mano derecha en el bolsillo del saco y abrió violentamente con la izquierda.

Carmen Dravec lo empujó hacia el interior de la habitación, colocándole un pequeño revólver contra la cara.

Marty se volvió hacia atrás con suavidad. Tenía la boca abierta y una expresión de pánico. Conocía muy bien a Carmen.

Carmen cerró la puerta y se adelantó con su pequeña arma en la mano. Miraba solamente a Marty, no parecía ver otra cosa en la habitación. Por su mirada, daba la impresión de que estaba drogada.

La rubia tembló de pies a cabeza, alzó la automática y apuntó a Carmen. Yo di un salto y agarrándole la mano, coloqué el seguro de la automática. Tuvimos un ligero forcejeo. Marty y Carmen no nos prestaron atención. Entonces tomé la pistola.

La rubia jadeaba con violencia y miraba fijamente a Carmen. Ésta tenía sus ojos drogados clavados en Marty.

—Quiero mis fotos.

Marty tragó saliva e intentó sonreírle.

—Por supuesto… por supuesto.

Su voz era apagada, tan distinta de la que había usado al hablar conmigo.

Carmen parecía tan loca como en lo de Steiner, pero esta vez controlaba su voz y sus músculos.

—Tú asesinaste a Harold Steiner.

—¡Carmen, espera un momento! —grité yo.

Carmen no se movió. La rubia volvió a la carga; bajando la cabeza, incrustó sus dientes en mi mano derecha, donde tenía la pistola.

Yo volví a gritar. A nadie pareció importarle.

—Escúchame nena… yo no… —dijo Marty.

La rubia quitó sus dientes de mi mano y me escupió mi propia sangre. Luego se arrojó contra mi pierna, tratando de morderme. La golpeé ligeramente en la cabeza con la culata de la pistola y traté de pararme. Ella se abrazó de mis tobillos haciéndome caer sobre el sillón. La rubia sacaba fuerzas de su histeria.

Marty manoteó el revólver de Carmen con su mano izquierda y falló. El arma hizo un ruido seco, no muy fuerte. El tiro no dio en Marty y rompió el vidrio de una de las ventanas francesas.

Marty volvió a quedarse quieto. Parecía que todos sus músculos habían vuelto a despertarse.

—¡Tírate y hazla caer, maldito tarado!

Volví a golpear a la rubia en la cabeza pero mucho más fuerte. Rodó a mis pies. Me desprendí, alejándome de ella.

Marty y Carmen se miraban como un par de estatuas. Algo largo y pesado golpeó el exterior de la puerta de entrada. El panel se partió de arriba abajo.

Eso envalentonó a Marty. Sacó la Colt de su bolsillo y saltó hacia atrás. Le disparé apuntando a su hombro izquierdo y erré el tiro. No quería herirlo demasiado. Hubo otro golpe en la puerta. Pareció sacudir todo el edificio.

Yo solté la automática y tomé mi propia pistola en el momento en que Dravec atravesaba la puerta destrozada.

Estaba borracho y enloquecido de furia. Sus enormes brazos se movían como aspas. Sus ojos estaban vidriosos e inyectados de sangre y tenía espuma en los labios.

Me golpeó violentamente en la cabeza sin siquiera mirarme. Caí contra la pared entre el sillón y la puerta destrozada.

Estaba tratando de recuperarme cuando Marty comenzó a disparar.

La parte trasera del saco de Dravec se levantó como si una bala lo hubiera traspasado limpiamente. Trastabilló y enderezándose, cargó como un toro.

Apunté y disparé contra el cuerpo de Marty. Se sacudió pero la Colt siguió escupiendo rugidos. Dravec se interpuso en el camino, Carmen fue arrojada a un lado como una hoja muerta y ya no hubo nada que hacer. Los disparos de Marty no podían detener a Darvec. Nada podía hacerlo. De haber estado muerto, igual habría llegado hasta Marty.

Lo tomó del cuello en el momento en que éste le arrojaba al rostro la pistola vacía. Rebotó como una pelota de goma. Marty comenzó a gritar y Dravec lo tomó del cuello, levantándolo del suelo.

Por un instante, las manos de Marty se aferraron a las muñecas de Dravec. Hubo un crujido y sus manos cayeron. Hubo otro crujido. Seco. Antes de que Dravec lo soltara vi que el rostro de Marty estaba color púrpura. Recordé, casualmente, que los hombres que se quiebran el cuello, a veces se tragan la lengua.

Marty cayó al suelo y Dravec comenzó a retroceder. Perdía el equilibrio, como un hombre que no es capaz de mantenerse en su centro de gravedad. Dio cuatro pasos, tambaleándose. Entonces, su enorme cuerpo cayó hacia atrás, quedando boca arriba en el suelo con los brazos extendidos.

Le salía sangre de la boca. Sus ojos se contrajeron como los de un hombre que trata de mirar a través de la niebla.

Carmen Darvec fue hasta él y comenzó a gemir como un animal asustado. Se oyó un ruido en el vestíbulo pero nadie apareció en la puerta. Ya habíamos tenido demasiadas visitas casuales.

Fui rápidamente hasta Marty y abriéndole el bolsillo saqué un grueso sobre. Tenía algo duro en su interior. Lo guardé.

A lo lejos una sirena se oía débilmente a través del atardecer. El sonido parecía crecer. Un hombre de rostro pálido espió cautelosamente por la puerta. Yo me arrodillé junto a Dravec.

Trató de hablar pero no puedo escuchar lo que decía. Entonces la tensión desapareció de sus ojos. Se volvieron lejanos e indiferentes, como los ojos de un hombre que mira a través de una larga llanura.

—Estaba borracho —dijo Carmen con voz apagada—. Me obligó a decirle a dónde iba. Yo no sabía que me estaba siguiendo.

—Tienes imaginación —le contesté secamente.

Me puse de pie y abrí el sobre. Había algunas copias y un negativo de vidrio. Tiré el negativo al suelo y lo pisé hasta hacerlo añicos. Destruí las copias y dejé que los negativos volaran de mis manos.

—Van a imprimir muchas fotos tuyas, chiquita. Pero ésta no.

—No sabía que me estaba siguiendo.

Comenzó a chuparse el dedo.

Ahora se oía la sirena al pie del edificio. Fue apagándose hasta convertirse en un zumbido penetrante y finalmente se detuvo en el momento en que yo terminaba de destruir las copias.

Me quedé en el medio de la habitación, preguntándome para qué me había tomado el trabajo de hacerlo. Ahora ya no tenían importancia.