Capítulo 10

Ya eran más de las cinco cuando me detuve frente a los departamentos de Randall Place. Se veían luces prendidas a través de algunas ventanas y las radios chillaban, entremezclando distintos programas. Subí en el ascensor automático hasta el cuarto piso. El departamento 405 se encontraba al fondo de un largo pasillo alfombrado de verde. Una fresca brisa venía de las puertas que daban a la salida de emergencia.

Apreté el timbre de marfil del departamento 405.

Al rato un hombre entreabrió la puerta. Era delgado, de ojos pardos, tez oscura y piernas largas. El cabello crespo le nacía bastante atrás, dejando ver una amplia frente oscura. Sus ojos me miraron con indiferencia.

—¿Steiner?

No se inmutó. Sacó un cigarrillo de atrás de la puerta y se lo llevó lentamente a los labios. Una nubecilla de humo vino hacia a mí y detrás se oyó una voz fría e indiferente.

—¿Cómo dijo?

—Steiner. Harold Hardwicke Steiner. El tipo de los libros.

Asintió. Consideró la situación sin prisa y mirando la brasa del cigarrillo, dijo:

—Creo que lo conozco. Pero no viene por aquí. ¿Quién lo mandó?

Sonreí. Eso pareció no gustarle.

—¿Usted es Marty?

Su rostro se endureció.

—¿Y qué? ¿Tiene algún problema o sólo se está divirtiendo?

Moví mi pie izquierdo cautelosamente. Lo suficientemente como para que no pudiera cerrar la puerta.

—Usted tiene los libros. Y yo la lista de clientes. ¿Qué tal si lo charlamos?

Marty no movió los ojos de mi rostro. Su mano derecha volvió detrás de la puerta y su hombro indicaba que la estaba moviendo. Se oyó un levísimo sonido de una cortina que se corría.

Abrió la puerta.

—¿Por qué no? Si a usted le parece —dijo fríamente.

Pasé al interior de la habitación. Era alegre, con pocos muebles. Y de los buenos. Unas ventanas estilo francés daban a una galería de piedra, a través de la cual se veían las colinas púrpuras por la luz del atardecer. En la misma pared había una puerta cerrada y otra cubierta con cortinas que colgaban de una barra de bronce.

Me senté en un sillón, de espaldas a la pared que no tenía puertas. Marty se dirigió al escritorio de roble tachonado con clavos. Una caja de cigarros de madera de cedro descansaba en su parte inferior. Marty la tomó, sin dejar de mirarme y la trajo hacia la mesa. Luego se sentó en el sillón.

Coloqué el sombrero a mi lado, y desprendiendo el botón superior de mi saco, le sonreí.

—Bueno, lo escucho.

Apagó su cigarrillo, levantó la caja y sacó dos gruesos cigarros.

—¿Un cigarro? —preguntó con displicencia.

Me incliné a tomarlo y eso me perdió. Marty dejó caer el otro cigarro y sacó velozmente una pistola.

Miré el arma cortésmente. Era una Colt 38, de las que usa la policía. No encontré ninguna respuesta para la circunstancia.

—Levántese un segundo. Adelántese dos pasos. Nada más. Vamos a tomar un poco de aire.

Su voz era elaboradamente tranquila.

Yo estaba furioso, pero le sonreí.

—Usted es el segundo tipo que encuentro en el día que piensa que una pistola en la mano significa el mundo a sus pies. Guárdela y charlemos con tranquilidad.

Juntó las cejas y adelantó un poco el mentón. Su mirada indicaba que estaba un poco confundido.

Nos miramos. Fingí no advertir la negra pantufla que aparecía debajo de la cortina, a mi izquierda.

Marty llevaba un traje azul, camisa del mismo color y corbata negra. Su rostro tenía un aspecto sombrío.

—No me interprete mal —dijo lentamente—. No soy un mal tipo… sólo cuidadoso. No tengo la más mínima idea de quién es usted. Podría ser un asesino.

—No demasiado cuidadoso. El asunto de los libros fue deplorable.

Inspiró profundamente y dejó salir el aire con lentitud. Luego se recostó hacia atrás y cruzó las piernas, dejando la Colt sobre sus rodillas.

—No se crea que no la voy a usar si me hace falta. Bueno, ¿de qué se trata?

—Dígale a su amiga de las pantuflas que salga de ahí. Se está cansando de no respirar.

—Ven, Agnes —gritó Marty sin volver la cabeza.

Las cortinas se abrieron y apreció la rubia de ojos verdes del negocio de Steiner. Su presencia no me sorprendió. Me miró con odio.

—Yo sabía que usted nos iba a traer problemas. Le dije a Joe que tuviera cuidado.

—Basta —dijo Marty—. Joe está teniendo mucho cuidado. Prende la luz así puedo reventarlo, si es que hace falta.

La rubia prendió una lámpara de pie que tenía pantalla roja. Se sentó y sonrió amargamente. Estaba aterrorizada.

Recordé el cigarro que tenía en la mano y me lo llevé a los labios. Marty no dejó de apuntarme mientras buscaba los fósforos y lo encendía.

Di una pitada y hablé a través del humo.

—La lista de la que hablo está escrita en clave. De manera que todavía no puedo leer los nombres. Hay unos quinientos. Usted tiene doce cajas de libros, digamos unos trescientos. Y habrá otros tantos que estarán alquilados. Digamos unos quinientos en total, sin exagerar. Si la lista es buena y usted la sabe manejar con todos los libros, nos vamos a un cuarto de millón. Pongamos un alquiler bajo, por ejemplo un dólar. Es muy bajo, pero digamos un dólar. Es mucho dinero. Lo suficiente como para asesinar a un tipo.

—Usted está loco si… —aulló la rubia.

—Cállate —grito Marty.

La rubia no insistió y recostó su cabeza contra el respaldo de la silla. Su rostro estaba desfigurado por la angustia.

—Este no es un negocio para tontos. Usted tiene que aguantar y seguir. Personalmente creo que los chantajes son un error. Yo los dejaría de lado.

Su rostro tenía una expresión helada.

—Usted sí que es un tipo gracioso. ¿Quién tiene este precioso negocio?

—Usted. Casi por entero.

Marty no me contestó.

—Mató a Steiner para conseguirlo. Anoche, en la lluvia. Buen tiempo para matar. El problema es que Steiner no estaba solo. Usted no se dio cuenta o se asustó. Salió corriendo. Pero tuvo el coraje de volver y esconder el cadáver en algún lado, de manera de poder arreglar los libros antes de que el asunto se descubriera.

La rubia dio un grito y volvió la cabeza contra la pared. Sus uñas plateadas se clavaron en sus manos. Se mordió con fuerza el labio.

Marty no se inmutó. No se movió y su Colt tampoco. Su oscuro rostro parecía tallado en madera.

—Viejo, cómo te arriesgas —dijo con suavidad—. Tienes mucha suerte de que yo no haya matado a Steiner.

Le sonreí, no demasiado contento.

—Podrías terminar adentro de todos modos.

—¿Tú crees que sí?

—Estoy seguro.

—¿Y cómo?

—Hay alguien que lo va a decir.

Marty dio un grito de furia.

—¡Esa maldita… esa… es capaz de… carajo!

Yo no dije nada. Dejé que lo masticara. Lentamente, fue recobrando la calma. Puso la Colt sobre la mesa, al alcance de la mano.

—Usted no tiene aspecto de oportunista. —Sus ojos entornados brillaban entre densas pestañas—. Y no veo policía por aquí. ¿Qué es lo que quiere?

Volví a chupar mi cigarro y miré la mano de la pistola.

—El rollo de la cámara de Steiner. Y todas las copias. Aquí y ahora. Usted las tiene. Es la única forma en que pudo enterarse de quién estaba en la casa anoche.

Marty se volvió un poco para mirar a Agnes. Su rostro seguía contra la pared, y sus uñas continuaban clavadas en las manos. Marta se volvió hacia mí.

—Usted sí que es rápido, viejo.

Negué con un gesto.

—No. Usted es un estúpido, Marty. Lo pueden agarrar fácilmente por el asesinato. Si la chica quiere contar la historia, de nada servirán las fotos. Pero no quiere contarla.

—¿Usted es detective?

—Ajá.

—¿Y cómo llegó hasta mí?

—Yo trabajaba sobre Steiner. Lo había estado molestando a Dravec. Dravec está lleno de oro. Usted consiguió un poco. Seguí tras lo libros desde el negocio de Steiner. Cuando la chica cantó, el resto fue fácil.

—¿Dice que yo lo maté?

Asentí.

—Pero podría estar equivocada.

Marty dio un largo suspiro.

—Me odia. Yo la dejé colgada. Me pagaron por hacerlo, pero es igual. Es demasiado ardiente para mí.

—Busque las fotos, Marty.

Lentamente, se puso de pie. Guardó la Colt en un bolsillo. Su mano se volvió hasta el bolsillo del saco.

Alguien tocó el timbre de entrada. Y siguió tocando.