Era un hombre de rostro anguloso. Llevaba un traje marrón y sombrero de fieltro negro. La manga izquierda estaba doblada y sujeta al costado del saco con un alfiler de gancho.
Se quitó el sombrero, cerró la puerta empujándola con el hombro y miró a Carmen con una sonrisa en los labios. Su cabello era enrulado y corto y su cabeza huesuda. La ropa le quedaba bien. No tenía aspecto de matón.
—Soy Guy Slade. Disculpen la forma de entrar. El timbre no anda. ¿Está Steiner?
No había tocado el timbre. Carmen lo miró en forma ausente. Luego me miró a mí y de vuelta a Slade. Se mordió los labios pero no dijo nada.
Yo le contesté.
—Steiner no está Mr. Slade. Y no sabemos dónde se encuentra.
Asintió, tocándose la barbilla con el borde del sombrero.
—¿Ustedes son amigos de él?
—Vinimos por un libro —dije, devolviéndole la sonrisa—. La puerta estaba entreabierta. Golpeamos y luego entramos. Igual que usted.
—Ya veo —dijo pensativo—. Muy simple.
No le respondí y Carmen tampoco. Miraba fijamente la manga vacía.
—Un libro, ¿eh?
Su modo de decirlo me puso sobre aviso. Quizás conocía los negocios de Steiner. Caminé hacia la puerta.
—Usted no golpeó.
Sonrió, un poco confundido.
—Cierto. Debí hacerlo. Lo siento.
—Bueno, nosotros nos vamos.
Tomé a Carmen del brazo.
—¿Algún mensaje… si Steiner vuelve?
—No se moleste.
—Lástima.
Su tono parecía tener un doble sentido.
Solté el brazo de Carmen. Slade continuaba con el sombrero en la mano. No se movió. Parpadeó alegremente.
Volví a abrir la puerta.
—La chica se puede ir, pero quisiera hablar un poco con usted.
Lo miré, tratando de aparentar indiferencia.
—¿Mentiroso, eh? —dijo Slade con dulzura.
Carmen salió corriendo por la puerta. Enseguida oí sus pasos bajando por la colina. No había visto su auto, pero me imaginé que se encontraría cerca.
—¿Qué carajos…?
—Cállese —me interrumpió fríamente—. Aquí hay algo raro. Y voy a averiguar de qué se trata.
Comenzó a caminar descuidadamente; demasiado descuidadamente. Fruncía el ceño y no me prestaba mucha atención. Eso me hizo pensar. Di una rápida mirada hacia la ventana, pero lo único que vi fue el techo de su auto por sobre el cerco de arbustos.
Slade encontró el botellón y los vasos. Los olfateó. Sus finos labios se curvaron en un gesto de desagrado.
—Miserable —dijo secamente.
Miró los libros que estaban sobre la mesa. Dio la vuelta y se encontró frente al tótem. Lo miró fijamente. Su mirada bajó hasta la alfombra que cubría el lugar donde había caído Steiner. La movió con el pie y se puso tenso.
Era una buena actuación. O Slade tenía un olfato envidiable. Todavía no estaba seguro de cuál versión era la cierta, pero me estaba dando mucho en qué pensar.
Se arrodilló lentamente. La mesa lo escondía parcialmente de mi vista. Saqué el revólver y juntando las manos tras mi espalda, me recosté contra la pared.
Lanzó una aguda y rápida exclamación. Se puso de pie. Su brazo se movió como un rayo, sacando a relucir una Luger negra y larga. Slade la sostuvo con sus dedos largos y delgados. No me apuntó. No parecía estar apuntando a nada en particular.
—Sangre —dijo con calma.
Su mirada era dura.
—Aquí, bajo la alfombra. En el suelo. Y mucha.
Sonreí.
—Ya la vi. Es sangre vieja. Sangre seca.
Fue hasta la silla negra que se encontraba detrás de la mesa de Steiner. Tomó el teléfono y frunció el ceño.
—Me parece que voy a llamar a la ley.
—Buena idea.
Sus ojos se volvieron angostos y duros. No le gustó que estuviera de acuerdo. Había dejado de actuar. Ahora era un matón bien vestido con una Luger en la mano. Y parecía capaz de usarla.
—¿Quién carajos es usted? —barbotó.
—Un detective. El nombre no importa. La chica es mi cliente. Steiner la ha estado chantajeando. Vinimos a hablarle. No estaba.
—¿De manera que entraron, eh?
—Correcto. ¿Y qué? ¿Cree que asesinamos a Steiner, Mr. Slade?
Sonrió débilmente y no dijo nada.
—¿O cree que Steiner asesinó al alguien y escapó?
—Steiner no mató a nadie. No tenía el valor de un gato enfermo.
—Yo no veo a nadie aquí. ¿Usted sí? Quizás Steiner cenó con pollo y le gustaba matar a los pollos en el salón.
—No lo entiendo. No sé a qué juega.
Yo volví a sonreír.
—Adelante. Llame a sus amigos de la ciudad. Sólo que no le gustará la respuesta.
Consideró mis palabras sin mover un músculo. Apretó los labios.
—¿Por qué no? —preguntó finalmente con voz cautelosa.
—Sé quién es usted, Mr. Slade. Es el dueño del Aladdin Club, en Palisades. Juego clandestino. Media luz, vestidos de noche y comedor en el local contiguo. Conoce a Steiner lo suficientemente bien como para entrar sin golpear. Los negocios de Steiner necesitaban un poco de protección de vez en cuando. Y eso, podía dárselo usted.
Su dedo se afirmó sobre la Luger, luego se relajó. Colocó la pistola sobre la mesa; pero mantuvo la mano encima. Su boca se torció en una mueca.
—Alguien agarró a Steiner —dijo suavemente.
Su voz y su expresión parecían pertenecer a dos personas diferentes.
—Hoy no apareció por el negocio. Su teléfono no contestaba. Vine a ver qué pasaba.
—Me alegro de oír que no lo mató usted.
Volvió a alzar la Luger y me apuntó el pecho.
—Bájela Slade. Todavía no sabe lo suficiente como para jugársela. Ya sé que no soy a prueba de balas. Bájela. Le diré algo; si es que no lo sabe. Alguien se llevó los libros del negocio. Hoy. Los libros con los que hacía la plata gorda.
Slade colocó la Luger sobre la mesa por segunda vez. Se recostó contra el respaldo. Su rostro cobró una expresión amable.
—Lo escucho.
—Yo también creo que alguien despachó a Steiner. Creo que esta sangre es su sangre. El hecho de que se estén llevando los libros de la tienda explica por qué se llevaron el cuerpo. Alguien está copando el negocio y no quiere que encuentren a Steiner hasta que esté todo listo. Quien quiera que haya sido, debió limpiar la sangre. Y no lo hizo.
Slade escuchaba en silencio. Sus cejas formaban curiosos ángulos con la blanca piel de su frente.
—El matar a Steiner para tomar su negocio es sólo una jugarreta —proseguí—. No creo que las cosas hayan sucedido así. Pero estoy seguro de que quien se está llevando los libros, sabe algo del asunto. Y de que la rubia del negocio está muerta de miedo por alguna razón.
—¿Algo más?
—Por ahora no. Hay un asunto de narcóticos en medio de todo esto. Quiero averiguar de qué se trata. Si me entero, se lo diré.
—Mejor ahora.
Slade apretó los labios y silbó dos veces.
Di un salto. Una puerta del auto se abrió. Hubo pasos.
Saqué a relucir mi pistola. Slade palideció y trató de manotear la Luger que se encontraba sobre la mesa.
—¡No la toque!
Se puso de pie, su mano estaba sobre la pistola pero ésta no estaba en su mano. Me escabullí hacia el vestíbulo, en momentos en que dos hombres entraban en la habitación.
Uno era pelirrojo, de rostro pálido y ojos movedizos. El otro tenía todo el aspecto de un matón. Un muchacho buen mozo pese a su nariz aplastada y a una oreja gorda como un bife.
Ninguno de los dos tenía armas a la vista. Se detuvieron.
Me ubiqué a espaldas de Slade. Éste se inclinó sobre la mesa sin dar muestras de nerviosismo.
La boca del matón se abrió en una amplia mueca de desagrado, mostrando unos filosos dientes blancos. El pelirrojo parecía tembloroso y asustado.
Slade era un tipo corajudo. Con voz suave, baja pero muy clara dijo:
—Éste es el que mató a Steiner. Agárrenlo.
El pelirrojo se mordió el labio inferior y manoteó algo debajo del brazo. No llegó a tiempo. Yo estaba listo y le disparé hiriéndolo en el hombro izquierdo. Odiaba tener que hacerlo. El disparo hizo mucho ruido en la habitación cerrada. Pensé que se habría escuchado en toda la ciudad. El pelirrojo cayó al suelo y comenzó a revolcarse como si lo hubiera herido en el estómago.
El matón no se movió. Probablemente se dio cuenta de que no era lo suficientemente rápido. Slade tomó la Luger y empezó a darse vuelta. Di un paso y lo golpeé detrás de la oreja. Se desparramó sobre la mesa y la Luger se disparó contra una fila de libros.
Slade no me oyó decir:
—Me repugna tener que pegarle por la espalda a un manco. Pero no estoy tan loco como para dar ventajas. Tuve que hacerlo.
El matón me sonrió y dijo:
—Bueno, viejo. ¿Y ahora qué?
—Me gustaría salir de aquí sin tener más disparos. Puede llamar a la policía. Para mí es lo mismo.
Lo pensó con calma. El pelirrojo seguía dando alaridos en el suelo. Slade permanecía inmóvil.
El matón levantó las manos suavemente y se las colocó detrás de la nuca.
—No tengo la menor idea —dijo fríamente— de qué se trata todo esto. Pero no me importa un carajo que usted se vaya. Y tampoco me importa lo que haga después. Aparte de eso, no me gusta este lugar para campo de batalla. ¡Váyase!
—Muchacho inteligente. Tienes más sentido común que tu jefe.
Pasé al lado de la mesa rumbo a la puerta. El matón se volvió lentamente, dándome la cara, con las manos detrás de la nuca. Su rostro tenía una mueca casi simpática.
Crucé la puerta, salté el cerco y corrí colina arriba, esperando que alguien me siguiera. Nadie lo hizo.
Me zambullí en el Chrysler y, cruzando la colina, me alejé de aquél barrio.