Capítulo 8

Subí lentamente la Terraza La Verne rumbo a la casa de Steiner.

A la luz del día pude ver claramente la pendiente de la colina y los escalones de madera que el asesino había usado para escapar. La calle era casi tan angosta como el callejón. Al frente había dos casas, no demasiado cerca de lo de Steiner. Con el ruido de la lluvia, era improbable que alguien hubiera prestado atención a los tiros.

La casa tenía un aspecto pacífico bajo el sol de la tarde. Las despintadas tejas del techo estaban todavía húmedas por la lluvia. Los árboles de la vereda de enfrente estaban llenos de hojas nuevas. No había automóviles en la calle.

Algo se movió detrás del seto que ocultaba la entrada de la casa.

Carmen Dravec, vistiendo un saco verde y blanco, apareció en el portón. Se detuvo y me miró despavorida, como si no hubiera oído el ruido del auto. Corrió detrás del cerco. Yo seguí mi camino y estacioné frente a la casa abandonada.

Me bajé y volví hacia atrás. A plena luz, era una actitud peligrosa.

Crucé el cerco. La muchacha se encontraba junto a la puerta entreabierta, erguida y silenciosa. Una mano se movió lentamente hasta su boca y se mordió el pulgar que parecía un gracioso dedo de más. Tenía profundas y oscuras ojeras bajo unos ojos llenos de terror.

La empujé hacia el interior de la casa y sin decir una sola palabra, cerré la puerta. Nos miramos uno al otro. Bajó la mano y trató de sonreír. Entonces, toda expresión desapareció de su rostro. Parecía tan inteligente como el fondo de una caja de zapatos.

Traté de hablar con delicadeza.

—Tranquilízate. Soy amigo. Siéntate en esa silla. Soy amigo de tu padre, no te asustes.

Se sentó sobre el almohadón amarillo que cubría la negra silla de Steiner.

El lugar tenía un aspecto descolorido y decadente con la luz de día. Todavía olía a éter.

Carmen se mojó los extremos de la boca con su lengua blancuzca. Sus ojos oscuros parecían más estúpidos que asustados. Armé un cigarrillo y empujando algunos libros, me senté al borde de la mesa. Encendí mi cigarrillo y aspiré lentamente.

—¿Qué haces aquí?

Jugueteó con la tela de su saco y no contestó.

Volví a insistir.

—¿Recuerdas algo de lo que sucedió anoche?

Aquí se dignó a contestar:

—¿Recordar qué? Yo estaba en cama. Enferma. En casa.

Su voz era cautelosa y gangosa.

—Antes. Antes de que te llevara a tu casa. Aquí.

Se sonrojó. Sus ojos se abrieron.

—¿Usted… usted fue el que me llevó?

Tomó aliento y volvió a chuparse el pulgar.

—Sí. Fui yo. ¿Recuerdas algo?

—¿Usted es de la policía?

—No. Ya te dije que era amigo de tu padre.

—Entonces… ¿No es de la policía?

—No.

Dio un largo suspiro.

—¿Qué quiere saber?

—¿Quién lo mató?

Su cuerpo se estremeció dentro del saco, pero su rostro permaneció inmutable. Me miró furtivamente.

—¿Quién… quién más lo sabe?

—¿Lo de Steiner? No lo sé. La policía no lo sabe o ya habría alguien aquí. Quizás Marty.

Era sólo una cuchillada en la oscuridad, pero hizo que diera un grito desgarrador.

—¡Marty!

Por un instante ambos nos mantuvimos en silencio. Yo fumaba mi cigarrillo y ella se chupaba el dedo.

—No te hagas la interesante. ¿Fue Marty?

Su mentón descendió un centímetro.

—Sí.

—¿Por qué?

—No… no lo sé —dijo con voz apagada.

—¿Lo has visto con frecuencia en estos últimos tiempos?

—Un par de veces.

—¿Sabes dónde vive?

—Sí.

Pareció escupirme la palabra.

—¿Qué te sucede? Pensé que te gustaba Marty.

—¡Lo odio! —aulló.

—Entonces querrás que caiga.

No pareció entenderme. Tuve que explicárselo.

—Quiero decir… ¿estás dispuesta a decírselo a la policía?

Sus ojos se llenaron de pánico.

—Si obtengo la foto del desnudo —dije para tranquilizarla.

Soltó una risita.

Tuve una desagradable sensación. Si hubiera aullado, palidecido o se hubiera desplomado en el suelo, habría sido algo natural. Pero lo único que hizo fue soltar una risita.

Comencé a odiarla. Su sola presencia me hacía sentir drogado.

Sus risitas continuaron y corrieron como ratas por toda la habitación. Comenzaron a volverse histéricas. Me levanté, fui hacia ella y le di un cachetazo.

—Igual que anoche —le dije.

Las risitas se detuvieron de inmediato. Volvió a chuparse el dedo. Aparentemente no le importaban mis golpes. Me senté en el borde de la mesa.

—Volviste a buscar el negativo. La foto con tu vestido de nacimiento.

Su mentón subía y bajaba.

—Tarde. Ya lo busqué anoche y no estaba. Probablemente la tenga Marty. ¿No me estarás mintiendo con lo de Marty?

Negó vigorosamente con la cabeza. Se levantó de la silla suavemente. Sus ojos eran angostos y vacíos como los de una ostra.

—Me voy —dijo, como si hubiéramos estado tomando el té.

Estaba por abrir la puerta cuando un auto subió por la colina y se detuvo frente a la casa. Una persona descendió del coche.

Se dio vuelta y me miró horrorizada.

La puerta se abrió y un hombre apareció en el umbral.