Capítulo 6

El negocio ocupaba la mitad del frente del edificio. La otra mitad era una joyería. El dueño estaba parado en la entrada. Era un judío grade, de cabello blanco y ojos negros. Llevaba unos nueve quilates de diamantes en el dedo. Una débil y conocedora sonrisa se esbozó en sus labios cuando entré en lo de Steiner.

Una gruesa alfombra azul cubría el piso de pared a pared. Había sillones de cuero azul con ceniceros de pie a su lado. En unas mesas se encontraban algunos ejemplares en cuero repujado. El resto de los libros estaban en vitrinas. Un tabique de paneles separaba el salón de la parte trasera del negocio. Tenía sólo una puerta. En una esquina se encontraba una mujer, sentada tras un pequeño escritorio e iluminada por una lámpara.

Se levantó y vino hacia mí, moviendo las estrechas caderas dentro de un ajustado vestido negro, completamente opaco. Era una rubia de cabello color ceniza y ojos verdosos bajo unas gruesas pestañas postizas. Largos aros pendían de sus orejas y el cabello se agitaba suavemente tras ellos.

Esbozó lo que debió creer que era una sonrisa de bienvenida y agitó sus uñas plateadas.

—¿Qué desea?

Me coloqué el sombrero sobre los ojos.

—¿Steiner?

—Hoy no vendrá. Puedo mostrarle…

—Estoy vendiendo. Algo que él busca desde hace mucho tiempo.

Las uñas plateadas se tocaron el cabello detrás de una de las orejas.

—Ah, un vendedor… bueno… puede venir mañana.

—¿Está enfermo? Podría ir a verlo a su casa —sugerí esperanzado—. Él querrá ver lo que traigo.

Eso la sacudió. Hizo un esfuerzo por recobrar el aliento. Pero sus palabras fueron tranquilas cuando finalmente salieron.

—Eso… eso no serviría de nada. Ha salido de la ciudad.

Asentí, mostrándome desilusionado. Me toqué el sombrero y cuando me daba vuelta para irme vi que el muchacho con cara de sinvergüenza de la noche anterior aparecía en la puerta. Se volvió hacia atrás tan pronto como me vio, pero alcancé a divisar unos paquetes de libros en el suelo de la parte trasera del negocio.

Los paquetes eran pequeños y estaban atados en forma apurada. Un hombre con un mameluco muy nuevo los estaba arreglando. Parte del stock estaba siendo trasladado.

Dejé el negocio, caminé hasta la esquina y volví por el callejón. Detrás del negocio se encontraba un camioncito negro. La parte trasera era de tejido metálico y no llevaba sigla comercial ni dirección alguna. A través de los alambres se veían unas cajas. El hombre del mameluco salió y cargó una más.

Volví al Boulevard. A media cuadra un muchachito de cara rozagante se encontraba leyendo una revista dentro de un camión. Le mostré algo de dinero.

—¿Un trabajito de persecución?

Me miró, abrió la puerta e incrustó la revista detrás del espejo retrovisor.

—Mi especialidad, jefe —contestó alegremente.

Dimos la vuelta hasta el final del callejón y esperamos junto a una bomba de incendios.

Habría una docena de cajas en el camión cuando el hombre del mameluco nuevo subió a la cabina y puso en marcha el motor. Rápidamente dobló a la izquierda al llegar a la esquina. Mi conductor hizo lo mismo. El camión siguió por el Norte hasta Garfield, luego dobló hacia el Este. Iba bastante rápido y había mucho tráfico en Garfield. Mi conductor lo seguía a demasiada distancia.

Se lo estaba diciendo cuando el camión volvió a virar hacia el Norte. La calle en que dobló se llamaba Brittany. Cuando llegamos a Brittany no había ningún camión a la vista.

El muchacho de rostro rozagante trató de tranquilizarme a través del vidrio. Seguimos por Brittany a cuatro millas por hora, tratando de encontrar el camión detrás de los arbustos pero yo no podía tranquilizarme.

Brittany doblaba un poco hacia el Este y luego se cruzaba con la siguiente transversal, Randall Place. Allí había una casa blanca. El frente daba a Randall Place y la entrada del garaje a Brittany. Mi conductor me estaba diciendo que el camión no podía estar muy lejos, cuando lo vi en el garaje.

Fuimos hasta el frente de la casa. Yo me bajé y entré al vestíbulo.

No había timbres. Un escritorio se encontraba contra la pared, como si no sirviera para nada. Arriba había buzones para correspondencia rotulados con nombres.

El que correspondía al departamento 405 era el de Joseph Marty. Casualmente Joe Marty era el nombre del hombre que jugaba con Carmen Dravec hasta que su papá le diera cinco mil dólares para que se fuera a jugar con alguna otra chica. Podía ser el mismo Joe Marty.

Bajé por la escalera abriendo una puerta de vidrio, me interné en la oscuridad del garaje. El hombre del mameluco nuevo estaba colocando las cajas en el ascensor automático.

Me ubiqué a su lado, prendí un cigarrillo y lo miré. No pareció gustarle pero no dijo nada.

—Cuidado con el peso —le dije al rato—. Sólo aguanta media tonelada. ¿Adónde va?

—Marty. Cuatrocientos cinco.

Inmediatamente pareció arrepentirse de haberlo dicho.

—Muy bien. Parece que hay bastante para leer.

Subí los escalones y volví al camión.

Regresamos a la ciudad y fuimos hasta mi oficina. Le di al conductor demasiado dinero y él me ofreció una sucia tarjeta. La tiré en la escupidera de bronce que estaba al lado de los ascensores.

Allí estaba Dravec, sosteniendo, al parecer, una pared de mi oficina.