Capítulo 5

Violets M’Gee me llamó a la mañana siguiente, antes de que me vistiera. Yo había leído el diario y no había nada referente a Steiner. Su voz tenía la alegre entonación del hombre que ha dormido bien y no le debe dinero a nadie.

—Bueno, ¿cómo estás muchacho?

Contesté que todo andaba bien, excepto algunos problemas con mi libro de lectura de tercer grado.

Se rió distraidamente y luego su voz me pareció demasiado casual.

—Ese tipo que te mandé… Dravec… ¿hiciste algo por él?

—Demasiada lluvia —le respondí. Si es que eso era una respuesta.

—Ajá… Parece que es un tipo con problemas. Uno de sus autos se está dando un baño en el muelle Lido.

No dije nada. Tomé el tubo con fuerza.

—Sí —continuó alegremente—. Un Cadillac nuevito… todo lleno de agua y arena… ¡Ah! Me olvidaba… hay un tipo adentro.

Solté la respiración muy, pero muy lentamente.

—¿Dravec?

—No. Un muchachito. Todavía no se lo conté a Dravec. ¿Quieres venir a dar un vistazo?

Le contesté que me gustaría.

—Muy bien. Te paso a buscar.

A la media hora me encontraba en el County Building, afeitado, vestido y con un liviano desayuno en el estómago. Encontré a M’Gee contemplando una pared amarilla, sentado frente a una pequeña mesa, también amarilla, sobre la cual sólo se apoyaban su sombrero y uno de sus pies. Quitó a ambos de la mesa, nos dirigimos al estacionamiento oficial y entramos en el pequeño sedan negro.

La lluvia había cesado durante la noche y la mañana era azul y dorada. Había suficientes aromas en el aire como para sentir que la vida era simple y dulce, si uno no tenía demasiadas cosas en la cabeza. Pero, lamentablemente, yo las tenía.

Lido quedaba a treinta millas. Cumplimos las primeras diez a través de la ciudad. M’Gee llegó en tres cuartos de hora. Finalmente nos detuvimos frente a un arco de estuco. Más allá se extendía el muelle, largo y negro. Descendimos.

Había algunos coches y personas frente al arco. Un policía en motocicleta les impedía pasar al muelle. M’Gee le mostró su estrella de bronce y pasamos. Ni siquiera la lluvia de los dos últimos días había conseguido disipar el olor.

—Allí está —dijo M’Gee—. Fijate en el remolcador.

En efecto, un remolcador negro se arrastraba en la punta del muelle. Algo grande, verde y cromado relucía en la cubierta, frente a la cabina y había gente a su alrededor.

Bajamos por unos angostos escalones hasta la cubierta del remolcador.

M’Gee saludó a un oficial que vestía uniforme verde kaki y a otro hombre vestido de civil. Los tres miembros de la tripulación del remolcador se apoyaron contra la cabina, observándonos.

Examinamos el auto. Tenía el paragolpe delantero doblado y un farol y el radiador destrozados. La pintura y los cromados estaban descarados por la arena y los tapizados empapados y negros. Aparte de eso, el coche no estaba del todo mal. Era un mastodonte en dos tonos de verde con detalles color vino.

M’Gee y yo observamos el asiento delantero. Un muchacho delgado, de cabello negro y probablemente buen mozo estaba enroscado en el volante. Su cabeza se recostaba en un curioso ángulo con respecto al resto del cuerpo. Su rostro tenía un color blanco azulado. Los ojos guardaban un pálido brillo bajo los párpados caídos. Su boca, abierta, estaba llena de arena y en su rostro había algunos rastros de sangre que el agua no había logrado borrar del todo.

M’Gee se apartó, hizo un ruido con la garganta y comenzó a chupar uno de los purificadores de aliento con aroma a violetas que le habían valido su sobrenombre.

—¿Cómo fue? —preguntó con tranquilidad.

El oficial de uniforme señaló el extremo del muelle. El paredón de contención había resultado inútil y la madera destrozada relucía, brillante y amarilla.

—Pasó por allí. El golpe debe haber sido fuerte. La lluvia cesó temprano aquí; a eso de las nueve. Así que fue después de la lluvia. Es todo lo que sabemos, excepto que cayó cuando había mucha agua; no se abolló demasiado. Por lo menos media marea, eso diría yo. O sea inmediatamente después de la lluvia. Los muchachos vinieron a pescar esta mañana y lo vieron bajo el agua. Trajimos el remolcador para sacarlo. Entonces vimos al muerto.

El otro oficial restregó la cubierta con uno de sus zapatos. M’Gee me miró con ojos de zorro. Yo lo miré en forma ausente y no dije nada.

—Bastante borracho, el chico. Haciéndose el vivo con esta lluvia. Parece que le gustaba manejar… si… bastante borracho.

—Borracho un carajo —dijo el oficial de civil—. El acelerador de mano estaba a media velocidad y tiene un golpe en la cabeza. Pregúnteme y les contesto: asesinato.

M’Gee lo miró cortésmente y se dirigió al otro oficial.

—¿Qué le parece?

—Podría ser suicidio. Se quebró la nuca. Pudo lastimarse la cabeza en la caída. También es posible que la mano haya tocado el acelerador. De todos modos yo también diría asesinato.

—¿Lo registraron? ¿Saben quién es?

Los dos oficiales me miraron. Hicieron lo mismo con la tripulación del remolcador.

—Muy bien. No se preocupen por eso —dijo M’Gee—. Yo sé quién es.

Un hombre pequeño, con cara de cansancio, anteojos y una valija negra se acercó lentamente por el muelle y bajó los angostos escalones. Eligió un lugar bastante limpio de la cubierta y dejó la valija. Se quitó el sombrero y restregándose la nuca, sonrió débilmente.

—Hola Doc. Allí está su paciente. Salió a bucear anoche. Es todo lo que sabemos.

El médico miró el cadáver morosamente. Manipuló la cabeza, palpó las costillas, levantó una de las manos y observó las uñas. La dejó caer, se hizo a un lado y volvió a recoger su valija.

—Doce horas. Se partió la nuca, por supuesto. Dudo de que tenga mucho agua adentro. Será mejor que lo llevemos antes de que se ponga rígido. Les diré el resto cuando lo vea sobre una mesa.

Miró en derredor, subió los escalones y se alejó por el muelle. Una ambulancia se ubicó delante del arco de estuco.

Los dos oficiales gruñeron y comenzaron a sacar al hombre del interior del auto. Lo dejaron sobre la cubierta.

—Vámonos —me dijo M’Gee—. Con esto se acaba la primera parte del espectáculo.

Nos despedimos. M’Gee les dijo a los oficiales que mantuvieran el pico cerrado hasta que tuvieran instrucciones. Caminamos por el muelle, subimos al pequeño sedán negro y volvimos a la ciudad por la blanca carretera recién lustrada por la lluvia. A los costados se elevaban pequeñas colinas de arena amarilla cubiertas de musgo. Unas pocas gaviotas planeaban sobre la costa. Mar adentro, algunos blancos veleros parecían suspendidos en el cielo.

Anduvimos unas millas sin decir nada. Entonces M’Gee se volvió hacia mí.

—¿Alguna idea?

—Desacelera —le contesté—. Jamás he visto a ese tipo. ¿Quién es?

—Carajo. Pensé que me ibas a hablar de él.

—Desacelera, Violets.

Gruñó, se encogió de hombros y estuvimos a punto de caer en la arena cuando salimos del camino.

—El chofer de Dravec. Un muchacho llamado Carl Owen. ¿Cómo puedo saberlo? Porque lo tuvimos adentro hace un año. El asunto fue así: se llevó a Yuma a la hija de Dravec. Éste los siguió, los trajo de vuelta y metió al chico en la cárcel. Entonces, la chica se pone a llorar y a la mañana siguiente el viejo vuelve a las puteadas y lo saca. Dice que el muchacho pensaba casarse pero que ella no quería. Entonces el muchacho comienza a trabajar para él. ¿Qué te parece?

—Típico de Dravec.

—Sí; pero el muchacho pudo haber reincidido.

M’Gee tenía el cabello canoso, mentón macizo y una boca en forma de hociquito, hecha para besar bebitas. Miré su perfil y súbitamente entendí la idea. Me reí.

—¿Tú crees que Dravec lo mató?

—¿Por qué no? El muchacho vuelve a intentarlo con la chica y Dravec se la da demasiado fuerte. Es un tipo grande y puede romper un cuello con facilidad. Por otra parte está asustado. Lleva el coche hasta el Lido y deja que con la lluvia se deslice por el muelle. Piensa que no habrá lío. Quizás ni siquiera piensa. Actúa como un atolondrado.

—Es muy simple. Lo único que tiene que hacer es volver caminando hasta su casa en medio de la lluvia. Treinta millas.

—¿No me digas?

—Dravec lo mató. Seguro. Pero estaban jugando al salto de rana. Dravec se le cayó encima.

—Muy bien. Algún día querrás jugar a mi manera.

—Escúchame Violets —dije con seriedad—. Si el muchacho fue asesinado, de lo cual no estamos seguros, no es la forma en que Drave lo haría. Es de los que matan cuando están furiosos, pero no así. No haría tanta alharaca.

Serpenteábamos por el camino mientras M’Gee pensaba en el asunto.

—Flor de amigo. Fabrico una fabulosa teoría y miren lo que hace. Para qué carajo te habré traído. Voy a seguir a Dravec de todos modos.

—Seguro. Tendrás que hacerlo. Pero Dravec no mató a ese muchacho. Es demasiado blando para eso.

Cuando llegamos a la ciudad ya era mediodía. Yo había cenado con whisky la noche anterior y desayunado bastante poco. Me bajé en el Boulevard y dejé que M’Gee fuera a ver a Dravec.

Me interesaba lo sucedido con Carl Owen, pero no creía que Dravec pudiera haberlo matado.

Almorcé en un bar y eché una mirada a los diarios de la tarde. No esperaba encontrar nada acerca de Steiner y así fue.

Después de almorzar fui a dar un vistazo a la tienda de Steiner.