Capítulo 2

Llovió todo el día siguiente. Al atardecer estacioné un Chrysler azul cerca del angosto frente de una tienda donde unas letras verdes de neón anunciaban: «H. H. Steiner».

La lluvia lo salpicaba todo y hacia rebalsar los desagües. Unos enormes policías, vestidos con impermeables que brillaban como tambores de revólveres se divertían cruzando a niñas con medias de seda y pequeñas botitas a través de los lugares inundados. De paso también las apretujaban un poco.

La lluvia ametrallaba la capota del Chrysler, se filtraba por las junturas e iba formando un charco en el piso junto a mis pies.

Llevaba conmigo una botella de Scoth y tuve que usarla con bastante frecuencia para mantenerme en forma.

Steiner hacía su negocio incluso con aquel temporal. Quizás especialmente por ello. Espléndidos coches se detenían frente a la tienda, y gente espléndida entraba para salir luego con paquetes bajo el brazo. Por supuesto podían haber comprado libros antiguos y ediciones de lujo, pero…

A las cinco y media un muchachito con campera de cuero y cara de sinvergüenza, salió del negocio y se dirigió calle arriba trotando rápidamente. Volvió conduciendo una cupé gris y blanca. Steiner salió y se introdujo en el auto. Vestía un impermeable de cuero verde oscuro y fumaba un cigarrillo en una boquilla de ámbar. No llevaba sombrero. A la distancia no pude ver su ojo de vidrio.

El muchacho de la campera le sostenía el paraguas mientras caminaban por la vereda. Lo cerró y se lo alcanzó a Steiner una vez que éste se ubicó dentro de la cupé.

Se dirigió hacia el Oeste. Hice otro tanto. Al salir del barrio de las oficinas, en Pepper Canyon, dobló hacia el Norte. Yo lo seguía a una cuadra de distancia. Estaba seguro de que volvía a su casa. Era lo lógico.

Salió de la Pepper y tomó por una ondulada faja de cemento húmedo llamada Terraza La Verne. Subió casi hasta la cima. Era un camino estrecho. A un lado se elevaba un alto terraplén y al otro, unas pocas casas que parecían cabañas, construidas sobre la ladera.

Los frentes estaban enmascarados por los arbustos que chorreaban agua.

El refugio de Steiner tenía un macizo seto en el frente, que cubría hasta las ventanas. La entrada era una especie de laberinto y la puerta de la casa no se podía ver desde el camino. Steiner introdujo la cupé en el garage y luego de cerrarlo con llave entró en el laberinto con el paraguas abierto. Una luz se encendió en el interior de la casa.

Al tiempo que hacía todo esto yo había llegado ya a la casa que lindaba con la de Steiner. Parecía estar abandonada o vacía. Entablé un diálogo con mi botella de Scoth y me senté a esperar.

A las seis y cuarto vi unas luces que trepaban por la colina. Ya estaba bastante oscuro. Un coche se detuvo frente a la casa de Steiner. Descendió una muchacha alta y esbelta. La luz que se filtraba por el seto me permitió ver que era de cabello castaño y posiblemente bonita.

Unas voces se oyeron en medio de la lluvia y la puerta se cerró. Salí del Chrysler y me dirigí colina abajo. Iluminé el coche con una linterna. Era un Packard convertible color marrón oscuro. La licencia de conducir pertenecía a Carmen Dravec, 3596, Avenida Lucerna.

Volví a mi escondite.

Pasó una hora lenta y pesada; el tiempo se arrastraba. No aparecieron más coches en ninguna de las dos direcciones. El barrio parecía bastante tranquilo.

De repente una luz brilló en lo de Steiner. Dura y blanca como un rayo de verano. Al desaparecer, un grito agitó la oscuridad. Le hicieron eco los árboles empapados por la lluvia. Me puse en camino antes de que el último sonido se desvaneciera.

No había terror en aquel grito. Tenía un dejo de placer, de borrachera, de idiotez.

La casa se encontraba en completo silencio cuando luego de cruzar el cerco y doblar el codo que escondía la entrada principal, alcé la mano para golpear la puerta.

Entonces, como si alguien hubiera estado esperando el momento justo, tres disparos retumbaron en seguidilla detrás de la puerta. Se oyó un gemido largo y desgarrador, un golpe seco y luego, pasos rápidos que se dirigían hacia el fondo de la casa.

Perdí tiempo tratando de echar abajo la puerta con el hombro sin hacer mucho ruido. Me devolvía el golpe como la coz de una mula del ejército.

La puerta daba a un estrecho camino, semejante a un pequeño puente, que conducía hasta la carretera. No había entrada lateral ni forma de alcanzar las ventanas. La única posibilidad de llegar a la parte trasera era a través de la casa o subiendo una larga escalera de madera que daba a la puerta del fondo desde una especie de caminito lateral. Allí escuché ruido de pasos.

Esto me dio fuerzas y golpeé otra vez la puerta a puntapiés. Rompí el cerrojo y bajando dos escalones penetré en una amplia, oscura y desordenada habitación. No vi gran cosa en ese momento. Me dirigí hacia el fondo de la casa.

Estaba seguro de que allí se encontraba la muerte.

Al llegar a la puerta trasera, oí el ruido de un auto. Se alejó velozmente, con las luces apagadas. Eso fue todo. Volví, entonces al salón principal.