Nos encontrábamos en mi habitación del Berglund. Yo estaba sentado sobre la cama y Dravec en un sillón.
La lluvia martilleaba con violencia contra las ventanillas.
Estaban cerradas y hacía mucho calor. Sobre la mesa había un pequeño ventilador. El viento iba directamente hacia el rostro de Dravec volándole el cabello y parte de aquellas gruesas cejas que le cruzaban la cara en una sólida línea. Parecía un nuevo rico.
Me mostró uno de sus dientes de oro:
—¿Qué tienes contra mí? —Preguntó con un aire circunspecto, como si todos supieran mucho acerca de su persona.
—Nada. —Contesté—. Eres limpio. Al menos eso tengo entendido.
Elevó una de sus manos velludas y la miró con insistencia por un instante.
—No me entiendes. Un muchacho llamado M’Gee me dijo que viniera. Violets M’Gee.
—Excelente. ¿Cómo anda Violets?
Violets M’Gee era un detective de la sección homicidios del Departamento de policía.
Volvió a mirar su mano y frunció el ceño.
—No. Sigues sin entenderme. Tengo un trabajo para ti.
—Estoy saliendo muy poco en estos días. Me estoy poniendo debilucho.
Paseó la mirada por la habitación. Lo hacía de una manera afectada. No parecía un hombre observador.
—Quizás haya dinero.
—Quizás lo haya.
Llevaba puesto un impermeable. Lo abrió con descuido y extrajo una billetera que parecía una parva, con billetes apretujados en todas las direcciones. Cuando la golpeó contra su rodilla se oyó un ruido seco, bastante agradable. Sacó el dinero, eligió unos pocos billetes y volvió a acomodar el resto. Tiró la billetera al piso. Tomó cinco billetes de cien y ordenándolos como si fueran una buena mano de póker, los colocó bajo la base del ventilador.
Era mucho trabajo y refunfuño:
—Tengo montones de esto —dijo.
—Ya lo veo. ¿Qué tengo que hacer para conseguirlo? Si es que me decido.
—Ahora ya me conoces ¿eh?
—Un poco más.
Tomé un sobre que se encontraba en un de mis bolsillos y leí en voz alta.
—Dravec, Anton o Tony. Trabajó como metalúrgico en Pittsburg. Más tarde como camionero. Dio un mal paso y lo pusieron a la sombra. Dejó el pueblo y partió hacia el Oeste. Trabajó en una hacienda en El Seguro. Terminó siendo el dueño. Llegó a la cumbre en tiempos del boom petrolero. Se hizo rico. Perdió bastante. Todavía le queda una buena parte. Nacido en Servia, 1,90 metros de alto, ciento treinta kilos, una hija, no se le conoce esposa. No tiene prontuario de importancia. No hay nada desde lo de Pittsburg.
Encendí la pipa.
—Mi Dios. ¿De dónde sacaste todo eso?
—Conexiones. ¿De qué se trata?
Recogió la billetera y hurgó en su interior con dos dedos, mientras se mordía los labios. Finalmente sacó una tarjeta marrón y unos papeles arrugados. Me los alcanzó.
La tarjeta estaba impresa en letras doradas, muy finas. Decía «Mr. Harold Hardwick Steiner» y en una esquina: «Libros Antiguos y Ediciones de Lujo». No llevaba dirección ni teléfono.
Los tres papeles eran simples documentos por un valor de mil dólares cada uno. Estaban firmados «Carmen Dravec». La letra era extravagante.
Se lo devolví.
—¿Chantaje?
Contestó que no con un gesto y su rostro cobró una dulce expresión que no le había visto hasta entonces.
—Es mi hijita, Carmen. Este Steiner la molesta. Ella lo sigue todo el tiempo, salen de parranda. Creo que se acuesta con él y eso no me gusta.
—¿Qué pasa con los documentos?
—No me importa el precio. Ella juega con él. Al diablo con eso. Está loca por los hombres. Dile a ese Steiner que deje a Carmen. Si no, lo estrangularé con mis propias manos.
Había hablado sin detenerse. Sus ojos se hicieron pequeños y destilaron furia. Le crujían los dientes.
—¿Por qué tengo que decírselo yo? ¿Por qué no tú?
—Quizás me enloquezca y lo mate a ese…
Aullaba.
Saqué un fósforo del bolsillo y revolví las cenizas de mi pipa. Por un instante lo observé detenidamente.
—Tú también estás asustado.
Levantó sus puños. Los sostuvo en alto, sacudiéndolos. Eran unos enormes nudos de huesos y músculos. Los hizo descender suavemente y suspiró profundamente.
—Sí. Yo también tengo miedo. No sé cómo manejarla. Siempre hay uno nuevo. Todos son un desastre. Hace un tiempo le tuve que dar cinco de los gordos a un tal Joe Marty para que la dejara. Todavía me odia por eso.
Miré por la ventana, vi como la lluvia golpeaba y bajaba por el vidrio en espesas oleadas como si fuera gelatina derretida. El otoño recién había comenzado. Era extraño que lloviera tanto.
—No lograrás nada con darles dinero. Podrías pasarte la vida haciéndolo. Y tú lo sabes. De manera que prefieres que sea un poco duro con este Steiner.
—¡Dile que le romperé la cabeza!
—Yo no me molestaría. Conozco a Steiner. Se la rompería yo si eso sirviera de algo.
Se inclinó hacia delante y me tomó con una mano. Unas lágrimas grises le flotaban en sus ojos infantiles.
—Escúchame. M’Gee dice que eres un buen tipo. Te diré algo que no le he dicho a nadie… jamás. Carmen… ella no es mi hija. Simplemente yo la recogí en Smoky… estaba en la calle… era un bebé. No tenía a nadie. Quizás la robé, ¿eh?
—Eso parece.
Tuve que forcejear para desprenderme de su mano. Me la restregué para que recobrara su sensibilidad. El hombre era capaz de partir un tubo de teléfono.
—Hablaré claro —dijo con firmeza y a la vez con dulzura—. Vengo aquí a arreglar las cosas. Ella está creciendo. La amo.
—Ajá. Bueno, eso es natural.
—No me entiendes. Quiero casarme con ella.
Lo miré fijamente.
—Entiéndeme. Ella está creciendo. Quizás quiera casarse, ¿eh?
Su voz era implorante. Me hablaba como si yo fuera capaz de decidir el asunto.
—¿Se lo has preguntado?
—Tengo miedo —contestó humildemente.
—¿Piensas que está loca por Steiner?
Asintió.
—Pero eso no quiere decir nada.
Podía creerlo. Me levanté de la cama, abrí la ventana y dejé que la lluvia me golpeara el rostro.
—Entendámonos —dije mientras bajaba la ventana y volvía a la cama—. Yo puedo quitarte a Steiner del camino. Eso es fácil. Pero no sé de qué puede servirte.
Se puso de pie, tomó su sombrero y habló mirándome a los pies.
—Hazlo. De todos modos no es su tipo.
—Pero podría molestarte después.
—No importa. Ya me arreglaré.
Se abrochó el impermeable y colocándose el sombrero en su cabeza lanuda salió de la habitación. Cerró la puerta con cuidado, como si aquél hubiera sido el cuarto de un enfermo.
Pensé que estaba más loco que una cabra. Sin embargo me era simpático.
Coloqué el dinero en un lugar seguro, me serví un trago antes de desplomarme sobre el sillón que todavía estaba tibio.
Mientras jugaba con el vaso, me pregunté qué clase de tipo sería ese Steiner. Sabía que tenía una buena colección de libros pornográficos. Y que los alquilaba a diez dólares el día. A determinadas personas.