11

A última hora de la tarde volví al hotel. El recepcionista me tendió un papelito en el que se leía: «Por favor, llame a F. D. tan pronto como sea posible».

Subí las escaleras y bebí un poco de licor que quedaba en el fondo de una botella. Luego llamé y pedí otra pinta, me afeité, me cambié de ropa y busqué el número de Frank Dorr en el listín. Vivía en una casa antigua muy bonita en Greenview Park Crescent.

Me preparé un trago largo, suave, sólo con un toquecito, y me senté en una butaca con el teléfono al lado. Primero lo cogió una doncella. Luego me pasaron a un hombre que pronunciaba el nombre de míster Dorr como si pensara que le podía estallar en la boca. Después hablé con otra voz muy sedosa. Por fin hubo un largo silencio y al final de aquel silencio se puso Frank Dorr en persona. Parecía contento de tener noticias mías.

Dijo:

—He estado pensando en nuestra conversación de esta mañana, y tengo una idea mejor. Venga a verme… Y podría traer también el dinero. Tiene el tiempo justo para sacarlo del banco.

Yo dije:

—Sí. El depósito de seguridad cierra a las seis. Pero ese dinero no es suyo.

Le oí soltar una risita.

—No diga tonterías. Está marcado y no quiero acusarle de robo.

Pensé un momento y decidí que no me lo creía, lo de que estuviera marcado. Di un trago a mi vaso y dije:

—Quizá estaría dispuesto a devolverlo a la persona que me lo entregó… en su presencia.

Él contestó:

—Bueno… la verdad es que esa persona se ha ido de la ciudad. Pero veré qué puedo hacer. Sin truquitos, por favor.

Dije que por supuesto, nada de trucos, y colgué. Me acabé la bebida, llamé a Von Ballin, del Telegram. Él dijo que la gente del sheriff no parecía tener idea alguna sobre Lou Harger, o bien le importaba un pimiento. Estaba un poco dolido por el hecho de que todavía no le dejara publicar mi historia. Por la forma que tenía de hablarme, supe que no tenía ni idea de lo que había ocurrido junto al lago Gray.

Llamé a Ohls pero no le encontré.

Me puse otra bebida, me bebí la mitad y empecé a notarme demasiado tocado. Me puse el sombrero, cambié de idea sobre la otra mitad de mi bebida y bajé al coche. El tráfico de primera hora del anochecer era intenso. Los padres de familia volvían a casa a cenar. No estaba seguro de si me seguían dos coches o sólo uno. En cualquier caso, nadie intentó cogerme y echarme una granada en el regazo.

La casa era un edificio cuadrado de dos plantas de ladrillo rojo, antiguo, con un bonito jardín, y en torno a éste un muro también de ladrillo rojo, con piedra blanca coronándolo. Una limusina negra y brillante estaba aparcada bajo la puerta cochera que había a un lado. Seguí un caminito marcado por banderolas rojas que subía atravesando dos terrazas, y un hombrecito pálido con chaqué me introdujo en un vestíbulo amplio y silencioso con muebles antiguos y oscuros y un jardín que se entreveía al final. Pasamos por aquella sala y luego por otra en ángulo recto. Luego me llevó con suavidad hacia un estudio con las paredes forradas de madera y tenuemente iluminado, a la escasa luz del anochecer. Seguidamente se fue y me dejó solo.

El extremo de la habitación lo ocupaba casi por entero una puertaventana a través de la cual aparecía un cielo color latón, detrás de una hilera de tranquilos árboles. Ante los árboles un aspersor giraba lentamente sobre un césped aterciopelado que ya se veía oscuro. En las paredes colgaban oscuros cuadros al óleo, un enorme escritorio negro con libros ocupaba el extremo más alejado. También había muchas butacas hondas y una gruesa y mullida alfombra que iba de pared a pared. Olía levemente a cigarros buenos y en el fondo un toque de flores de jardín y tierra húmeda. Se abrió la puerta y entró un hombre joven con gafas de pinza, me dirigió una inclinación de cabeza formal, miró a su alrededor vagamente y dijo que el señor Dorr llegaría al cabo de un momento. Salió de nuevo y yo encendí un cigarrillo.

Al cabo de un rato la puerta se abrió y entró Beasley, pasó a mi lado sonriente y se sentó junto a las ventanas. Luego entró Dorr y detrás de él la señorita Glenn.

Dorr llevaba en brazos a su gato negro, y dos preciosos arañazos rojos, brillantes por la aplicación de colodión, en la mejilla derecha. La señorita Glenn llevaba la misma ropa que aquella mañana. Parecía demacrada, triste y desanimada, y pasó junto a mí como si nunca me hubiese visto.

Dorr se introdujo detrás del escritorio, se sentó en una silla de respaldo alto, y colocó el gato delante de él. El gato se fue andando hasta una esquina del escritorio y empezó a chuparse el pecho con un movimiento largo y eficiente.

—Bueno, bueno. Aquí estamos —dijo Dorr, y lanzó una risita.

Entró el hombre del chaqué con una bandeja llena de cócteles, los fue pasando y dejó la bandeja con la coctelera en una mesita baja al lado de la señorita Glenn. Luego salió y cerró la puerta como si tuviera miedo de romperla.

Todos bebimos con aire solemne.

Yo dije:

—Estamos todos menos dos. Supongo que tenemos quórum.

Dorr dijo:

—¿Qué quiere decir?

Inclinó la cabeza.

—Lou Harger está en la morgue, y Canales esquivando a los polis. Todos los demás estamos aquí. Todas las partes interesadas.

La señorita Glenn hizo un movimiento brusco, luego se relajó de pronto y se agarró al brazo de su butaca.

Dorr dio dos sorbos a su cóctel, dejó el vaso y juntó sus manos pequeñas y pulcras encima de la mesa. Su cara tenía un aspecto un poco siniestro.

—El dinero —dijo, fríamente—. Me haré cargo de él ahora.

—Ni ahora ni nunca —repliqué—. No lo he traído.

Dorr me miró y se le puso la cara un poco roja. Yo miré a Beasley. Beasley tenía un cigarrillo en la boca, las manos en los bolsillos, y la cabeza apoyada en el respaldo de su silla. Parecía medio dormido.

Dorr dijo en voz baja y meditativa:

—Así que se lo queda, ¿eh?

—Sí —dije yo, muy serio—. Mientras lo tenga, estoy a salvo. Se equivocó cuando me dejó ponerle las manos encima. Sería un idiota si no me aprovechara de las ventajas que me da.

—¿A salvo? —dijo Dorr con una entonación levemente siniestra. Yo me eché a reír.

—No a salvo de que me metan en una encerrona —dije—. Aunque la última no ha salido demasiado bien… No a salvo de que me vuelvan a secuestrar con un arma. Pero eso también va a resultar más difícil, la próxima vez… Pero estoy a salvo de que me disparen por la espalda y de que usted me ponga una demanda por la pasta.

Dorr acarició al gato y me miró con el ceño fruncido.

—Aclaremos un par de cosas más importantes —exclamé—. ¿Quién va a pagar el pato por lo de Lou Harger?

—¿Por qué está tan seguro de que no va a ser usted? —preguntó Dorr, malévolo.

—Tengo una buena coartada. No sabía lo buena que era hasta que supe la exactitud con la que se podía determinar la hora de la muerte de Lou. Ahora lo tengo claro… aunque aparezca quien sea con no sé qué arma y cuente algún cuento fantasioso… Y los tipos enviados a echar por tierra mi coartada tuvieron algunos problemas.

—¿Ah, sí? —exclamó Dorr, sin emoción aparente.

—Un matón llamado Andrews y un mexicano que se hace llamar Luis Cadena. Me atrevería a decir que ha oído hablar de ellos.

—No conozco a esas personas —replicó Dorr, puntilloso.

—Entonces no le importará saber que Andrews está muerto y bien muerto, y que las autoridades tienen a Cadena.

—Pues en realidad, no —respondió Dorr—. Eran hombres de Canales. Fue Canales quien hizo asesinar a Harger.

—Así que ésa es su nueva idea. Me parece malísima —dije yo.

Me incliné hacia delante y dejé mi vaso vacío debajo de la silla. La señorita Glenn volvió la cara hacia mí y habló con gravedad, como si fuera muy importante para el futuro de la raza humana que yo creyera lo que iba a decir:

—Por supuesto… por supuesto que fue Canales quien hizo matar a Lou… Al menos, los hombres que mandó a por nosotros fueron los que mataron a Lou.

Yo asentí, educadamente.

—¿Para qué? ¿Para recuperar un dinero que no consiguieron? No le habrían matado. Se lo habrían llevado con ellos, les habrían llevado a los dos. Usted fue quien ordenó que le mataran, y el asunto del taxi era para distraerme a mí, no para engañar a los chicos de Canales.

Ella levantó la mano rápidamente. Sus ojos brillaban. Yo seguí:

—No fui muy listo, pero es que no me imaginaba una cosa tan llamativa. ¿A quién se le habría ocurrido? Canales no tenía motivo alguno para matar a Lou, si no conseguía recuperar el dinero que le había timado. Y eso suponiendo que fuera capaz de averiguar con tanta rapidez que le habían timado.

Dorr se humedecía los labios y le temblaba la papada. Nos miraba a uno y otro con los ojillos tensos. La señorita Glenn dijo sombríamente:

—Lou conocía todo este juego. Él lo planeó con Pina, el croupier. Pina necesitaba dinero para fugarse, quería mudarse a La Habana. Por supuesto, Canales se habría dado cuenta de la estafa, pero no enseguida, si yo no hubiese armado tanto escándalo. Yo fui quien hizo que mataran a Lou… pero no como usted cree.

Dejé caer un par de centímetros de ceniza del cigarrillo que había olvidado por completo.

—Está bien —dije, grave—. Fue Canales quien se lo cargó… Y supongo que ustedes dos, embaucadores, imaginan que eso es lo único que me preocupa… ¿Dónde iba a estar Lou cuando Canales averiguase que le habían estafado?

—Habría desaparecido —dijo la señorita Glenn, con un tono apagado—. Estaría muy, muy lejos. Y yo iba a ir con él.

Exclamé:

—¡Bobadas! Parece olvidar que yo sé por qué mataron a Lou.

Beasley se incorporó en su silla y movió la mano derecha con bastante delicadeza hacia su hombro izquierdo.

—¿Le molesta este listillo, jefe?

Dorr dijo:

—No, todavía no. Déjale que largue su perorata.

Yo me desplacé de modo que estaba un poco más encarado hacia Beasley. El cielo se había oscurecido, y el aspersor estaba apagado. En la habitación se fue imponiendo poco a poco una atmósfera húmeda. Dorr abrió una caja de madera de cedro, se llevó un cigarro puro a la boca y mordió la punta con sus dientes falsos. Se oyó el áspero sonido de una cerilla al rascar, luego las lentas y laboriosas chupadas al cigarro.

Dijo lentamente, entre una nube de humo:

—Olvidemos todo esto y hagamos un trato por el dinero… Manny Tinnen se ha colgado en su celda esta tarde.

La señorita Glenn se puso de pie de repente, apretando los brazos a los costados. Luego volvió a caer lentamente en la silla y se quedó inmóvil.

Yo dije:

—¿Y tuvo alguna ayuda?

Luego hice un movimiento repentino… y me detuve en seco.

Beasley me arrojó una mirada rápida, pero yo no miraba a Beasley. Había una sombra en una de las ventanas… una sombra más clara que el césped y los árboles oscuros. Se oyó un ruido seco, hueco, áspero, como una tos; se vio una leve nubecilla de humo blanco en la ventana.

Beasley se agitó, intentó ponerse en pie y luego cayó de bruces con un brazo doblado bajo su cuerpo.

Canales entró por las ventanas, pasó junto al cuerpo de Beasley, dio tres pasos más y se quedó silencioso, con un revólver largo, negro, de pequeño calibre en la mano, y en la punta el tubo más largo del silenciador que sobresalía.

—Quédense muy quietos —dijo—. Soy un excelente tirador… hasta con este cañón tan gordo.

Tenía la cara tan blanca que casi resultaba luminosa. Sus oscuros ojos eran todo iris color gris humo, sin pupilas.

—El sonido se transmite muy bien por la noche, con las ventanas abiertas —dijo, con voz monótona.

Dorr colocó ambas manos en el escritorio y empezó a dar golpecitos con ellas. El gato negro agachó mucho el cuerpo, saltó de la mesa por un extremo y se metió debajo de una silla. La señorita Glenn volvió la cara hacia Canales muy despacio, como si la moviera algún tipo de mecanismo.

Canales dijo:

—Quizá tenga algún timbre de alarma en ese escritorio. Si se abre la puerta de esta habitación, disparo. Me proporcionaría un enorme placer ver salir la sangre de su gordo cuello.

Yo moví los dedos de mi mano derecha unos centímetros en el brazo de mi sillón. El revólver con su silenciador giró en mi dirección y dejé los dedos quietos al momento. Canales sonrió brevemente bajo su bigote anguloso.

—Es usted un tipo listo —dijo—. Pensé que le había pillado. Pero hay cosas de usted que me gustan.

Yo no dije nada. Canales volvió a mirar a Dorr. Dijo, escrupuloso:

—Llevo mucho tiempo sangrado por su organización. Pero hay algo más. Anoche me estafaron una cantidad de dinero. Aunque eso también es trivial. Me buscan por la muerte de ese tal Harger. Han obligado a un hombre llamado Cadena a declarar que yo le contraté… Eso ya es demasiado.

Dorr se tambaleó, apoyó los codos con fuerza encima del escritorio, escondió la cara entre las pequeñas manos y se echó a temblar. Su cigarro humeaba en el suelo.

Canales dijo:

—Me gustaría que me devolvieran mi dinero, y me gustaría librarme de todo este follón… pero lo que más me gustaría es que me dijera algo… así podría matarle con la boca abierta y ver cómo sale la sangre de ella.

El cuerpo de Beasley se agitaba en el suelo. Sus manos se aferraron un poco a la alfombra. Dorr hacía desesperados esfuerzos por no mirarlo. Por aquel entonces Canales estaba embelesado y sumido en su discurso. Yo desplacé un poco más los dedos por el brazo de mi sillón. Pero aún me quedaba un largo recorrido.

Canales dijo:

—Pina me lo ha confesado todo. Ya lo he procurado yo. Usted mató a Harger porque era un testigo secreto contra Manny Tinnen. El fiscal del distrito mantuvo el secreto, y el tipo ese de ahí, también. Pero Harger no podía guardárselo para sí. Se lo dijo a su chica… y ella se lo dijo a usted… de modo que se arregló el crimen, de forma que arrojara todas las sospechas sobre mí, debido al móvil. Primero implicando a este tipo, y si eso no funcionaba, a mí.

Hubo un silencio. Yo quería decir algo, pero no sabía el qué. No creía que nadie más que Canales volviera a decir nada más.

Canales dijo:

—Usted hizo que Pina dejara ganar mi dinero a Harger y su chica. No fue difícil… porque yo no hago trampas en mis ruletas.

Dorr había dejado de temblar. Su rostro se levantó, blanco como la nieve, y se volvió lentamente hacia Canales. Parecía la cara de un hombre que está a punto de sufrir un ataque epiléptico. Beasley se apoyaba sobre un codo. Sus ojos estaban casi cerrados, pero un arma se levantaba poco a poco en su mano.

Canales se inclinó hacia delante y sonrió. Apretó el dedo del gatillo en el momento exacto en que el arma de Beasley empezó a agitarse y rugir.

Canales arqueó la espalda hasta que su cuerpo formó una curva rígida. Cayó muy tieso hacia delante, golpeó el borde de la mesa y quedó tirado en el suelo junto a ella, sin levantar las manos.

Beasley soltó el arma y cayó de nuevo de cara. Su cuerpo se relajó, sus dedos se agitaron convulsivamente, y luego se quedó quieto.

Yo conseguí mover las piernas, me puse de pie y le di una patada al revólver de Canales, que fue a parar debajo del escritorio, algo absurdo. Al hacer aquello vi que Canales había disparado al menos una vez, porque Frank Dorr no tenía ojo derecho.

Estaba sentado muy quieto, con la barbilla apoyada en el pecho y un toque de melancolía en el lado intacto de su cara.

Entonces se abrió la puerta de la sala y entró el secretario de las gafas de pinza, con los ojos desorbitados. Se tambaleó, retrocedió hacia la puerta y la cerró de nuevo. Oí su rápido aliento mientras atravesaba la habitación.

Jadeó:

—¿Pasa… algo malo?

En un primer momento pensé que aquello era una broma. Entonces me di cuenta de que debía de ser corto de vista, y desde donde estaba él, Frank Dorr tenía un aspecto bastante natural. El resto de la escena quizá fuese habitual para el ayudante de Dorr.

Le respondí:

—Sí… pero ya nos encargamos nosotros. Salga de aquí.

—Sí, señor —dijo, y volvió a salir.

Eso me sorprendió tanto que me quedé con la boca abierta. Recorrí la habitación y me incliné hacia el canoso Beasley. Estaba inconsciente, pero todavía tenía pulso. Sangraba lentamente por el costado.

La señorita Glenn estaba de pie y parecía casi tan aturdida como Canales unos momentos antes.

Me hablaba con rapidez, con una voz aguda:

—Yo no sabía que iban a matar a Lou, pero de todos modos, no podía haber hecho nada. Me quemaron con un fuego al rojo… sólo para que tuviera una idea de lo que podían hacer… ¡Mire!

Miré. Se abrió el vestido por delante y vi una quemadura espantosa entre los dos pechos.

Dije:

—Está bien, hermana. Eso que le hicieron fue muy feo. Pero ahora mismo necesitamos a las autoridades aquí y una ambulancia para Beasley.

Pasé junto a ella, me dirigí al teléfono y me quité de encima la mano que me agarraba. Ella siguió hablando a mis espaldas con una voz aguda, desesperada.

—Pensaba que simplemente iban a apartar a Lou de en medio hasta después del juicio. Pero le arrastraron fuera del taxi y le dispararon sin decir palabra. Luego el más bajito se llevó el taxi a la ciudad y el grandote me llevó a las colinas, a una cabaña. Dorr estaba allí. Me dijo cómo había que embaucarle a usted. Me prometió el dinero si lo hacía, y la tortura hasta la muerte si les delataba.

Se me ocurrió que estaba dando la espalda a demasiada gente. Me di la vuelta, con el teléfono en la mano, todavía con el auricular colgado, y dejé la pistola en el escritorio.

—¡Escuche! Por favor, deme una oportunidad —dijo ella, como loca—. Dorr lo planeó todo con Pina, el croupier. Pina era de la banda que llevó a Shannon adonde le mataron. Yo no…

Dije:

—Desde luego, de acuerdo. Tranquila.

La habitación, toda la casa parecía muy pacífica, como si un montón de gente estuviera escuchando agazapada junto a la puerta.

—No era mala idea —dije, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Lou no era más que una ficha de poco valor para Frank Dorr. Según su plan, nos incapacitaba a ambos como testigos. Pero era demasiado complicado y necesitaba demasiada gente. Ese tipo de cosas siempre acaban estallándote en la cara.

—Lou iba a salir del estado —dijo ella, agarrándose el vestido—. Estaba asustado. Pensaba que el asunto de la ruleta era una especie de soborno para él.

—Sí —dije.

Levanté el auricular y pregunté por la comisaría de policía.

Se abrió de nuevo la puerta de la habitación y de repente apareció el secretario con un arma. Un chófer uniformado se encontraba tras él, con otra arma. Dije muy alto, por el teléfono:

—Estoy en casa de Frank Dorr. Ha habido un asesinato.

El secretario y el chófer volvieron a salir. Oí carreras por el vestíbulo. Colgué el teléfono, llamé a la oficina del Telegram y pregunté por Von Ballin. Cuando me pasaron vi que la señorita Glenn había salido por la puerta ventana hacia el jardín oscuro.

No la perseguí. No me importaba que se fuera.

Intenté hablar con Ohls, pero me dijeron que todavía estaba en Solano. Y por aquel entonces la noche ya estaba llena de sirenas.

Tuve algunos problemas, pero no demasiados. Fenweather ganó mucho peso. No toda la historia se hizo pública, pero sí lo suficiente para que los chicos del ayuntamiento, con sus trajes de doscientos dólares tuvieran que esconder la cara durante algún tiempo.

Cogieron a Pina en Salt Lake City. Cantó e implicó a otros cuatro de la banda de Manny Tinnen. Dos de ellos acabaron muriendo al resistirse al arresto, y los otros dos fueron condenados a cadena perpetua sin condicional.

La señorita Glenn consiguió huir y jamás se supo de ella. Creo que eso es todo, excepto que tuve que devolver los veintidós de los grandes a la Administración Pública. Dejaron que me quedara unos honorarios de doscientos nueve dólares y unas dietas de noventa céntimos. A veces me pregunto qué harían con el resto.