Al cabo de veinte minutos estábamos al pie de las colinas. Pasamos por un cerro escarpado, bajamos por una larga cinta blanca de hormigón, cruzamos un puente, subimos hasta la mitad de la colina siguiente y luego dimos la vuelta por una carretera de grava que desaparecía en torno a un repecho con chaparros y manzanitas. Unos penachos de paja brava se agitaban en las laderas de aquella colina, como chorros de agua. Las ruedas crujían en la grava y derrapaban en las curvas.
Llegamos a una cabaña de monte con un amplio porche y unos cimientos de grandes losas unidas con cemento. Las aspas de un generador daban vueltas lentamente en la cima de un espolón, a treinta metros por encima de la cabaña. Un arrendajo azul de las montañas atravesó la carretera como un rayo, se elevó de pronto, giró en un ángulo agudo y cayó fuera de la vista como una piedra.
El hombre canoso llevó el coche hasta el porche, junto a un cupé Lincoln marrón, apagó el motor y tiró del largo freno de mano del Marmon. Sacó las llaves, cerró con cuidado el llavero de piel que las guardaba y se lo metió en el bolsillo.
El hombre que iba en el asiento trasero salió y abrió la portezuela de mi lado. Llevaba una pistola en la mano. Yo salí. El canoso también. Todos entramos en la casa.
Había una habitación grande con las paredes de pino nudoso, muy bien pulido. La atravesamos, pasando sobre unas alfombras indias, y el hombre canoso llamó con cuidado a una puerta.
Una voz exclamó:
—¿Qué hay?
El canoso acercó mucho la cara a la puerta y dijo:
—Beasley… y el tipo con el que quería hablar.
La voz del interior dijo «adelante». Beasley abrió la puerta, me empujó al interior y cerró detrás de mí.
Aquélla era otra habitación grande, con las paredes también de pino nudoso y alfombras indias en el suelo. Un fuego de madera recuperada siseaba y crepitaba en un hogar de piedra.
El hombre que se encontraba sentado detrás de un sobrio escritorio era Frank Dorr, el político.
Era ese tipo de hombre a quien le gusta tener un escritorio delante, apoyaba su grueso estómago en él y jugueteaba con las cosas que tenía encima, con aire astuto. Tenía la cara gruesa, turbia, una franja fina de pelo blanco que sobresalía algo tieso, los ojos pequeños y agudos y unas manos menudas y delicadas.
Por lo que podía ver iba vestido con un traje gris bastante desaliñado, y tenía un enorme gato negro persa en el escritorio, ante él. Iba rascando la cabeza del gato con una de sus manos pequeñas y pulcras, y el gato se apoyaba en aquella mano. El rabo, movible, se agitaba por encima del borde del escritorio y volvía a caer.
—Siéntese —dijo el hombre, sin apartar la mirada del gato.
Me senté en una silla de cuero con el asiento muy bajo. Dorr dijo:
—¿Qué le parece todo esto? Es bonito, ¿verdad? Éste es Toby, mi novia. La única novia que tengo. ¿Verdad, Toby?
Yo dije:
—Sí, me gusta mucho este sitio… pero no me gusta nada la forma en que he llegado aquí.
Dorr levantó la cabeza unos centímetros y me miró con la boca ligeramente abierta. Tenía los dientes bonitos, pero no habían crecido en su boca. Dijo:
—Soy un hombre ocupado, hermano. Era más sencillo que discutir. ¿Quiere un trago?
—Claro que quiero un trago —dije.
El hombre apretó suavemente la cabeza del gato entre las palmas de sus manos, luego lo apartó de él y apoyó ambas manos en los brazos de su sillón. Empujó fuerte y la cara se le puso un poco roja, y al final consiguió ponerse en pie. Andando como un pato se dirigió hacia un pequeño armario empotrado y sacó una botella achaparrada de whisky y dos vasitos con vetas doradas.
—No hay hielo hoy —dijo, mientras volvía anadeando al escritorio—. Tendremos que beberlo solo.
Sirvió dos vasos, hizo un gesto y yo me acerqué y cogí el mío. Él volvió a sentarse. Yo también me senté con mi bebida. Dorr encendió un largo cigarro marrón, empujó la caja cinco centímetros en mi dirección, se arrellanó en su sillón y me miró completamente relajado.
—Usted es el hombre que delató a Manny Tinnen —dijo—. Eso no está bien.
Yo bebí un poquito de whisky. Era bastante bueno.
—A veces la vida se complica —siguió Dorr, con la misma voz tranquila y relajada—. La política, aunque resulta muy divertida, ataca los nervios. Usted ya me conoce. Soy duro, y consigo todo lo que quiero. Hay muchísimas cosas, un montón, que no quiero, pero las que quiero… las quiero de verdad. Y la verdad es que no me importa demasiado cómo conseguirlas.
—Tiene usted esa reputación —dije, educadamente.
Los ojos de Dorr chispearon. Miró al gato, lo atrajo hacia él tirando de la cola, le dio la vuelta de lado y empezó a acariciarle el estómago. Al gato parecía que le gustaba.
Dorr me miró y me dijo, con un tono muy dulce:
—Usted se cargó a Lou Harger.
—¿Qué le hace pensar tal cosa? —pregunté, sin poner un énfasis particular.
—Usted mató a Lou Harger. Igual se lo merecía… pero fue usted quien lo hizo. Le dispararon una vez atravesándole el corazón, con una treinta y ocho. Usted lleva una treinta y ocho, y se dice que es buen tirador. Estaba con Lou Harger en Las Olindas anoche y le vio ganar un montón de dinero. Se suponía que iba a hacerle de guardaespaldas, pero se le ocurrió una idea mejor. Los alcanzó a él y a esa chica en West Cimarron, le dio a Harger lo suyo y cogió el dinero.
Me acabé el whisky, me levanté y me serví un poco más.
—Hizo un trato con la chica —siguió Dorr—, pero el trato no funcionó. A ella se le ocurrió una idea mejor. Pero no importa, porque la policía encontró su pistola junto a Harger. Y usted tiene la pasta.
Yo dije:
—¿Estoy en busca y captura, pues?
—No, hasta que yo dé la orden… Y el arma no ha sido entregada… Tengo un montón de amigos, ya sabe.
Dije, lentamente:
—Me dejaron inconsciente cuando salí del antro de Canales. Me estuvo bien empleado. Me quitaron el arma. No perseguí a Harger, en realidad no volví a verle. La chica ha venido esta mañana a verme con el dinero en un sobre y contándome que habían matado a Harger en su apartamento. Y por eso tengo el dinero… para ponerlo a buen recaudo. Yo no estaba muy seguro de que lo que contaba la chica fuese cierto, pero el hecho de que trajera el dinero ha inclinado bastante la balanza. Y Harger era amigo mío. Así que he empezado a investigar.
—Tendría que haber dejado que lo hiciera la policía —dijo Dorr, sonriendo.
—Existía la posibilidad de que hubieran tendido una trampa a la chica. Además, también existía la posibilidad de que pudiera ganarme unos cuantos dólares… legítimamente. Algunas veces ha ocurrido, hasta en San Angelo.
Dorr blandió un dedo ante la cara del gato y éste lo mordió, con expresión ausente. Luego se apartó de él, se sentó en una esquina del escritorio y empezó a chuparse un dedo de la pata posterior.
—Veintidós de los grandes, y la chica se lo pasa a usted para que lo guarde —dijo Dorr—. Qué encanto la chica, ¿no? Usted tenía la pasta, Harger fue asesinado con su arma. La chica ha desaparecido… pero yo podría traerla otra vez. Creo que sería un buen testigo, si lo necesitamos.
—¿Estaba trucado el juego en Las Olindas? —pregunté.
Dorr se acabó la bebida y apretó los labios de nuevo en torno al cigarro.
—Claro —dijo, despreocupadamente—. El croupier, un tipo que se llama Pina, estaba en el ajo. La ruleta estaba cableada para el doble cero. El viejo truco de siempre. Un botón de cobre en el suelo, un botón de cobre en la suela del zapato de Pina, el cable que sube por su pierna, unas pilas en el bolsillo lateral… Lo de siempre.
Dije:
—Canales no parecía saberlo.
Dorr echó una risita.
—Sabía perfectamente que la ruleta estaba amañada. Lo que no sabía es que su jefe de croupiers trabajaba para el equipo contrario.
—Me resultaría odioso ser Pina —dije.
Dorr hizo un movimiento displicente con su cigarro.
—Ya se han encargado de él… El juego fue cuidadoso y tranquilo. No hacían grandes apuestas caprichosas, sólo apuestas medianas, y no siempre ganaban. No podían. Ninguna ruleta trucada es tan buena.
Yo me encogí de hombros y me moví en mi silla.
—Sabe usted mucho del asunto. ¿Todo esto ha sido para ajustar cuentas conmigo?
Él sonrió.
—¡No, demonios! Algunas cosas, sencillamente, han ocurrido… como ocurre con todos los planes, incluso con los mejores. —Agitó su cigarro, y un hilo de humo gris se elevó formando volutas ante sus astutos ojillos. Se oía el sonido apagado de una conversación en la sala exterior—. Tengo contactos a los que debo complacer… aunque no me guste lo que se traen entre manos —añadió, con sencillez.
—¿Como Manny Tinnen? —pregunté—. Iba mucho por el ayuntamiento, sabía demasiado. Bien, míster Dorr. ¿Qué está pensando que haga por usted? ¿Que me suicide?
Él se echó a reír. Sus gordos hombros se agitaron alegremente. Levantó una de sus diminutas manos en dirección a mí.
—No se me ocurriría nada semejante —dijo, secamente—, y lo contrario es mejor negocio para mí. La opinión pública está pendiente de la muerte de Shannon. No estoy seguro de que ese piojo de fiscal del distrito no sea capaz de condenar a Tinnen sin usted… si consigue venderle a la gente que alguien le ha quitado de en medio para cerrarle la boca.
Me levanté de mi silla, me adelanté y me apoyé en el escritorio, acercándome a Dorr.
Éste exclamó con una voz un poco aguda, jadeando:
—¡No haga tonterías!
Llevó la mano a un cajón y lo abrió a medias. Los movimientos de sus manos eran muy rápidos, en contraste con los de su cuerpo.
Yo sonreí mirando su mano, y él la retiró del cajón. Vi un arma dentro de aquel cajón. Dije:
—Ya he hablado con el jurado de la acusación.
Dorr se echó hacia atrás y me sonrió.
—La gente comete errores —dijo—. Hasta los detectives privados más listos… Ha podido usted cambiar de opinión… y ponerlo por escrito.
Yo respondí con calma.
—No. Me acusarían de cometer perjurio, y me las cargaría. Preferiría que me acusaran de asesinato… con ese muerto sí que puedo cargar. Fenweather, sobre todo, querrá que cargue. No quiere inutilizarme como testigo. El caso Tinnen es demasiado importante para él.
Dorr dijo, con voz neutra:
—Entonces tendrá que cargar con ese mochuelo, hermano. Y después de que le echen toda la mierda encima, le quedarán las manos tan sucias que ningún jurado condenará a Manny basándose sólo en su palabra.
Levanté la mano despacio y acaricié la oreja del gato.
—¿Y qué hay de los veintidós de los grandes?
—Podrían ser todos suyos, si quiere entrar en el juego. Después de todo, el dinero no es mío… Si Manny sale libre, yo podría añadir un poco más de mi dinero.
Hice cosquillas al gato debajo de la barbilla y empezó a ronronear. Lo recogí y lo sostuve suavemente en brazos.
—¿Quién mató a Lou Harger, Dorr? —pregunté, sin mirarlo.
Él negó con la cabeza. Yo le miré, sonriente.
—Tiene usted un gato muy bonito —dije.
Dorr se humedeció los labios.
—Parece que usted le gusta a ese hijo de puta —sonrió.
Parecía complacido con la idea.
Yo asentí… y le arrojé el gato a la cara.
Él chilló, pero levantó las manos para recibir al gato. El gato se retorció con agilidad en el aire y aterrizó con las garras delanteras en guardia. Una de ellas abrió la mejilla de Dorr como si fuera la piel de un plátano. El hombre chilló muy fuerte.
Yo ya había sacado la pistola del cajón y tenía la boca del cañón apoyada en la nuca de Dorr cuando Beasley y el hombre de la cara cuadrada entraron corriendo.
Durante un instante aquello pareció una escena muda. Luego el gato se desprendió de los brazos de Dorr, saltó al suelo y se metió bajo el escritorio. Beasley levantó su pistola de cañón chato, pero no parecía que estuviera muy seguro de lo que iba a hacer con ella.
Yo apreté el cañón de mi arma muy fuerte contra la nuca de Dorr y dije:
—Frankie la ha conseguido primero, chicos… Y no es broma.
Dorr gruñó, delante de mí.
—Tranquilos —murmuró a sus matones. Se sacó un pañuelo del bolsillo del pecho y se limpió con él la sangre de la mejilla abierta. El hombre de la boca torcida empezó a deslizarse pegado a la pared.
Yo le dije:
—Ni se le ocurra. Estoy disfrutando de todo esto, pero no soy tonto. Así que clave los tacones ahora mismo.
El hombre de la boca torcida dejó de desplazarse y me dirigió una mirada hosca. Llevaba las manos bajas.
Dorr se volvió a medias e intentó hablarme por encima de su hombro. No veía su cara lo suficiente para captar su expresión, pero no parecía asustado. Dijo:
—Con esto no conseguirá nada. Podría haber hecho que le dejaran fuera de combate con facilidad, si hubiera querido. Y ahora, ¿en qué situación se encuentra? No puede disparar a todo el mundo sin meterse en un lío mucho mayor que lo que le pedía que hiciera. A mí me parece un callejón sin salida.
Pensé un momento mientras Beasley me miraba casi con amabilidad, como si todo aquello no fuese más que pura rutina para él. En cuanto al otro hombre, no tenía nada de amable. Agucé el oído, pero el resto de la casa parecía bastante silenciosa.
Dorr se echó hacia delante apartándose de la pistola y dijo:
—¿Bien…?
Yo respondí:
—Voy a salir. Tengo una pistola, y supongo que puedo cargarme a todo el mundo con ella, si no me queda más remedio. En realidad no quiero hacerlo, y si hace que Beasley me arroje mis llaves y que el otro deje de apuntarme con su pistola, me olvidaré del secuestro.
Dorr movió los brazos como si empezara a encogerse de hombros perezosamente.
—¿Y luego qué?
—Piense un poco mejor su plan —dije—. Si me diera una protección suficiente, yo podría ponerme de su parte… Y si es tan duro como cree, unas cuantas horas darán lo mismo, en un sentido u otro.
—Es una idea —dijo Dorr, y soltó una risita. Luego dijo a Beasley—: Guárdate ese chisme y dale las llaves. Y también su pistola… la que le has quitado hoy.
Beasley suspiró y se metió con mucho cuidado la mano en los pantalones. Me arrojó el llavero de cuero desde el otro lado de la habitación, hacia el final del escritorio. El hombre de la boca torcida levantó la mano, la metió en el bolsillo interior de su chaqueta y yo, mientras tanto, me escondí detrás de la espalda de Dorr. Sacó mi pistola, la dejó en el suelo y la apartó con el pie.
Yo salí de detrás de Dorr, cogí mis llaves y la pistola del suelo, y me desplacé lateralmente hacia la puerta de la habitación. Dorr me miraba con una expresión vacía, que no significaba nada. Beasley me siguió y se apartó de la puerta al acercarme yo. Al otro hombre le costaba muchísimo estarse quieto.
Fui a la puerta y le di la vuelta a una llave que estaba puesta. Dorr dijo, en tono soñador:
—Es usted como una de esas pelotitas de goma que van al final de un elástico. Cuanto más lejos las tiras, con más fuerza rebotan.
—El elástico quizá está un poco podrido —dije, y salí por la puerta, la cerré con llave y me preparé para unos disparos que no llegaron.
Como farol, el mío era más endeble que el oro de un anillo de boda de fin de semana. Funcionó porque Dorr lo permitió, nada más.
Salí de la casa, puse en marcha el Marmon y se echó a andar a regañadientes, derrapando por el repecho de la colina y luego por la carretera abajo. No se oían sonidos de persecución detrás de mí.
Cuando llegué al puente de la carretera de hormigón eran un poco más de las dos, y fui conduciendo con una sola mano durante un rato, mientras me secaba el sudor de la nuca.