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El Hobart Arms era un edificio de apartamentos situado en una manzana con otros edificios similares. Tenía seis pisos de alto y la fachada color beis. Se veían muchos coches aparcados junto a ambas aceras, a lo largo de toda la manzana. Pasé con el coche despacio, examinando la situación. Aquel barrio no parecía haberse visto alterado por nada en un pasado inmediato. Tenía un aspecto pacífico y soleado, y los coches aparcados parecían seguros, como si estuvieran a gusto, en su casa.

Di la vuelta por una calle vallada con tablas a ambos lados y con un montón de endebles garajes que interrumpían la valla. Aparqué junto a uno que tenía un letrero de «Se alquila» y pasé entre dos cubos de basura al patio de cemento del Hobart Arms, en la parte lateral de la calle. Un hombre estaba metiendo unos palos de golf en el maletero de un cupé. En el vestíbulo, un filipino pasaba el aspirador por la alfombra y una judía de piel oscura escribía ante la centralita.

Subí en el ascensor y recorrí un pasillo hasta la última puerta de la izquierda. Llamé, esperé, volví a llamar y entré con la llave de la señorita Glenn.

No había ningún muerto en el suelo.

Me miré en el espejo que había detrás de una cama plegable, atravesé la habitación y miré por una ventana. Debajo de ésta se encontraba un antepecho que en tiempos había sido un remate. Corría a lo largo de la salida de incendios. Hasta un ciego podía haber salido por allí. No vi ningún tipo de huellas de pies en el polvo.

Tampoco vi nada en el comedor ni en la cocina, salvo lo habitual. En la habitación había una alegre alfombra y tenía las paredes pintadas de gris. En el rincón, en torno a una papelera, había mucha basura tirada, y un peine del tocador todavía conservaba algunos cabellos pelirrojos. Los armarios no contenían otra cosa que algunas botellas de ginebra.

Volví al salón, miré detrás de la cama plegable, remoloneé por allí un minuto y luego salí del apartamento.

El filipino del vestíbulo había avanzado tres metros con el aspirador. Me apoyé en el mostrador junto a la centralita.

—¿La señorita Glenn?

La judía de piel oscura dijo:

—Cinco dos cuatro —y puso una marca de comprobación en una lista de lavandería.

—No está. ¿Ha estado por aquí hace poco?

Levantó la vista y me miró.

—No me he fijado. ¿Qué pasa… alguna factura?

Dije que era sólo un amigo, le di las gracias y me fui. Quedaba demostrado el hecho de que no había habido jaleo en el apartamento de la señorita Glenn. Volví al callejón y al Marmon.

De todos modos no me había creído mucho lo que me contó la señorita Glenn.

Crucé Cordova, avancé una manzana más y me detuve junto a un drugstore olvidado que dormía detrás de dos falsos pimenteros gigantes y un escaparate polvoriento y atestado. Había una solitaria cabina de teléfonos en un rincón. Un viejo arrastró los pies hacia mí, esperanzado, y luego se alejó cuando vio lo que quería, se bajó las gafas de metal hasta la punta de la nariz y se volvió a sentar con su periódico.

Metí la moneda, marqué, y una voz de muchacha dijo:

—¡Telegraaama! —arrastrando un poquito las palabras.

Pregunté por Von Ballin.

Cuando me pusieron, y él supo quién era, le oí aclararse la garganta. Luego se acercó más al teléfono y dijo, con claridad:

—Tengo algo para usted, pero es malo. Lo siento muchísimo. Su amigo Harger está en la morgue. Nos hemos enterado hace diez minutos.

Me apoyé en la pared de la cabina y noté de pronto los ojos muy cansados. Dije:

—¿Y qué más sabe?

—Un par de polis con el radiopatrulla le encontraron en un jardín, en West Cimarron. Le habían disparado en el corazón. Ocurrió anoche, pero no sé por qué motivo acaban de hacer pública la identificación ahora mismo.

Yo dije:

—¿West Cimarron? Bueno, habrá que ocuparse de eso. Ya nos veremos.

Le di las gracias y colgué. Me quedé un momento mirando a través del cristal a un hombre de mediana edad, canoso, que había entrado en la tienda y andaba husmeando por el expositor de las revistas.

Luego metí otra moneda y marqué el teléfono del Lorraine, y pregunté por el recepcionista.

Le dije:

—¿Puedes hacer que tu chica me pase con la pelirroja, Jim?

Saqué un cigarrillo y lo encendí, exhalé el humo al cristal de la puerta. El humo se aplastó contra el cristal y formó remolinos en aquel aire cerrado. Luego se oyó un clic y la voz de la operadora dijo: «lo siento, no responden».

—Ponme con Jim otra vez —dije. Luego, cuando él respondió—: ¿Podrías perder un momento, subir y ver por qué no contesta al teléfono? A lo mejor es que no se fía…

Jim contestó:

—Desde luego. Enseguida voy arriba con una llave.

El sudor brotaba de todo mi cuerpo, dejé el auricular apoyado en un pequeño estante y abrí la puerta de la cabina. El hombre canoso levantó la vista rápidamente desde las revistas, frunció el ceño y se miró el reloj de pulsera. El humo salió de la cabina. Al cabo de un momento volví a cerrar la puerta con el pie y recogí de nuevo el receptor.

La voz de Jim parecía venir desde muy lejos.

—No está. Quizá haya salido a dar un paseo.

Yo dije:

—Sí… o quizá una vueltecita en coche.

Colgué y salí de la cabina. El desconocido canoso dejó una revista de golpe, tan fuerte que se cayó al suelo. Se agachó a recogerla y yo pasé por su lado. Él se enderezó justo detrás de mí y dijo con voz tranquila pero firme:

—Las manos bajas, y tranquilo. Sal hacia tu cacharro. Esto son negocios. Por el rabillo del ojo veía al viejo mirándonos, medio cegato. Pero aunque consiguiera distinguirnos a aquella distancia, no había nada que ver. Algo se apoyó en mi espalda. Quizá fuese un dedo, pero me pareció que no era así. Salimos de la tienda con total tranquilidad.

Un coche largo y gris estaba aparcado junto al Marmon. La portezuela trasera estaba abierta y un hombre con la cara cuadrada y la boca torcida estaba de pie, con un pie apoyado en el estribo. La mano derecha la tenía detrás del cuerpo, metida en el coche.

El hombre que iba conmigo dijo:

—Métete en tu coche y ve hacia el oeste. Coge la primera esquina y avanza a cuarenta por hora, no más.

La calle estrecha estaba soleada y tranquila, y los falsos pimenteros susurraban. El tráfico corría por Cordova, a sólo una manzana de distancia. Me encogí de hombros, abrí la portezuela de mi coche y me metí tras el volante. El hombre canoso entró rápidamente a mi lado, sin perder de vista mis manos. Movió la mano derecha, en la que llevaba una pistola de cañón chato.

—Cuidado cuando saques las llaves, amigo.

Tuve cuidado. Cuando di el contacto, se cerró otra puerta de coche detrás, luego se oyeron unos pasos rápidos y alguien se metió en el asiento de atrás del Marmon. Metí el embrague y avancé doblando la esquina. En el retrovisor veía que el coche gris también daba la vuelta, detrás. Luego se quedó un poco rezagado.

Me dirigí hacia el oeste por una calle paralela a Cordova y, cuando hubimos recorrido una manzana y media, una mano se apoyó en mi hombro desde atrás y me quitó la pistola. El hombre canoso apoyó su chato revólver en su pierna y me palpó cuidadosamente con la mano libre. Se echó atrás, satisfecho.

—Bien. Ahora ve a la calle principal y cógela —dijo—. Pero no intentes rozar un coche patrulla, si ves alguno… O si crees que puedes hacerlo, inténtalo y verás.

Hice los dos giros, aceleré a sesenta por hora y me mantuve ahí. Atravesamos algunos distritos residenciales bastante bonitos, y luego el paisaje empezó a ser menos poblado. Cuando ya estaba bastante solitario, el coche gris que nos seguía se quedó atrás, se volvió hacia la ciudad y desapareció.

—¿Por qué me habéis cogido? —pregunté.

El hombre canoso se echó a reír y se frotó la amplia barbilla roja.

—Sólo son negocios. El gran jefe quiere hablar contigo.

—¿Canales?

—¡Qué Canales ni qué mierda! He dicho el gran jefe.

Miré al tráfico, el que había allí a lo lejos, y no hablé durante unos minutos. Luego dije:

—¿Por qué no me habéis cogido en el apartamento, o en el callejón?

—Queríamos asegurarnos de que no estabas cubierto.

—¿Quién es ese gran jefe?

—Olvídate de eso… hasta que te llevemos allí. ¿Algo más?

—Sí. ¿Puedo fumar?

Sujetó el volante mientras yo encendía un cigarrillo. El hombre del asiento de atrás no había dicho ni una sola palabra en todo aquel tiempo. Al cabo de un rato, el hombre canoso hizo que me levantara y me cambiara de lado, y condujo él.

—Yo tenía un coche de éstos hace seis años, cuando era pobre —exclamó, jovialmente.

No se me ocurría ninguna buena respuesta para aquello, de modo que me limité a dejar que el humo penetrase en mis pulmones y me pregunté por qué los asesinos no se habían quedado con el dinero, si habían matado a Lou en West Cimarron. Y si realmente había muerto en el apartamento de la señorita Glenn, ¿por qué alguien se había tomado la molestia de llevarle nada menos que hasta West Cimarron?