5

Abrí la otra puerta, ella entró y se sentó en la misma silla donde Lou había estado sentado la tarde anterior. Abrí algunas ventanas, cerré la puerta exterior de la salita de recepción, y saqué una cerilla para encender el cigarrillo que ella sujetaba en la mano izquierda, sin guante ni anillo alguno.

Iba vestida con una blusa y una falda de cuadros, con un abrigo suelto por encima, y un sombrero ajustado lo bastante pasado de moda como para sugerir una racha de mala suerte. Pero le ocultaba casi todo el cabello. Su piel no llevaba maquillaje alguno, parecía tener unos treinta años y su rostro tenía el aspecto huraño de alguien que está exhausto.

Sujetaba el cigarrillo con una mano casi demasiado firme, una mano en guardia. Yo me senté y esperé a que ella hablase.

Ella miraba la pared que estaba por encima de mi cara y no decía nada. Al cabo de un rato, llené mi pipa y fumé durante un minuto, más o menos. Luego me levanté y fui hacia la puerta que comunicaba con el vestíbulo, y recogí un par de cartas que alguien había echado a través de la ranura.

Me volví a sentar ante el escritorio, eché una ojeada a las cartas, leí una de ellas un par de veces, como si hubiera estado solo. Mientras hacía todo eso no la miraba directamente ni le hablaba, pero de todos modos la seguía vigilando. Ella parecía una dama que se arma de valor para acometer algo.

Finalmente hizo un movimiento. Abrió un bolso grande y negro de piel que llevaba y sacó un grueso sobre marrón, quitó una goma elástica que lo sujetaba y lo dejó reposar en las palmas de ambas manos, con la cabeza algo echada hacia atrás y el cigarrillo chorreando humo gris desde la comisura de su boca.

Dijo muy despacio:

—Lou decía que si alguna vez me pillaba la lluvia, tenía que venir a verle. Y ahora llueve muy fuerte donde yo estoy.

Miré el sobre marrón.

—Lou es un buen amigo mío —dije yo—. Haría cualquier cosa razonable por él. E incluso algunas cosas poco razonables… como lo de anoche. Eso no significa que Lou y yo siempre juguemos al mismo juego.

Ella aplastó el cigarrillo en el cuenco de cristal del cenicero y dejó que fuera humeando. Una llama oscura ardió súbitamente en sus ojos, y luego se extinguió.

—Lou ha muerto —dijo con voz inexpresiva.

Yo cogí un lápiz y apreté con él el extremo ardiente del cigarrillo hasta que dejó de humear.

Ella siguió hablando:

—Un par de chicos de Canales se lo cargaron en mi piso… con un disparo de un arma pequeña que parecía la mía. La mía había desaparecido cuando la busqué después. Me he pasado la noche entera con él allí, muerto… Tenía que hacerlo.

De repente se derrumbó. Puso los ojos en blanco, se le cayó la cabeza y golpeó el escritorio. Se quedó quieta, con el sobre marrón delante de las manos fláccidas.

Abrí un cajón y saqué una botellita y un vaso, vertí un poco de licor fuerte y di la vuelta con el vasito, y la incorporé en la silla. Apoyé el borde del vaso con fuerza en sus labios… con una fuerza tal que hacía daño. Ella luchó y tragó. Parte del licor le cayó por la barbilla, pero la vida volvió a sus ojos.

Dejé el whisky delante de ella y me volví a sentar. La solapa del sobre se había abierto lo suficiente para ver que dentro había dinero en efectivo, fajos y más fajos.

Ella empezó a hablar con voz ausente.

—Le pedimos al cajero que nos diera billetes grandes, pero de todos modos abulta mucho. Hay veintidós mil justos en el sobre. Me he guardado unos cuantos cientos que sobraban. Lou estaba preocupado. Se imaginaba que sería muy fácil para Canales ir a por nosotros. Aunque usted hubiese estado justo detrás de nosotros, no habría sido capaz de hacer gran cosa.

Yo dije:

—Canales perdió el dinero a plena vista de todo el que estaba allí. Fue una buena publicidad… aunque duela reconocerlo.

Ella siguió hablando, como si yo no hubiese dicho nada.

—Yendo por la ciudad vimos a un taxista que estaba sentado en su taxi aparcado, y Lou tuvo una idea. Le ofreció al chico un billete de los grandes para llevarnos el taxi a San Angelo y que él devolviera el Buick al hotel al cabo de un rato. El chico accedió y fuimos a otra calle e hicimos el cambio. Sentimos tener que abandonarle a usted, pero Lou dijo que no le importaría. Y que quizá tuviéramos la oportunidad de recogerle.

»Lou no fue a su hotel. Cogimos otro taxi y nos fuimos a mi casa. Vivo en el Hobart Arms, en el número 800 de South Minter. Allí no te hacen preguntas en recepción. Subimos a mi apartamento, encendimos la luz y aparecieron dos individuos con caretas detrás de la pared que separa el salón y el comedor. Uno era bajito y delgado, y el otro era un hombre grandote con una barbilla que sobresalía debajo de la careta como una repisa. Lou hizo un movimiento en falso y el hombre alto le disparó una sola vez. El disparo sonó apagado, no muy fuerte, y Lou cayó al suelo y ya no se movió.

Yo dije:

—Debían de ser los que me engañaron como a un chino. Todavía no le he contado eso.

Ella tampoco pareció oír aquella historia. Tenía la cara muy blanca y serena, pero tan inexpresiva como si fuera de yeso.

—Quizá sería mejor que tomara otro dedito —dijo.

Serví unos tragos para los dos y nos los bebimos. Ella siguió:

—Fueron a por nosotros, pero nosotros ya no teníamos el dinero. Nos habíamos parado en un drugstore abierto toda la noche y habíamos hecho que pesaran el paquete y lo habíamos enviado por correo en una estafeta. Registraron todo el apartamento, pero claro, nosotros acabábamos de llegar y no habíamos tenido tiempo de esconder nada. El tipo alto me dio un puñetazo y cuando me desperté, habían desaparecido y estaba allí sola con Lou muerto en el suelo.

Señaló una marca que tenía en la mandíbula. Se veía algo, pero no se notaba demasiado. Me removí un poco en la silla y dije:

—Les adelantaron al dirigirse hacia allí. Si hubieran sido listos, habrían inspeccionado a un taxi parado en aquella calle. ¿Cómo sabían adónde ir?

—He pensado en ello durante la noche —dijo la señorita Glenn—. Canales sabe dónde vivo. Me siguió a casa una vez e intentó que le dejara subir.

—Sí —afirmé—, pero ¿por qué fueron a su casa, y cómo consiguieron entrar?

—Eso no es difícil. Hay una cornisa justo debajo de las ventanas, y se puede subir a ella desde la escalera de incendios. Probablemente tenían otros tipos cubriendo el hotel de Lou. Pensamos en esa posibilidad, pero no se nos ocurrió que conocieran mi casa.

—Cuénteme el resto —dije.

—El dinero me lo envié a mí misma —explicó la señorita Glenn—. Lou era un chico estupendo, pero una chica tiene que protegerse… Por eso he tenido que quedarme allí toda la noche, con Lou muerto en el suelo. Hasta que ha llegado el correo. Entonces he venido directa aquí.

Me levanté y miré por la ventana. Una chica gorda aporreaba una máquina de escribir al otro lado del patio. Oía el tecleo. Me volví a sentar, mirándome el pulgar.

—¿Pusieron su arma allí? —pregunté.

—No, a menos que esté debajo del cuerpo. Ahí no miré.

—La dejaron ir con demasiada facilidad. Quizá no fuese Canales, ni mucho menos. ¿Lou le contó muchas cosas?

Ella meneó negativamente la cabeza. Sus ojos eran ahora de un azul pizarra, y pensativos, sin aquella mirada neutra.

—Está bien —dije—. ¿Qué quería que hiciese yo con todo esto?

Ella entrecerró un poco los ojos, luego levantó una mano y empujó el abultado sobre lentamente por encima del escritorio.

—No soy ninguna ingenua y estoy metida en un buen lío. Pero no quiero que me dejen pelada, de todos modos. La mitad de este dinero es mío, y quiero conservarlo y salir bien parada. La mitad, justa. Si hubiese llamado a las autoridades la noche pasada, habrían encontrado una forma de birlármelo… Creo que a Lou le habría gustado que usted se quedara su mitad, si quiere jugar conmigo.

Yo dije:

—Es mucho dinero para hacer ostentación de él delante de un detective privado, señorita Glenn. —Sonreí, cansado—. Ha perdido puntos por no haber llamado a la poli anoche. Pero tiene respuestas para todo lo que le quieran preguntar. Creo que será mejor que vaya ahora mismo y vea lo que se ha roto, si hay algo.

Ella se inclinó hacia delante, rápidamente, y dijo:

—¿Se encargará de guardar el dinero? ¿Se atreve?

—Claro. Ahora mismo me voy a la calle y lo guardo en una caja de seguridad. Usted puede quedarse una de las llaves, y ya hablaremos largo y tendido más tarde. Creo que sería una idea estupenda que Canales supiera que tiene que hablar conmigo, y mucho mejor aún si se escondiera en un hotelito donde tengo un amigo… al menos hasta que yo husmee un poquito por ahí.

Ella asintió. Me puse el sombrero y me metí el sobre dentro del cinturón. Salí, después de decirle que había un arma en el cajón superior izquierdo, por si se ponía nerviosa.

Cuando volví no parecía haberse movido. Pero me dijo que había telefoneado a casa de Canales y había dejado un mensaje para él que ella pensaba que entendería.

Fuimos por caminos bastante intrincados hasta el Lorraine, en Brant y la avenida C. Nadie nos disparó al ir hacia allí, y por lo que yo pude ver, tampoco nos siguieron.

Estreché la mano a Jim Dolan, conserje de día del Lorraine, con un billete de veinte doblado en la mano. Él se llevó la suya al bolsillo y dijo que procuraría que nadie molestara a «la señorita Thompson».

Me fui. En el periódico del mediodía no venía nada sobre Lou Harger, del Hobart Arms.