Cuando recobré el conocimiento hacía frío y humedad y sentí un horrible dolor de cabeza. Tenía una magulladura blanda detrás de la oreja derecha que no sangraba. Me habían dejado inconsciente con una porra.
Me incorporé y vi que estaba a pocos metros del camino de entrada, entre dos árboles húmedos de niebla. Llevaba los empeines de los zapatos algo manchados de barro. Me habían arrastrado para sacarme del camino, pero no demasiado.
Busqué en mis bolsillos. La pistola había desaparecido, por supuesto, pero nada más… bueno, y la idea de que aquella excursión iba a ser agradable.
Anduve husmeando a tientas entre la niebla pero no encontré nada ni vi a nadie, así que dejé de preocuparme y me dirigí por la parte de atrás de la casa hacia una línea curva de palmeras y un farola al viejo estilo que siseaba y parpadeaba, a la entrada de un camino donde había aparcado el Marmon descapotable de 1925 que todavía usaba para mi transporte. Me metí en él. Después de secar el asiento con una toalla, volví a dar vida al motor y éste carraspeó a lo largo de una calle ancha y vacía, con unas vías de tranvía abandonadas en el centro.
Desde allí pasé al Bulevar De Cazens, que era la calle principal de Las Olindas y recibía su nombre por el hombre que había construido el local de Canales, hacía mucho tiempo. Al cabo de un rato empezaba la ciudad, los edificios, unas tiendas que parecían muertas, una gasolinera con timbre nocturno, y al final un drugstore que todavía estaba abierto.
Un sedán muy emperifollado estaba aparcado frente al drugstore y yo aparqué detrás, salí y vi que en el mostrador estaba sentado un hombre sin sombrero, hablando con un empleado con bata azul. Parecían haberse quedado solos en el mundo. Me dispuse a entrar pero me detuve y eché otra miradita al sedán.
Era un Buick, de un color que podía ser perfectamente verde Nilo, a la luz del día. Tenía dos faros grandes y dos luces color ámbar en forma de huevo colocadas encima de unas delgadas varillas de níquel, sujetas a los guardabarros delanteros. La ventanilla del asiento del conductor estaba bajada. Volví al Marmon y cogí una linterna, la encendí y, sujetando la licencia del Buick, le enfoqué la linterna rápidamente y la apagué enseguida.
Estaba registrado a nombre de Louis N. Harger.
Dejé la linterna y entré en el drugstore. A un lado había un expositor con licores, y el empleado de la bata azul me vendió una pinta de Canadian Club, que me llevé al mostrador y la abrí al momento. Había diez taburetes ante el mostrador, pero yo me senté en el que estaba junto al hombre sin sombrero. Éste me miró a través del espejo, atentamente.
Me puse una taza de café, llené dos tercios y añadí mucho whisky de centeno. Me lo bebí y esperé un minuto a que me calentara. Entonces volví a mirar al hombre sin sombrero.
Tenía unos veintiocho años, estaba bastante delgado, tenía la cara roja y saludable, unos ojos bastante honrados, las manos sucias y parecía que no ganaba demasiado dinero. Llevaba una chaqueta de pana gris con botones de metal, y unos pantalones que no hacían juego.
Dije despreocupadamente, en voz baja:
—¿Es suyo el autobús de ahí fuera?
Él se quedó muy quieto. Tenía los labios apretados y tensos, y le costaba apartar sus ojos de los míos, en el espejo.
—De mi hermano —contestó, al cabo de un rato.
Dije:
—¿Le invito a una copa? Su hermano es un viejo amigo mío.
Él asintió lentamente, tragó saliva, movió la mano lentamente, y al final cogió la botella y cortó el café con ella. Se lo bebió todo de golpe. Entonces vi que sacaba un arrugado paquete de cigarrillos, se metía uno en la boca, encendía una cerilla en el mostrador, después de fallar dos o tres veces al intentar hacerlo con la uña del pulgar, e inhalaba con mucha indiferencia fingida, que él sabía que no estaba dando resultado.
Yo me acerqué a él y le dije, sin alterarme:
—No tiene por qué pasar nada malo.
Él respondió:
—Bien… ¿Pero qué problema hay?
El empleado se dirigió furtivamente hacia nosotros. Yo le pedí más café. Cuando me lo sirvió, me quedé mirando al empleado hasta que se alejó y se quedó de pie frente a la cristalera, de espaldas a mí. Cogí mi segunda taza de café y bebí un poco. Observando la espalda del empleado, dije:
—El tipo al que pertenece ese coche no tiene hermanos.
El otro mantuvo la compostura, pero se volvió hacia mí.
—¿Cree que es un coche robado?
—No —respondí—. Simplemente, quiero que me cuente su historia.
—¿Es usted poli?
—No… Pero esto no es ninguna estafa, si es eso lo que le preocupa.
El otro dio una chupada intensa al cigarrillo y fue moviendo la cucharilla en el interior de su taza vacía.
—Puedo perder el trabajo por esto —dijo, bajito—. Pero necesitaba cien pavos. Soy taxista.
—Ya me lo imaginaba.
Él pareció sorprenderse, volvió la cara y me miró.
—Tome otro trago y sigamos —dije—. Los ladrones de coches no los aparcan en la carretera principal y se sientan en un drugstore.
El empleado vino desde la ventana y se puso a remolonear cerca de nosotros, ocupado en limpiar con un trapo el recipiente del café. Cayó sobre nosotros un espeso silencio. El empleado dejó entonces el trapo, se dirigió a la parte de atrás de la tienda, detrás del reservado, y empezó a silbar con entusiasmo.
El hombre que tenía a mi lado se sirvió un poco más de whisky y se lo bebió, e inclinó la cabeza prudentemente hacia mí.
—Escuche… Llevaba un pasajero y se suponía que tenía que esperarle. Entonces pasaron un tipo y una chica a mi lado en el Buick, y el tipo me ofreció cien pavos si le dejaba ponerse mi gorra y conducir mi taxi hasta la ciudad. Yo debía quedarme por aquí una hora más o menos, y luego llevarle su cacharro al hotel Carillon, en Towne Boulevard. Allí me esperará mi taxi. Me ha dado los cien pavos.
—¿Y qué historia le ha contado? —le pregunté.
—Ha dicho que estaba jugando y que había tenido algo de suerte, para variar. Temían que les atracaran en el camino de vuelta. Creían que siempre hay espías vigilando a los que juegan.
Yo cogí uno de sus cigarrillos y lo estiré bien con los dedos.
—Me parece una historia creíble —dije—. ¿Tiene alguna identificación?
Me la enseñó. Su nombre era Tom Sneyd y era conductor de la Compañía de Taxis Green Top. Yo le puse el tapón a mi botella, me la metí en el bolsillo y dejé medio dólar en el mostrador.
Vino el empleado y me devolvió el cambio. Casi temblaba por la curiosidad.
—Vamos, Tom —dije, delante de él—. Vamos a buscar ese taxi. No creo que deba esperar más por aquí.
Salimos y seguí al Buick alejándonos de las luces desordenadas de Las Olindas, a través de una serie de pequeñas ciudades costeras con casitas construidas sobre la arena, cerca del mar, y otras de mayor tamaño en las laderas de las colinas que quedaban detrás. Aquí y allá se veía alguna ventana iluminada. Los neumáticos protestaban por la humedad del cemento, y las lucecitas ambarinas del guardabarros del Buick me hacían guiños en las curvas.
En West Cimarron giramos hacia el interior, subimos resoplando por Canal City y llegamos al San Angelo Cut. Nos costó casi una hora llegar al Bulevar Towne 5640, que es el número del hotel Carillon. Es un edificio grande, laberíntico, con el tejado de pizarra, con un garaje en el sótano y una fuente en el patio delantero que iluminan con una luz de un verde pálido al atardecer.
El taxi Green Top n.° 469 estaba aparcado al otro lado de la calle, en la acera oscura. No me pareció que hubiesen tiroteado a nadie en su interior. Tom Sneyd encontró su gorra en la guantera, y se subió a toda prisa tras el volante.
—Con esto queda todo arreglado, ¿no? ¿Puedo irme?
Su voz sonaba estridente debido al alivio.
Le dije que por mí de acuerdo, y le di mi tarjeta. Era la una y doce minutos cuando daba la vuelta a la esquina. Me subí al Buick y lo metí por la rampa del garaje. Se lo dejé a un chico negro que estaba quitando el polvo de los coches con movimientos lentos. Yo me dirigí hacia el vestíbulo.
El recepcionista era un joven de aspecto ascético que leía un libro titulado Apelaciones en California a la luz de la centralita telefónica. Me dijo que Lou no estaba y que no se encontraba allí a las once, cuando él empezó su turno. Después de una breve discusión sobre lo tardío de la hora y la importancia de mi visita, llamó a la habitación de Lou, pero no obtuvo respuesta.
Salí y me senté en el Marmon unos minutos, fumé un poco y di unos tragos a mi botella de Canadian Club. Luego volví al Carillon y me metí en una cabina telefónica. Marqué el número del Telegram, pregunté por la sección de noticias locales y me pasaron con un hombre llamado Von Ballin.
Éste lanzó una exclamación cuando le dije quién era.
—¿Todavía va andando por ahí? Eso sólo ya es una noticia. Pensaba que a estas alturas los amigos de Manny Tinnen le tendrían criando malvas.
Yo dije:
—Ya basta, escuche esto. ¿Conoce a un hombre llamado Lou Harger? Es un jugador. Tenía un local que cerraron después de una redada, hará más o menos un mes. —Von Ballin dijo que no conocía personalmente a Lou, pero que sabía quién era—. ¿Quién de su periodicucho podía conocerle realmente bien?
Él pensó un momento.
—Hay un tipo llamado Jerry Cross por aquí —contestó—, que se supone que es experto en vida nocturna. ¿Qué quería saber?
—Adónde podría ir, si quisiera celebrar algo —dije. Y luego le conté parte de la historia, aunque no demasiada. Me callé la parte en la que me dejaban noqueado y todo lo del taxi—. No ha aparecido por su hotel —acabé—. Tengo que ponerme en contacto con él.
—Bueno, si es usted amigo suyo…
—Sí, suyo sí, pero no de sus colegas —dije, abruptamente.
Von Ballin se interrumpió un momento para chillarle a alguien que cogiera el teléfono que sonaba y luego me dijo en voz baja, pegado al auricular:
—Vamos, siga, hijo. Adelante.
—Está bien. Pero hablo con usted, y no con su periódico. Me han dejado inconsciente y he perdido el arma al salir del local de Canales. Lou y su chica han cambiado su coche por un taxi que han encontrado. Y ahora han desaparecido. Esto no me gusta. Lou no estaba tan borracho como para ir dando vueltas por la ciudad con tanta pasta en el bolsillo. Y aunque lo hubiera estado, la chica no le habría dejado. Ella tiene los pies en el suelo.
—Veré lo que puedo hacer —dijo Von Ballin—. Pero no suena nada prometedor. Ya le daré un toque.
Le dije que vivía en el Merritt Plaza, por si se había olvidado, salí y me volví a meter en el Marmon. Volví a casa, me envolví la cabeza en unas toallas calientes quince minutos, luego me puse el pijama y fui bebiendo whisky caliente con limón y llamando al Carillon de vez en cuando. A las dos y media Von Ballin me llamó y me dijo que no había habido suerte. No habían localizado a Lou, no estaba en ningún hospital y no había aparecido en ninguno de los clubes que se le ocurrían a Jerry Cross.
A las tres llamé al Carillon por última vez, y al fin apagué la luz y me fui a dormir.
Al día siguiente por la mañana las cosas estaban igual. Intenté seguir la pista de la pelirroja. Había veintiocho personas llamadas Glenn en el listín telefónico, entre ellas tres mujeres. Una no respondía, y las otras dos me aseguraron que no eran pelirrojas. Una incluso se ofreció a demostrármelo.
Me afeité, me duché, desayuné y bajé andando por la colina tres manzanas hasta el edificio Condor.
La señorita Glenn estaba sentada en mi diminuta salita de recepción.