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Salí del jurado de la acusación poco después de las cuatro, y subí a hurtadillas por la escalera de atrás hasta el despacho de Fenweather. Fenweather, el fiscal del distrito, era un hombre de rasgos duros, bien cincelados, y con esas sienes plateadas que tanto les gustan a las mujeres. Jugueteaba con una pluma que tenía en el escritorio y me dijo:

—Me parece que le creen. Creo que esta tarde acusarán a Manny Tinnen del asesinato de Shannon. Si lo hacen, tendrá que ir con mucho cuidado.

Yo le daba vueltas a un cigarrillo entre los dedos y al final me lo metí en la boca.

—No ponga a ningún hombre a seguirme, señor Fenweather. Conozco muy bien todos los callejones de esta bonita ciudad, y sus hombres nunca estarán lo bastante cerca como para serme de utilidad.

Él desvió la vista hacia una de las ventanas.

—¿Conoce usted bien a Frank Dorr? —me preguntó, sin mirarme.

—Sé que es un político importante, alguien con quien hay que contar si se quiere abrir un garito de juego o un burdel, o si se quieren vender artículos legales a los ciudadanos.

—Exacto —Fenweather hablaba con sequedad, y volvió la cara hacia mí. Entonces bajó la voz—. Que tuviéramos pruebas contra Tinnen fue una sorpresa para mucha gente. Si Frank Dorr tenía interés en librarse de Shannon, que era el jefe del comité donde se suponía que Dorr obtenía sus contratos, es bastante probable que se arriesgara. Y me han dicho que él y Manny Tinnen han tenido tratos. Así que yo que usted no le quitaría ojo.

Sonreí.

—Soy sólo una persona —dije—. Frank Dorr cubre mucho territorio. Pero haré lo que pueda.

Fenweather se puso de pie y me tendió la mano por encima del escritorio, diciendo:

—Estaré un par de días fuera de la ciudad. Si se formula la acusación me voy esta noche. Tenga mucho cuidado… y si ocurre algo malo, vaya a ver a Bernie Ohls, mi investigador jefe.

Yo dije:

—Claro.

Nos estrechamos la mano. Cuando me iba pasé junto a una muchacha de aspecto aburrido que, al mirarme, me dedicó una sonrisa cansada y jugueteó con uno de los rizos sueltos que le caían sobre la nuca. Volví a mi despacho pasadas las cuatro y media. Me quedé delante de la puerta de la salita de recepción un momento, mirándola. Luego la abrí, entré y, por supuesto, no había nadie.

No había más que un viejo sofá rojo, dos sillas desparejadas, una alfombra pequeña y una mesita auxiliar con unas revistas antiguas encima. La recepción se dejaba abierta para que los visitantes pudieran entrar, sentarse y esperar… si es que tenía visitas, y si éstas consideraban que valía la pena esperar.

Entré y abrí la puerta de mi despacho privado, rotulado «Philip Marlowe, investigador».

Lou Harger estaba sentado en una silla de madera en el lado del escritorio más alejado de la ventana. Llevaba unos guantes de un amarillo chillón que apoyaba en la empuñadura de un bastón, y un sombrero verde de ala flexible echado hacia atrás. El pelo negro y muy liso sobresalía del sombrero y le tapaba la nuca, ya que lo tenía excesivamente largo.

—Hola. Te estaba esperando —dijo, sonriendo con languidez.

—Hola, Lou. ¿Cómo has entrado aquí?

—La puerta debía de estar abierta. O a lo mejor tenía una llave que entraba en la cerradura. ¿Te importa?

Di la vuelta al escritorio y me senté en mi silla giratoria. Dejé el sombrero encima de la mesa, recogí una pipa bulldog que estaba encima de un cenicero y empecé a llenarla.

—A mí me parece bien, mientras seas tú —dije—. Es que creía que tenía una cerradura mejor.

Él sonrió separando sus labios rojos y gruesos. Era un joven muy apuesto. Dijo:

—¿Todavía sigues cogiendo casos, o pasarás todo el mes que viene en la habitación de un hotel bebiendo licor con un par de chicos de jefatura?

—Sigo cogiendo casos… si me sale alguno.

Encendí la pipa, me arrellané y contemplé su piel de un color claro, oliváceo, y sus cejas rectas y oscuras.

Él dejó el bastón encima del escritorio y colocó los guantes amarillos encima del cristal. Hacía muecas metiendo y sacando los labios.

—Tengo un asuntillo para ti. No es nada del otro mundo. Pero se cobra algo.

Esperé.

—Esta noche voy a jugar un poco en Las Olindas. En lo de Canales.

—¿El White Smoke?

—Ajá. Creo que voy a tener suerte… y me gustaría llevar a un amigo con un arma.

Cogí un paquete nuevo de cigarrillos del primer cajón y se lo pasé por encima del escritorio. Lou lo cogió y empezó a abrirlo.

Le pregunté:

—¿Qué tipo de juego?

Él sacó un cigarrillo a medias y se lo quedó mirando. Había algo en sus gestos que no me acababa de gustar.

—Lleva ya un mes cerrado. No hacía tanto dinero como para poder seguir abierto en esta ciudad. Los chicos de jefatura han estado presionando mucho, desde la revocación. Tienen pesadillas cuando se imaginan viviendo sólo de su paga.

Yo dije entonces:

—No cuesta más operar aquí que en cualquier otro lugar. Y aquí pagas sólo a una organización. Eso ya es algo.

Lou Harger se metió el cigarrillo en la boca.

—Sí… Frank Dorr —gruñó. ¡Esa sanguijuela gorda, ese hijo de puta!

Yo no dije nada. Ya se me había pasado la edad en la que resulta divertido insultar a alguien a quien no puedes hacer daño. Vi que Lou encendía su cigarrillo con mi encendedor de escritorio. Siguió hablando, expeliendo una nube de humo.

—Es divertido, en cierto modo. Canales ha comprado una ruleta nueva a no sé qué chanchulleros de la oficina del sheriff. Conozco bastante bien a Pina, el jefe de croupiers de Canales. A la ruleta no me dejarán acercar. Está trucada… y yo conozco todos los trucos.

—Y Canales no… Sí, eso parece propio de Canales —dije.

Lou no me miró.

—Va mucha gente a ese local —dijo—. Una pequeña pista de baile, una banda mexicana con cinco músicos para ayudar a los clientes a relajarse… Bailan un poco y luego vuelven a que les desplumen un poco más, en lugar de irse enfadados.

Yo dije:

—¿Y tú qué vas a hacer?

—Supongo que se podría decir que tengo un sistema —dijo bajito, y me miró entre sus largas pestañas.

Yo aparté la mirada y la dejé vagar por la habitación. Tenía una alfombra color rojo óxido, cinco archivadores verdes colocados en fila bajo un calendario de propaganda, un perchero viejo en el rincón, unas cuantas sillas de nogal, cortinas sencillas en las ventanas. Los flecos de las cortinas estaban sucios por el soplo de la corriente que las agitaba. Una franja de sol crepuscular atravesaba mi escritorio y hacía visible el polvo.

—Vamos a ver si lo entiendo —dije yo—. Tú crees que le tienes cogido el truco a esa ruleta y esperas ganar el dinero suficiente para que Canales se ponga furioso contigo, y te gustaría llevar algo de protección… o sea, a mí. Es un disparate.

—No, no es ningún disparate —afirmó Lou—. Todas las ruletas tienen tendencia a funcionar con un ritmo determinado. Si conoces bien la ruleta en concreto…

Yo sonreí y me encogí de hombros.

—Vale, no digo que no. Yo no sé mucho de ruletas. Me parece que tienes debilidad por esos tinglados, pero podría equivocarme. Y además eso no es lo que importa.

—¿Ah, no, y qué es? —preguntó Lou, desanimadamente.

—No me apetece demasiado hacer de guardaespaldas… pero ése tampoco es el asunto. Entiendo que se supone que debo pensar que es un asunto limpio. Pero imagina que no me lo creo, que te dejo plantado y tú te metes en un buen lío. O imagina que yo creo que tienes todas las de ganar, pero Canales no está de acuerdo conmigo y se molesta.

—Por eso necesito a un hombre armado —explicó Lou, sin mover un músculo excepto los necesarios para hablar.

Yo dije, sin alterarme:

—Aunque sea lo bastante duro para este trabajo —y no sabía realmente si lo era—, tampoco es eso lo que me preocupa.

—Pues lo olvidamos —dijo Lou—. Ya me desanima bastante saber que estás preocupado.

Sonreí un poco más y observé sus guantes amarillos que se agitaban encima del escritorio, temblaban demasiado. Dije, lentamente:

—Tú eres la última persona en este mundo que se gastaría dinero en algo así, justo ahora. Y yo soy el último tipo de este mundo que se quedaría detrás de ti mirando, mientras lo haces. Es eso, simplemente.

Lou contestó:

—Sí.

Dejó caer un poco de ceniza de su cigarrillo encima del cristal del escritorio, inclinó la cabeza, sopló y lo limpió. Y continuó, como si hablara de un tema distinto:

—Vendrá conmigo la señorita Glenn. Es una pelirroja alta, sensacional. Era modelo. Se le da muy bien salir de cualquier aprieto, y evitará que Canales me eche el aliento en la nuca. Así que montaremos el número. Pensaba que ya te lo había dicho.

Me quedé callado durante un minuto entero y luego dije:

—Sabes condenadamente bien que acabo de contarle al jurado de la acusación que vi a Manny Tinnen asomarse fuera de ese coche y cortar las cuerdas de las muñecas de Art Shannon cuando lo arrojaron a la calzada, lleno de plomo.

Lou me sonrió débilmente.

—Eso facilitará las cosas para los corruptos de altos vuelos, esos tipos que se limitan a hacerse con los contratos y no aparecen por el negocio. Dicen que Shannon era decente y mantenía a raya al comité. Fue una manera fea de quitarle de en medio.

Negué con la cabeza. No quería hablar de todo aquello. Dije:

—Canales anda metido en asuntos turbios casi todo el tiempo. Y quizá no le gusten las pelirrojas.

Lou se puso de pie lentamente y cogió el bastón de encima del escritorio. Miró la punta de uno de los dedos amarillos. Tenía una expresión casi soñolienta. Luego se dirigió hacia la puerta, haciendo oscilar el bastón.

—Bueno, ya nos veremos… —dijo, arrastrando las palabras.

Dejé que apoyara la mano en el picaporte antes de decir:

—No te vayas enfadado, Lou. Me dejaré caer por Las Olindas, si crees que me necesitas. Pero no quiero dinero, y por el amor de Dios, no me prestes más atención de la que sea necesaria.

Él se humedeció los labios y ni siquiera me miró.

—Gracias, chico. Tendré muchísimo cuidado.

Salió, y sus guantes amarillos desaparecieron tras la puerta.

Me quedé quieto durante cinco minutos más, y mi pipa se calentó demasiado. La dejé, miré el reloj de pulsera y me levanté a encender una radio pequeña que tenía en un rincón, al otro extremo del escritorio. Cuando cesaron las interferencias y salió del altavoz el último tintineo del carillón, una voz decía: «La KLI ofrece ahora su habitual retransmisión de la tarde con el boletín de noticias locales. Un acontecimiento importante de esta tarde ha sido que a última hora, el jurado de la acusación ha desestimado los cargos presentados contra Maynard J. Tinnen, hombre de mundo y conocido miembro de un grupo de presión del ayuntamiento. La acusación, que supuso un golpe para sus muchos amigos, se basaba casi por completo en el testimonio…».

El teléfono sonó entonces y una fría voz femenina sonó en mi oído:

—Un momento, por favor, le llama el señor Fenweather.

Él se puso de inmediato.

—Han desestimado los cargos. Cuide del chico.

Dije que acababa de oírlo por la radio. Hablamos brevemente y él colgó, después de decir que tenía que irse de inmediato a coger un avión.

Me arrellané de nuevo en la silla y me quedé oyendo la radio, sin escucharla. Pensaba que Lou Harger era un maldito idiota y que yo no podía hacer nada para cambiar aquel hecho.