El agente uniformado que estaba detrás de la máquina de escribir terminó de hablar por el interno, miró a Mallory y señaló con el pulgar la puerta de cristal que decía: «Capitán de Detectives. Privado».
Mallory se levantó rígidamente de la silla, cruzó la habitación, se apoyó en la pared para abrir la puerta de cristal y entró.
La habitación tenía un sucio linóleo marrón y estaba amueblada con ese sórdido mal gusto que sólo las comisarías son capaces de mostrar. Cathcart, el capitán de detectives, estaba sentado entre un abarrotado escritorio de tapa corrediza que tenía al menos veinte años y una mesa de roble del tamaño de una de ping-pong.
Cathcart era un corpulento y desprolijo irlandés, de rostro sudoroso y amplia sonrisa. Su bigote blanco estaba manchado de nicotina en el centro. En las manos tenía numerosas verrugas.
Mallory fue hacia él lentamente, apoyándose en un grueso bastón con regatón de goma. Su pierna derecha estaba hinchada y caliente. Llevaba el brazo izquierdo vendado, colgando de un pañuelo de seda negra. Estaba pálido, recién afeitado y sus ojos eran oscuros como el carbón.
Se sentó frente al capitán de detectives, puso el bastón sobre la mesa, golpeó contra ella un cigarrillo y lo encendió. Entonces dijo sin darle importancia.
—¿Qué pasará conmigo ahora, jefe?
—¿Cómo se siente, muchacho? —preguntó a su vez Cathcart, sonriente—. Parece un poco abatido.
—No mucho. Sólo un poco tieso.
Carhcart asintió, carraspeó y rebuscó innecesariamente entre unos papeles que tenía delante.
—Está usted exonerado —contestó—, libre de toda culpa. Chicago recibirá un historial suyo condenadamente limpio. Su Luger eliminó a Mike Corliss, convicto dos veces. Voy a guardármela como recuerdo. ¿Le parece bien?
—Me parece bien —asintió Mallory—. Yo me compraré una 25 con balas de cobre. No para impresionar, sólo porque combina mejor con un elegante smoking.
Carhcart lo observó detenidamente unos momentos y luego continuó:
—En la escopeta descubrimos las huellas de Mike. La escopeta mató a Mardonne. Nadie lo llorará demasiado. El muchacho rubio no tiene heridas graves. El revólver automático que encontramos en el suelo tiene sus huellas y esto lo mantendrá a la sombra durante un tiempo.
Mallory se frotó la barbilla, pensativo.
—¿Qué hay de los demás?
El capitán enarcó sus pobladas cejas; su mirada parecía ausente. Respondió:
—No hay nada ahí que pueda implicarlo a usted. ¿Está de acuerdo?
—Desde luego —repuso Mallory—. Sólo me lo preguntaba.
El capitán dijo en tono concluyente:
—Pues no se lo pregunte. Y no se pase de listo, si alguien le hace preguntas… El asunto de la casa de Baldwin Hills, por ejemplo. A nuestro juicio, Macdonald murió en acto de servicio, llevándose consigo a un traficante de drogas llamado Slippy Morgan. Podríamos acusar a la esposa de Slippy, pero no creo que lo hagamos. Mac no estaba en la brigada de narcóticos, y esa noche era su franco. Pero Mac siempre se distinguió por su actividad en las horas libres. Adoraba su trabajo.
Mallory sonrió cortésmente.
—Seguro.
—Volviendo a lo nuestro, parece ser que el tal Landrey, un conocido tahúr que además era socio de Mardonne, qué curiosa coincidencia, fue a Westwood a recaudar dinero en lo de un tipo llamado Costello que cubría las apuestas de caballos de la Costa Oeste. Jim Ralston, uno de nuestros muchachos, lo acompañó. No tenía que hacerlo, pero conocía bastante bien a Landrey. Hubo algunos problemas con el dinero. Jim recibió un golpe de cachiporra y Landrey y un rufián de poca monta se eliminaron mutuamente. Intervino otro tipo del que no tenemos ninguna pista. Atrapamos a Costello, pero no quiere hablar, y no nos gusta presionar a un tipo de su edad. Supongo que recibirá una reprimenda por lo de la cachiporra, y se defenderá legalmente.
Mallory se acomodó en la silla hasta que la nuca reposó en el respaldo. Envió el humo hacia el techo y preguntó:
—¿Y qué hay de la última noche?
El capitán de detectives se frotó con fuerza las mejillas húmedas y luego sacó un enorme pañuelo y se sonó.
—Oh, eso —repuso con negligencia—, no fue nada. El muchacho rubio, Henry, dice que fue culpa suya. Era el guardaespaldas de Mardonne, pero eso no quiere decir que podía disparar a quien se le antojara. El caso es que no vamos a hacerle las cosas muy difíciles, ya que se ha mostrado dispuesto a contarnos toda la historia.
El capitán se interrumpió de improviso y miró fijamente a Mallory, que estaba sonriendo.
—Como es natural, si a usted no le gusta esa historia… —dijo con frialdad el capitán.
—Aún no la conozco. Estoy seguro de que será estupenda.
—Está bien —gruñó Cathcart, apaciguado—. Pues bien. Henry dice que Mardonne lo llamó mientras hablaban usted y su jefe. Usted estaba haciendo un reclamo, tal vez sobre una mesa de ruleta «arreglada» de la planta baja. Había dinero sobre la mesa y Anson concibió la idea de que era un soborno. Usted le pareció bastante peligroso y, no sabiendo que era policía, los nervios se adueñaron de él: Se le disparó el arma. Usted no disparó enseguida, pero el pobre idiota disparó otra vez y lo hirió. Entonces usted le puso una bala en el hombro, y quién no lo hubiera hecho… Yo le habría agujereado las tripas. Entonces irrumpe el tipo de la escopeta, dispara sin hacer ninguna pregunta, liquida a Mardonne y recibe una bala de usted. Nosotros pensábamos al principio que el tipo había ido a matar a Mardonne, pero el muchacho dice que no, que tropezó al entrar… Diablos, no nos gusta que usted haya disparado tantas veces, porque no es de aquí y todo eso, pero los hombres honrados, hemos de tener derecho a defendernos de armas ilegales.
Mallory dijo con suave entonación:
—El fiscal del distrito y el forense… ¿Qué de dice de ellos? Me gustaría irme tan limpio como llegué.
Cathcart frunció las cejas mirando el sucio linóleo y se mordió el pulgar como si disfrutara haciéndose daño.
—Al forense le tiene sin cuidado esa basura. Y si el fiscal tiene ganas de revolver el asunto, puedo hablarle de unos cuantos casos que su oficina no aclaró demasiado bien.
Mallory levantó el bastón de la mesa, empujó su silla hacia atrás, se apoyó en el bastón y se puso de pie.
—Tienen ustedes un magnífico departamento de policía —dijo—. Nadie diría que pueda haber criminales por aquí.
Se dirigió hacia la puerta. El capitán preguntó a sus espaldas:
—¿Vuelve a Chicago?
Mallory encogió cuidadosamente el hombro sano.
—Es posible que me quede algunos días —repuso—. Uno de los estudios de cine me ha hecho una proposición. Chantaje, extorsión y cosas parecidas.
El capitán sonrió cordialmente.
—Magnífico —dijo—. Esa gente siempre se ha portado bien conmigo. Un trabajo fácil y agradable, el chantaje. No tiene por qué convertirse en algo turbio.
Mallory asintió solemnemente.
—Sólo un trabajo fácil, jefe. Casi afeminado, si comprende lo que quiero decir.
Salió, llegó al vestíbulo, al ascensor y por fin, a la calle. Subió a un taxi. Hacía calor dentro y Mallory se sentía débil y mareado camino del hotel.