Se abrió la puerta y entró el muchacho rubio. Sus labios dibujaron una sonrisa complacida y la lengua asomó entre ellos. Sostenía en la mano una pistola automática.
—Ya no estoy ocupado, Henry —dijo Mardonne.
El muchacho rubio cerró la puerta. Mallory se levantó y retrocedió lentamente hacia la pared.
—Ahora viene la parte graciosa, ¿eh? —preguntó.
Mardonne levantó sus dedos morenos y se pellizcó la barbilla. Contestó secamente:
—No habrá disparos aquí. A esta casa viene gente muy distinguida. Tal vez no mató usted a Landrey, pero no quiero verlo más. Me estorba.
Mallory continuó retrocediendo hasta que sus hombros chocaron contra la pared. El muchacho rubio frunció el entrecejo y dio un paso hacia él. Mallory dijo:
—Quédate donde estás, Henry. Necesito espacio para pensar. Podrías meterme una bala en el cuerpo, pero no podrías evitar que mi pistola hiciese algo de ruido, y a mí el ruido no me molestaría en absoluto.
Mardonne, inclinado sobre la mesa, miró hacia un costado. El muchacho rubio se detuvo, con la lengua todavía asomando entre los labios. Mardonne dijo:
—Tengo algunos billetes de cien dólares en la mesa. Voy a darle diez de ellos a Henry. Él lo acompañará al hotel, e incluso lo ayudará a hacer las maletas. Cuando lleguen al tren que sale de la ciudad, le entregará el dinero. Si vuelve aquí, habrá un nuevo trato… en el que usted saldrá con los pies por delante.
Bajó lentamente la mano y abrió el cajón de la mesa. Mallory tenía los ojos fijos en el muchacho rubio.
—Henry podría cambiar de plan por el camino —observó como si bromeara—. Henry me parece un poco inestable.
Mardonne se levantó y sacó la mano del cajón. Dejó caer un fajo de billetes sobre la mesa y contestó:
—No lo creo. Henry suele hacer lo que le dicen.
Mallory rió entre dientes.
—Quizá sea eso lo que me inquieta —replicó. Su sonrisa se hizo más irónica. Los dientes brillaban entre sus labios pálidos—. Usted dijo que tenía gran estima por Landrey, Mardonne. Eso es una mentira. Landrey no le importa un comino, especialmente ahora que está muerto. Es probable que se adueñe de su parte en el negocio, sin nadie alrededor que se atreva a hacer preguntas. Usted quiere perderme de vista porque cree que aún puede vender su mierda, en el lugar adecuado, por más de lo que ganaría en este tugurio durante un año. Pero no puede venderla, Mardonne. El mercado no existe. Nadie va a darle un solo céntimo por publicar esa noticia.
Mardonne carraspeó. Estaba en la misma posición, de pie, inclinado sobre la mesa con las manos apoyadas en ella y el fajo de billetes entre las manos. Se lamió los labios y dijo:
—Muy bien, supermente. ¿Por qué no?
Mallory hizo un ademán rápido pero expresivo con el pulgar derecho.
—Yo soy el tonto en este trato y usted es el tipo listo. Le he contado la historia verdadera la primera vez y tengo la sospecha de que Landrey no estaba solo en este primoroso plan. Usted estaba metido hasta el cuello. Pero cometió un error dejando que Landrey se paseara con esas cartas encima. Ahora la chica puede hablar. No mucho, pero lo suficiente para conseguir apoyo de cierta gente que no va a tirar por la ventana una magnífica inversión porque un rufián barato quiera pasarse de listo… Si su ambición le dice otra cosa, acabará recibiendo un susto mayúsculo y siendo la coartada más encantadora que Hollywood se inventó jamás.
Se interrumpió y dirigió una rápida mirada al muchacho rubio.
—Otra cosa, Mardonne. Cuando planee amenazar a alguien en serio, búsquese a un matón que tenga experiencia. Este gallardo caballero ha olvidado quitar el seguro.
Mardonne se inmovilizó. Los ojos del muchacho rubio bajaron hasta su pistola durante una fracción de segundo. Mallory saltó junto a la pared y la Luger apareció en su mano. El rostro del muchacho rubio se puso tenso y su arma se disparó. Inmediatamente se oyó el sonido de la Luger y una bala se empotró en la pared, junto al sombrero de fieltro del muchacho rubio. Henry se agachó con elegancia y volvió a disparar. La bala envió a Mallory contra la pared. Su brazo izquierdo parecía muerto.
Sus labios se retorcieron de ira. Recuperó el equilibrio y disparó dos veces, rápidamente.
El brazo derecho del muchacho rubio se levantó con violencia y la pistola salió disparada contra la parte alta de la pared. Sus ojos se ensancharon, y la boca se le abrió en un grito de dolor. Entonces, dio varias vueltas, abrió la puerta con el cuerpo y cayó con estrépito en el descansillo.
Alguien gritó en alguna parte. Una puerta se cerró de golpe. Mallory miró a Mardone y dijo con voz tranquila:
—Me ha herido en el brazo. Podría haber matado cuatro veces a este bastardo.
La mano de Mardonne se levantó de la mesa empuñando un revólver azulado. Una bala se clavó en el suelo a los pies de Mallory. Mardonne se tambaleó como si estuviera borracho y tiró el arma como si le quemara. Después alzó las manos al aire y las agitó. Estaba muerto de miedo.
—Pase delante de mí, Mardonne —dijo Mallory—. Nos marchamos de aquí.
Mardonne salió de detrás de la mesa con movimientos espasmódicos de marioneta. Tenía los ojos muertos como dos ostras podridas. Dos regueros de saliva le bajaron por el mentón.
Algo apareció en el umbral. Mallory saltó a un costado, disparando a ciegas. Pero el sonido de la Luger fue ahogado por el terrible estampido de una escopeta. Un dolor lacerante en el costado derecho casi dobló a Mallory. Mardonne recibió el resto de la munición; cayó de bruces, muerto antes de llegar al piso.
Una escopeta de caño recortado cayó por la puerta abierta. Un hombre rechoncho que iba en mangas de camisa se desplomó en el umbral, profiriendo un sollozo. La sangre se extendió sobre su camisa.
Abajo se desencadenó un súbito estruendo. Gritos, pasos apresurados, una extraña risa desafinada, un sonido que podría haber sido alarido. Afuera se pusieron en marcha varios coches y los neumáticos chirriaron sobre la grava. Los clientes huían. El cristal de una ventana se hizo añicos en alguna parte.
En el hall iluminado no se movía nada. El muchacho rubio gemía suavemente en el piso, detrás del rechoncho hombre muerto.
Mallory cruzó pesadamente la habitación y se dejó caer en una silla que había junto a la mesa. Se secó los ojos con el dorso de la mano que sostenía el arma. Apoyó el torso en la mesa, jadeando y observando la puerta.
El brazo izquierdo le palpitaba, y la pierna derecha le dolía como una plaga de Egipto. Dentro de la manga fluía sangre que iba a parar a la mano y las yemas de los dedos.
Al cabo de un rato desvió la mirada de la puerta y la posó en el fajo de billetes que había en la mesa, debajo de la lámpara. Alargó la mano y los empujó con el caño de la Luger hasta que cayeron en el cajón abierto. Con los dientes apretados por el dolor, se inclinó lo suficiente para cerrar el cajón. Entonces abrió y cerró de prisa los ojos varias veces apretándolos con fuerza. Esto le aclaró un poco la cabeza. Acercó el teléfono hacia sí.
En la planta baja reinaba el silencio. Mallory dejó la Luger, levantó el auricular y lo puso junto a la pistola.
Dijo en voz alta:
—Lástima, nena… Quizás me equivoqué, después de todo… Quizás el canalla no tenía el valor de hacerte daño… En fin… ahora habrá que hablar.
Cuando empezó a marcar un número, se oyó acercarse el gemido de una sirena.