Rhonda Farr decía:
—Publicidad, querido, sólo eso. Cualquier clase de publicidad es mejor que ninguna. No estoy muy segura de que renueven mi contrato y es probable que la necesite.
Estaba sentada en un sillón, en medio de una habitación enorme. Miraba a Mallory con sus ojos violáceos, perezosos e indiferentes, mientras sostenía en la mano un vaso alto, de cristal traslúcido. Bebió un sorbo.
El piso estaba cubierto de alfombras chinas de suaves colores. Había mucha madera y mucha laca. En las paredes centelleaban marcos de oro y el techo era remoto y vago, como el atardecer de un día agobiante. Una voluminosa radio de madera despedía cadencias ahogadas e irreales.
Mallory frunció la nariz y pareció divertido aunque gravemente.
—Es usted una mujer sin escrúpulos —dijo—. No me gusta.
—Oh, sí, claro que te gusto, encanto. Estás loco por mí —dijo Rhonda Farr.
Sonrió y metió un cigarrillo en una boquilla verde jade que hacía juego con su pijama verde. Después alargó su mano escultural y apretó un timbre empotrado en la superficie de una mesa baja de nácar y madera. Un criado japonés, silencioso y vestido de blanco, entró en la habitación y preparó otro whisky con agua y hielo.
—Eres un chico listo, ¿verdad, querido? —continuó Rhonda Farr cuando el criado se hubo ido—. Y tienes en el bolsillo unas cartas que crees que yo considero inestimables. Pues te equivocas, encanto, te equivocas. —Bebió un sorbo del vaso recién servido—. Las cartas que tienes en tu poder son falsas. Se escribieron hace un mes. Él me devolvió sus cartas hace mucho tiempo… Lo que tú tienes no vale nada. —Se llevó una mano al cabello ondulado. La experiencia de la noche anterior no parecía haberla afectado.
Mallory la miró con atención y preguntó:
—¿Puede probar eso?
—El papel de las cartas… si es que hace falta probarlo. Hay un hombrecillo en la esquina de la Cuarta con Spring que se dedica a analizar esas cosas.
—¿Y la caligrafía? —inquirió Mallory.
Rhonda Farr sonrió.
—La escritura es fácil de falsificar, si se dispone de mucho tiempo. O así tengo entendido. En fin, ésta es la verdad.
Mallory asintió y sorbió su whisky. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó un sobre de papel madera. Lo colocó sobre su rodilla.
—Anoche mataron a cuatro hombres por culpa de estas cartas falsas —observó como de paso.
Rhonda Farr lo miró con indulgencia.
—Dos estafadores, un policía traidor, eso es todo. ¿Debo perder el sueño por esa basura? Como es natural, siento lo de Landrey.
Mallory comentó cortésmente:
—Muy amable de su parte.
—Landrey era un chico muy simpático hace años, cuando intentaba entrar en el cine. Pero eligió otra profesión, y en esa profesión hay muchas oportunidades de recibir una bala un día u otro.
Mallory se frotó la barbilla.
—Es curioso que no recordara haberle devuelto a usted las cartas, muy curioso.
—No le importaba, querido. Era esa clase de actor, y le gustaba el espectáculo. Le dio la ocasión de hacer una representación excelente. Seguro que le entusiasmó.
Mallory dejó que su rostro expresara disgusto.
—El empleado me pareció decente. Yo no sabía gran cosa de Landrey, pero él conocía a un buen amigo mío de Chicago. Se le ocurrió un plan para descubrir a los muchachos que la vigilaban a usted, y yo me fié de su criterio. Han sucedido cosas que lo han facilitado, pero que han hecho mucho más ruido.
Rhonda Farr dio unos golpecitos a sus brillantes y pequeños dientes con sus brillantes y pequeñas uñas. Preguntó:
—¿Qué eras tú en tu barrio, querido? ¿Uno de esos rufianes que se hacen llamar detectives privados?
Mallory soltó una seca carcajada, hizo un movimiento vago y pasó la mano por sus cabellos oscuros.
—Suéltelo ya, muñeca —dijo en voz baja—, suéltelo ya.
Rhonda Farr le dirigió una mirada sorprendida y luego se echó a reír.
—Nos impacientamos, ¿verdad? —preguntó con voz dulce, y continuó con voz aguda—: Atkinson me ha estado chantajeando durante años, de un modo u otro. Escribí las cartas y las dejé donde pudiera apoderarse de ellas. Desaparecieron. Pocos días después llamó una voz masculina, de esas que meten miedo y empezó a presionarme. Dejé que la cosa siguiera adelante. Pensé que ya arreglaría las cuentas con Atkinson y que nuestras dos reputaciones juntas servirían para crear un pequeño escándalo que no me haría demasiado daño. Pero el asunto empezó a escapárseme de las manos y me asusté. Se me ocurrió pedirle a Landrey que me ayudara. Estaba segura de que le gustaría.
—Sencilla y directa, ¿verdad? —replicó Mallory con violencia—. ¿Piensa que voy a tragarme eso?
—No sabes mucho del mundo de Hollywood, ¿verdad, querido? —dijo Rhonda Farr. Movió la cabeza y tarareó—: Es una melodía estupenda… Copiada de una sonata de Weber… Aquí, la publicidad tiene que doler un poco. De lo contrario, nadie la cree.
Mallory se levantó con el sobre en la mano y lo depositó en la falda de ella.
—Le va a costar cinco grandes.
Rhonda Farr se recostó en el sillón y cruzó sus piernas verde jade. Una de las pantuflas verdes resbaló de su pie desnudo y cayó a la alfombra, y el sobre cayó tras ella. Rhonda no se movió. Preguntó:
—¿Por qué?
—Soy un hombre de negocios, nena. Mi trabajo tiene su precio. Landrey no me pagó los cinco mil convenidos. Ese era el precio para él y ése es ahora el precio para usted.
Rhonda Farr lo miró vagamente con sus ojos plácidos.
—No hay trato, chantajista. Ya te lo dije en el Bolívar. Agradezco mucho tus servicios, pero mi dinero lo gasto en otras cosas.
—Ésta podría ser una ocasión muy buena para invertir algo de él —insinuó Mallory.
Se inclinó, recogió el vaso de la chica y bebió un sorbo. Cuando lo dejó sobre la mesa, le dio unos golpecitos con las uñas. Una ligera sonrisa curvaba sus labios. Encendió un cigarrillo y tiró el fósforo a un florero de jacintos. Dijo lentamente:
—El chofer de Landrey ha hablado, como era de esperar. Los amigos de Landrey quieren verme. Quieren saber por qué han liquidado a Landrey en Westwood. La poli no tardará en ir a mi casa; estoy seguro de que alguien la pondrá sobre mi pista. Presencié cuatro asesinatos anoche y, como comprenderá, no voy a salirme de ésta tan fácil. Tendré que contar toda la historia. La policía le dará mucha publicidad, nena. En cuanto a los amigos de Landrey, no sé lo que harán, pero supongo que algo muy doloroso.
Rhonda Farr se puso de pie de un salto, buscando con el pie la zapatilla verde. Tenía los ojos muy abiertos.
—¿Me… denunciarías? —susurró.
Mallory se echó a reír. Sus ojos brillaban, implacables, fijos en el área luminosa de una de las lámparas. Contestó con la voz llena de tedio:
—¿Por qué diablos habría de protegerla? No le debo nada. Y su maldita tacañería le impide contratarme. No soy un delincuente, pero ya sabe usted cómo adoran los muchachos de la ley a los hombres como yo. Y los amigos de Landrey sólo verán un asunto sucio que causó la muerte de un buen muchacho. Por todos los diablos, ¿por qué iba yo a defender a una estafadora como usted?
Dio un bufido y en sus mejillas aparecieron dos manchas rojizas. Rhonda Farr, muy quieta ahora, sacudió la cabeza y dijo:
—No hay trato, chantajista… no hay trato. —Su voz era tenue y cansada, pero el mentón conservaba su orgullosa altivez.
Mallory alargó la mano y recogió el sombrero.
—Es usted todo un hombre —aprobó, sonriendo.
—¡Debe ser difícil convivir con el sexo débil de Hollywood!
Se inclinó de improviso hacia delante, puso la mano izquierda en la nuca de ella y la besó con fuerza en la boca. Luego pasó los dedos por su mejilla.
—Eres una chica simpática… en ciertos aspectos —declaró—. Y una embustera mediocre. Sólo mediocre. Tú no has falsificado ninguna carta, nena. Atkinson no hubiera caído en una trampa como ésa.
Rhonda Farr se agachó, agarró el sobre que yacía en la alfombra y sacó todo lo que contenía —una serie de páginas grises con fino monograma de oro. Las miró fijamente con labios trémulos y murmuró—:
—Te enviaré el dinero.
Mallory le puso la mano en la barbilla y empujó su cabeza hacia atrás. Entonces dijo con suavidad:
—Estaba bromeando, nena. Tengo esa mala costumbre. Pero hay dos cosas muy extrañas en estas cartas. No tienen sobres y nada implica la identidad de la persona a quien fueron escritas, nada en absoluto. La segunda es que Landrey las llevaba en el bolsillo cuando lo mataron.
Saludó con la cabeza y se volvió. Rhonda Farr exclamó a sus espaldas, con voz súbitamente aterrada:
—¡Espera!
—Suele pasar, en estos casos. Lo sé —dijo Mallory—. Toma un trago.
Dio unos pasos hacia la puerta y movió la cabeza.
—Tengo que irme; tengo una cita que podría ser mi funeral. Envíame flores. Flores silvestres y azules, como tus ojos.
La puerta se abrió y cerró pesadamente. Rhonda Farr permaneció sentada sin moverse durante largo rato.