Había luz en un par de ventanas del edificio. Mallory alzó la muñeca para echar una ojeada al reloj. Las manecillas débilmente luminosas señalaban las tres y media. Se volvió hacia el coche:
—Dame unos diez minutos y sube. Yo me ocuparé de las puertas.
La entrada principal del edificio estaba cerrada con llave. Mallory la abrió con una llave maestra y la dejó entornada. El vestíbulo estaba iluminado por una lámpara de pie y un globo de pared sobre el conmutador, junto al cual dormía en una silla un hombre de cabellos blancos, con la boca abierta. Sus ronquidos parecían lamentos de un animal herido.
Mallory subió un tramo de escaleras alfombradas. En el primer piso pulsó el botón del ascensor. Cuando éste llegó desde arriba, entró y apretó el botón del piso 7. Bostezó. La fatiga nublaba sus ojos.
El ascensor se detuvo con una sacudida y Mallory salió al silencioso y bien iluminado pasillo. Se paró ante una puerta gris de madera y aplicó la oreja al panel. Luego metió la llave maestra en la cerradura, abrió la puerta unos centímetros, escuchó otra vez y entró.
La luz provenía de una lámpara de pantalla roja colocada junto a un sillón. En el sillón había un hombre, con la cara a plena luz.
Tenía los tobillos y las muñecas atados con cinta adhesiva y un trozo de la misma cinta le cubría la boca. Mallory cerró la puerta y cruzó la habitación con pasos rápidos y silenciosos. El hombre maniatado era Costello. Sobre la cinta adhesiva que le cerraba los labios, el rostro tenía un tono violáceo. El pecho se movía a sacudidas y la abultada nariz hacía una especie de resoplido al expeler el aire.
Mallory despegó de un tirón la cinta de la boca y puso la mano sobre el mentón de Costello para obligarle a abrir los labios. La cadencia de la respiración cambió un poco. El pecho dejó de dar sacudidas, y el violáceo del rostro palideció. El hombre se movió y exhaló un gemido.
Mallory tomó una botella de medio litro de whisky de la repisa y arrancó la arandela de metal del tapón con los dientes. Echó la cabeza de Costello hacia atrás, vertió algo de whisky en su boca y lo abofeteó con fuerza. Costello se atragantó y tosió convulsivamente. Algo de whisky le salió por la nariz. Abrió los ojos y los fijó con dificultad. Murmuró algo confuso.
Mallory pasó entre unas cortinas de terciopelo que flanqueaban un umbral al fondo de la habitación y entró en un pequeño vestíbulo. La primera puerta conducía a un dormitorio con camas gemelas, en cada una de las cuales yacía un hombre atado.
Jim, el policía, estaba dormido o todavía inconsciente. En la sien tenía una gran mancha de sangre coagulada. La piel de su rostro tenía un color gris sucio. Los ojos del hombre pelirrojo estaban abiertos de par en par y brillaban de furia. Sus labios se movían bajo la cinta adhesiva, intentando morderla. Se había puesto de lado y casi caído de la cama. Mallory lo acomodó en el centro del colchón y dijo:
—Todo es parte del juego.
Volvió a la sala y encendió más luces. Costello había conseguido incorporarse en el sillón. Mallory sacó un cortaplumas y por detrás le cortó la cinta que maniataba sus muñecas. Costello separó los brazos, gruñó y frotó los lugares donde la cinta le había marcado la piel. Luego se agachó y se arrancó la cinta que le sujetaba los tobillos.
—No hubiera aguantado mucho más —se quejó—. Sólo puedo respirar por la boca. —Su voz era floja, átona y sin acento.
Se incorporó, se sirvió dos dedos de whisky, lo bebió de un trago, volvió a sentarse y se apoyó en el respaldo. La vitalidad había vuelto a su rostro y en sus ojos apagados había una pequeña chispa.
—¿Qué novedades hay? —preguntó.
Mallory rebuscó en una hielera, frunció el entrecejo y bebió el whisky puro. Frotó suavemente el lado izquierdo de su cabeza con las yemas de los dedos, se sentó y encendió un cigarrillo.
—Varias —contestó—. Rhonda Farr está en su casa. Macdonald y Slippy Morgan han muerto. Pero eso no es importante. Estoy buscando unas cartas que tú has intentado vender a Rhonda Farr. Tendrás que dármelas.
Costello levantó la cabeza y gruñó:
—Yo no tengo esas cartas.
—Búscamelas, Costello. Ahora mismo —ordenó Mallory, echando la ceniza con mucho esmero para que cayese en medio de un rombo verde y amarillo del dibujo de la alfombra.
Costello hizo un movimiento impaciente.
—No las tengo —insistió—. No las he visto nunca.
Los ojos de Mallory se volvieron metálicos casi y su voz cobró un tono agudo.
—Es lamentable lo mucho que ignoran ustedes los matones sus propios negocios —observó—. Estoy cansado, Costello, y no me atrae una discusión. Tendrías un aspecto horrible con esa gran narizota hundida en la mejilla por el caño de mi pistola.
Costello alzó su mano huesuda y frotó la piel enrojecida por la cinta adhesiva en torno a su boca. Echó un vistazo a la habitación. Las cortinas de terciopelo se movieron ligeramente, como rozadas por la brisa. Pero no había brisa. Mallory miraba la alfombra con fijeza.
Costello se levantó con lentitud y dijo:
—Tengo una caja fuerte en la pared. Voy a abrirla.
Se dirigió hacia la pared donde estaba la puerta, levantó un cuadro y giró el disco de una caja fuerte circular. Abrió la pequeña puerta redonda y metió la mano dentro.
—Quédate como estás, Costello —ordenó Mallory.
Cruzó la habitación perezosamente y metió la mano izquierda en la caja por debajo del brazo de Costello. Cuando la sacó, tenía un pequeño revólver automático con empuñadura de nácar. Silbó y se guardó el arma en el bolsillo.
—Nunca aprenderás, ¿verdad, Costello? —dijo con voz cansada.
Costello se encogió de hombros y volvió a cruzar la habitación. Mallory metió la mano en la caja fuerte y tiró al suelo todo lo que contenía. Después se acuclilló. Había varios sobres blancos y largos, un fajo de recortes de periódico sujetos con un gancho, un talonario grueso y estrecho, un pequeño álbum de fotografías, una agenda, algunos papeles sueltos y unos informes bancarios con talones dentro. Mallory abrió uno de los sobres largos distraídamente, sin mucho interés.
Las cortinas de la puerta del extremo volvieron a moverse. Costello estaba rígido frente a la chimenea. Entre las cortinas asomó una pistola sostenida por una mano pequeña y muy firme. Un cuerpo delgado siguió a la mano, y una cara blanca con ojos ardientes: Erno.
Mallory se puso de pie y levantó las manos, vacías.
—Más arriba, muchacho —gritó Erno—. ¡Mucho más arriba, muñeco!
Mallory levantó un poco más las manos; tenía el entrecejo fruncido. Erno entró en la habitación con la cara sudorosa. Un mechón de cabello negro y graso le caía sobre una ceja. La sonrisa forzada mostraba su dentadura.
—Creo que vas a recibir tu merecido aquí mismo, soplón.
Su voz tenía una inflexión interrogante, como si esperase la confirmación de Costello.
Costello no dijo nada.
Mallory movió la cabeza. Tenía la boca muy seca. Observaba los ojos de Erno y veía en ellos una gran tensión. Dijo con voz algo pastosa:
—Has sido engañado, primo, pero no por mí.
La sonrisa de Erno dio paso a un gruñido y la cabeza se bamboleó. El dedo del gatillo se paralizó en la primera articulación. Entonces se oyó un ruido detrás de la puerta y ésta se abrió.
Landrey entró en la habitación. Cerró la puerta con un golpe de hombro y se apoyó en ella con un movimiento ampuloso. Tenía las dos manos en los bolsillos laterales de su abrigo. Los ojos, bajo el sombrero negro, eran brillantes y demoníacos. Parecía satisfecho. Movió la barbilla sobre la bufanda de seda blanca que llevaba anudada descuidadamente al cuello. Su rostro pálido y bien parecido daba la impresión de haber sido tallado en marfil.
Erno movió un poco su pistola y esperó. Landrey exclamó en tono alegre:
—¡Te apuesto mil dólares a que tú tocas primero el suelo!
Los labios de Erno temblaron bajo el pequeño bigote. Dos pistolas se dispararon al mismo tiempo. Landrey osciló como un árbol doblado por una ráfaga de viento; la densa detonación de su 45 sonó una vez más, semiahogada por la tela y la proximidad de su cuerpo.
Mallory se zambulló detrás del sofá, rodó y asomó con la Luger en la mano. Pero el rostro de Erno ya no tenía expresión.
Cayó lentamente; su cuerpo ligero parecía atraído hacia el suelo por el peso del arma que sostenía en la mano derecha. Se le doblaron las rodillas al caer, y su espalda se arqueó una vez, antes de quedar inmóvil.
Landrey sacó la mano izquierda del bolsillo de su abrigo y extendió los dedos en el aire como si quisiera librarse de algo. Lentamente y con dificultad, extrajo la gran pistola automática del otro bolsillo y fue estirando el brazo, centímetro a centímetro, girando sobre las plantas de los pies. Inclinó el cuerpo hacia la rígida figura de Costello y apretó de nuevo el gatillo. Un poco de yeso de la pared saltó junto al hombro de Costello.
Landrey sonrió vagamente y exclamó: «Maldición» en voz baja. Puso los ojos en blanco y la pistola cayó de sus dedos y rebotó sobre la alfombra. Landrey cayó suave y armoniosamente, se arrodilló y osciló un momentos antes de desplomarse de costado sin el menor ruido. Mallory miró a Costello y murmuró con voz tensa y airada:
—¡Dios mío, que suerte la tuya!
El timbre zumbaba con insistencia. Tres luces rojas parpadeaban en el panel del conmutador. El viejo de cabellos blancos cerró la boca de pronto y se levantó, adormilado.
Mallory pasó junto al viejo, atravesó corriendo el vestíbulo, salió a la calle, bajó los tres escalones de mármol y vio que el conductor del coche de Landrey ya pisaba el acelerador. Mallory se sentó a su lado, sin aliento y cerró la portezuela de un golpe.
—¡Date prisa —jadeó— y mantente alejado del bulevar! ¡La policía llegará en unos minutos!
El conductor preguntó:
—¿Dónde está Landrey…? He oído unos disparos.
Mallory levantó la Luger y dijo con frialdad:
—¡Muévete, muñeco!
El conductor metió la marcha y aceleró hacia la esquina, mirando la pistola con el rabillo del ojo.
—Landrey tiene el cuerpo lleno de plomo —explicó Mallory—. Está muerto. —Levantó más la Luger y la puso bajo la nariz del conductor—. Pero no lo ha hecho mi pistola. Huélela, amigo. No ha sido disparada.
El conductor exclamó: «¡Diablos!» con voz entrecortada y dobló la curva en maniobra tan cerrada que por escasos milímetros no rozó la acera.
Estaba a punto de amanecer.