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El gran Cadillac negro de Landrey ascendía sin ruido por la larga pendiente que conducía a Montrose. Abajo, a la izquierda, en el fondo del valle, refulgían unas luces. El aire era fresco y diáfano, y las estrellas, muy brillantes. Landrey miró hacia atrás desde el asiento delantero y puso un brazo sobre el respaldo, un brazo largo y negro que terminaba en un guante blanco.

Dijo por tercera o cuarta vez.

—De modo que es su propio abogado quien la traiciona. Vaya, vaya, vaya.

Sonrió con suavidad, deliberadamente. Landrey era un hombre alto y pálido, de dientes blancos y ojos muy negros que centelleaban bajo la luz del techo.

Mallory y Macdonald ocupaban el asiento trasero. Mallory no contestó; siguió mirando por la ventanilla. Macdonald tomó un trago de whisky de la botella cuadrada, perdió el tapón en el suelo del coche y lanzó una maldición mientras se agachaba para buscarlo. Cuando lo hubo encontrado, se recostó y miró malhumorado el rostro franco y pálido de Landrey sobre la bufanda de seda blanca.

—¿Todavía tiene esa casa en Highland Drive? —preguntó.

—Sí, polizonte, aún la tengo. Pero no en tan buen estado.

Macdonald gruñó:

—Es una verdadera lástima, señor Landrey.

Entonces apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.

El Cadillac salió de la autopista; el conductor parecía saber muy bien lo que hacía. Dio la vuelta y entró en una zona residencial con varias casas aisladas, grandes y lujosas. Las ranas croaban en la oscuridad, y se olía la fragancia del azahar.

Macdonald abrió los ojos y se enderezó.

—La casa de la esquina —dijo al chofer.

La casa estaba bastante apartada por una amplia curva. Tenía un amplio tejado, una entrada que parecía un arco normando y faroles de hierro forjado a ambos lados de la puerta. Junto a la acera había una pérgola cubierta de rosas. El conductor apagó los faros y deslizó el coche con pericia hasta la pérgola.

Mallory bostezó y abrió la puerta del coche. Más allá de la esquina había muchos automóviles estacionados. Las puntas de los cigarrillos de un par de chóferes salpicaban la suave y azulada oscuridad.

—Una fiesta —murmuró. Qué bien.

Se bajó y caminó por un sendero de piedras espaciadas en forma tal que la hierba crecía entre ellas. Se detuvo entre los faroles de hierro forjado y pulsó el timbre.

Una doncella con delantal y cofia abrió la puerta.

—Lamento molestar al señor Atkinson, pero es importante —dijo Mallory—. Me llamo Macdonald.

La doncella titubeó un momento y luego entró en la casa, dejando la puerta entornada. Mallory la empujó tranquilamente y entró en un vestíbulo decorado con alfombras indias en el suelo y las paredes.

Unos metros más allá había una puerta que daba a una habitación sumida en la penumbra, tapizada de libros y saturada por la fragancia de buenos cigarros. Sobre las sillas había sombreros y abrigos. Desde la parte posterior de la casa llegaba música.

Mallory sacó la Luger y se apoyó en el vano de la puerta, dentro de la habitación.

Un hombre vestido de smoking cruzaba el vestíbulo. Era rechoncho y tenía una espesa cabellera blanca y un rostro astuto, sonrosado e irascible. Sus hombros enfundados en un saco de corte perfecto no lograban distraer la atención de un estómago demasiado abultado. Sus tupidas cejas estaban fruncidas. Caminaba de prisa y parecía furioso.

Mallory se plantó ante la puerta y clavó el arma en el estómago de Atkinson.

—Usted me está buscando —dijo.

Atkinson se detuvo, dio un respingo y emitió un grito ahogado. En sus ojos dilatados había un gran sobresalto. Mallory subió la Luger y puso el frío caño contra la garganta de Atkinson. El abogado levantó parcialmente un brazo, como para apartar el arma, y enseguida se detuvo con el brazo en el aire.

—No hable —aconsejó Mallory—, sólo piense. Lo han traicionado, Macdonald ha cantado todo sobre usted. Costello y los otros dos muchachos están encerrados en Westwood. Queremos a Rhonda Farr.

Los ojos de Atkinson eran de un azul turbio, opaco, sin luz. La mención del nombre de Rhonda Farr no pareció impresionarlo mucho.

—¿Por qué viene a verme a mí?

—Creemos que usted sabe dónde está ella —repuso Mallory sin tono—, pero no hablaremos aquí. Salgamos afuera.

Atkinson se removió y farfulló, asustado:

—No… no, tengo invitados.

Mallory dijo fríamente:

—La invitada que queremos no está aquí —y apretó el arma contra la garganta de Atkinson.

En el rostro del abogado apareció una emoción repentina. Retrocedió un paso e intentó apoderarse de la Luger. Mallory cerró los labios, giró con fuerza la muñeca y el caño de la pistola rozó la boca de Atkinson, cuyos labios se tiñeron de sangre y empezaron a hincharse. El abogado palideció.

—No pierdas la cabeza, gordinflón, o no vivirás para contarlo.

Atkinson dio media vuelta y se encaminó directamente a la entrada, de prisa, como un autómata.

Mallory lo tomó del brazo y lo llevó hacia la izquierda, por el jardín.

—Despacito —murmuró.

Rodearon la pérgola. Atkinson extendió los brazos hacia delante y caminó torpemente hasta el coche. Un largo brazo salió de la puerta y lo agarró. Subió al automóvil y cayó contra el asiento. Macdonald le puso la mano sobre la cara y lo obligó a sentarse. Mallory subió y cerró la puerta de golpe.

Los neumáticos chirriaron cuando el coche giró con rapidez y salió disparado. El conductor recorrió una cuadra antes de volver a encender los faros. Entonces volvió un poco la cabeza y preguntó:

—¿Adónde, jefe?

Mallory contestó:

—A cualquier lado. Vuelve a la ciudad y tómatelo con calma.

El Cadillac volvió a la autopista y empezó a bajar la larga pendiente. Una vez más aparecieron las luces del valle, pequeñas luces blancas que se movían con mucha lentitud por el fondo del valle. Faros.

Atkinson se incorporó en el asiento, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la boca. Miró de reojo a Macdonald y dijo con voz casi normal:

—¿De qué se trata, Mac? ¿Extorsión?

Macdonald soltó una carcajada. Luego hipó. Estaba un poco borracho. Con voz espesa, dijo:

—Diablos, no. Los muchachos han raptado a la chica Farr esta noche, y a estos amigos no les gusta. Pero usted no sabe nada de ella, ¿verdad, gordo? —Volvió a reír en son de burla.

Atkinson enunció con lentitud:

—Es gracioso… pero no sé nada. —Levantó un poco más la cabeza y prosiguió—. ¿Quiénes son estos hombres?

Macdonald no respondió. Mallory encendió un cigarrillo, protegiendo la llama con las manos. Entonces dijo lentamente:

—Eso no tiene importancia. O nos dice usted dónde está Rhonda o al menos nos da una pista. Piénselo. Tenemos mucho tiempo.

Landrey volvió la cabeza para mirarlos. Su rostro era una mancha pálida en la oscuridad.

—No es mucho pedir, señor Atkinson —observó gravemente. Su voz era serena, suave, agradable. Dio unos golpecitos en el respaldo con sus dedos enguantados.

Atkinson lo miró con fijeza unos instantes y luego volvió a apoyar la cabeza.

—Supongamos que no sé nada de este asunto —dijo con voz cansada.

Macdonald levantó la mano y le pegó en la cara. La cabeza del abogado cayó contra el respaldo. Mallory dijo en un tono frío y desagradable:

—Basta de tonterías.

Macdonald le lanzó una maldición y miró hacia el otro lado. El coche continuó la marcha.

Ahora ya estaban en el valle. El faro tricolor del aeropuerto recorría el cielo a poca distancia. Empezaron a verse laderas arboladas y pequeños valles entre oscuras colinas. Un tren bajaba del túnel de Newhall, aceleró y pasó de largo con ruido ensordecedor.

Landrey dijo algo al conductor. El Cadillac giró hacia un camino sin asfaltar. El conductor apagó los faros y siguió avanzando a la luz de la luna. El camino moría en una extensión de hierba reseca y pequeños arbustos, donde se vislumbraban latas vacías y trozos de periódicos amarillentos.

Macdonald sacó su botella, la levantó y bebió un trago. Atkinson dijo con voz pastosa:

—Estoy algo débil. Dame un poco.

Macdonald se volvió, alargó la botella, gruñó: «¡Vete al infierno!», y se la guardó en el bolsillo. Mallory sacó una linterna de la guantera, la encendió y la enfocó a la cara de Atkinson, ordenando:

—Habla.

Atkinson se puso las manos sobre las rodillas y miró directamente a la linterna. Sus ojos estaban vidriosos y tenía sangre en la barbilla.

—Esto es una trampa de Costello, no conozco ningún detalle. Pero si es obra de Costello, Slippy Morgan ha de tener algo que ver. Posee una casa en la colina cercana a Baldwin Hills. Quizás han ocultado en ella a Rhonda Farr.

Cerró los ojos y una lágrima brilló al resplandor de la linterna. Mallory observó lentamente:

—Macdonald debería saber eso.

Atkinson repuso sin abrir los ojos:

—Supongo que sí. —Su voz era extraña e indiferente.

Macdonald cerró el puño y volvió a pegarle en la cara. El abogado gimió y cayó de costado. La mano de Mallory tembló e hizo temblar la linterna. Su voz vibraba de furia cuando dijo:

—Haz eso otra vez y te meteré una bala en el vientre. Te aseguro que lo haré.

Macdonald se apartó con una risa insulsa. Mallory apagó la linterna y manifestó, ya más calmado:

—Creo que ha dicho la verdad, Atkinson. Iremos a esa casa de Slippy Morgan.

El conductor giró, dio marcha atrás y se dirigió nuevamente a la autopista.