El edificio se levantaba sobre una colina que dominaba el Westward Village y era nuevo y de aspecto bastante barato. Macdonald, Mallory y Jim se bajaron frente a él y el coche desapareció tras una esquina.
Los tres hombres cruzaron un tranquilo vestíbulo dotado de un conmutador ante el que no había nadie en aquel momento y subieron en el ascensor hasta el séptimo piso. Fueron por un pasillo y se detuvieron ante una puerta. Macdonald se sacó del bolsillo una llave suelta y abrió la puerta. Entraron.
Era una habitación muy nueva, con mucha luz y llena de humo de cigarrillo. Los muebles estaban tapizados con telas de colores chillones y la alfombra tenía confusos cuadros verdes y amarillos. Sobre la repisa de la chimenea se alineaban varias botellas.
Dos hombres se hallaban sentados ante una mesa octogonal con vasos altos frente a sí. Uno era pelirrojo y tenía cejas muy oscuras, rostro blanco y muerto y ojos oscuros y hundidos. El otro tenía una nariz ridícula, parecida a un bulbo, carecía de cejas y su cabello era del mismo color que el interior de una lata de sardinas. Dejó unos naipes sobre la mesa con movimientos muy pausados y cruzó la habitación con una gran sonrisa. Tenía una boca de rictus amable y una expresión cordial.
—¿Algún problema, Mac? —preguntó.
Macdonald se frotó la barbilla y negó con la cabeza. Miró al hombre de la nariz como si lo odiara. El hombre de la nariz continuó sonriendo.
—¿Lo has revisado? —quiso saber.
Macdonald torció la boca para formar una sonrisa despectiva y se acercó a grandes zancadas a la repisa y las botellas. Desde allí replicó en tono insolente:
—El sabihondo no lleva armas. Trabaja con la cabeza. Es muy listo.
Volvió a cruzar súbitamente la habitación y golpeó a Mallory en la boca con el dorso de la mano. Mallory sonrió un poco y se movió; estaba delante de un sofá tapizado de un color parecido al de la bilis, salpicado de chillones cuadros rojos. Las manos le colgaban a los lados y el humo del cigarrillo ascendía desde sus dedos hacia la niebla que ya cubría el tosco y curvado techo.
—No te acalores tanto, Mac —aconsejó el hombre de la nariz—. Ya has interpretado tu papel. Ahora lárgate con Jim.
Macdonald rugió:
—¿A quién crees que estás dando órdenes? No me iré de aquí hasta que este chantajista reciba su merecido, Costello.
El hombre llamado Costello se encogió de hombros brevemente. El pelirrojo de la mesa se volvió un poco en su silla y miró a Mallory con el aire impersonal del coleccionista que estudia un escarabajo sobre un alfiler. Luego sacó un cigarrillo de una caja negra y lo encendió cuidadosamente con un encendedor de oro.
Macdonald volvió a la repisa, se sirvió whisky de una botella cuadrada y lo bebió de un trago. Después se apoyó en la repisa con el entrecejo fruncido.
Costello se plantó delante de Mallory haciendo crujir las articulaciones de sus dedos largos y huesudos.
—¿De dónde saliste? —preguntó.
Mallory lo miró con aire ausente y se puso el cigarrillo entre los labios.
—De McNeil’s Island —contestó con cierto regocijo.
—¿Cuándo?
—Hace diez días.
—¿Por qué te encerraron?
—Falsificación —Mallory daba la información con voz suave y complacida.
—¿Habías estado antes aquí?
—Nací aquí —repuso Mallory—. ¿No lo sabías?
La voz de Costello era dulce, casi conciliadora.
—No-o-o —contestó—. No lo sabía. ¿Por qué has vuelto… hace diez días?
Macdonald cruzó de nuevo la habitación, haciendo oscilar sus macizos brazos. Abofeteó otra vez a Mallory en la boca, apoyándose en los hombros de Costello para hacerlo. En la cara de Mallory apareció una marca roja. Sacudió la cabeza hacia delante y hacia atrás; en sus ojos ardía una cólera sorda.
—Oye, Costello, este tipo no viene de McNeil’s. Te está tomando el pelo. —La voz potente de Macdonald era atronadora—. El sabelotodo no es más que un barato chantajista de Brooklin o uno de esos lugares calientes donde los policías son todos lisiados.
Costello levantó una mano y empujó suavemente el hombro de Macdonald.
—No te necesitamos en esto —dijo con voz átona.
Dominado por la ira, Macdonald cerró el puño. Enseguida se echó a reír, se abalanzó sobre Mallory y le clavó el taco en el pie. Mallory exclamó «¡Maldita sea!» y se desplomó sobre el sofá.
El aire de la habitación ya no tenía oxígeno. Sólo había ventanas en una pared, y estaban cubiertas por unas pesadas cortinas. Mallory sacó un pañuelo para secarse la frente y los labios. Costello ordenó:
—Tú y Jim lárguense, Mac. —Su voz seguía siendo átona.
Macdonald bajó la cabeza y lo observó fijamente por debajo de las espesas cejas. El sudor perlaba su rostro. Aún no se había quitado el viejo y arrugado abrigo. Costello ni siquiera volvió la cabeza. Al cabo de un momento Macdonald se precipitó de nuevo hacia la repisa, apartó de un codazo al de cabellos grises y agarró la botella cuadrada de whisky.
—Llama al jefe, Costello —rugió por encima del hombro—. Tú no tienes cerebro para este asunto. ¡Por todos los diablos, haz algo en vez de hablar! —Se volvió hacia Jim y le dio una fuerte palmada en la espalda, preguntando en tono burlón—: ¿No querías otro trago, polizonte?
—¿Por qué has venido aquí? —preguntó Costello a Mallory una vez más.
—A buscar un enlace. —Mallory le dirigió una mirada perezosa. El fuego se había extinguido en sus ojos.
—Pues lo estás buscando de un modo muy extraño, muchacho.
Mallory se encogió de hombros.
—Pensé que si hacía un poco de teatro podría ponerme en contacto con las personas adecuadas.
—Quizá te has equivocado de pueblo —replicó Costello en voz baja. Cerró los ojos y se rascó la nariz con la uña del pulgar—. A veces es difícil acertar en estas cosas.
La voz áspera de Macdonald resonó en la habitación.
—El sabelotodo no comete errores. No con ese cerebro suyo.
Costello abrió los ojos y miró por encima del hombro al pelirrojo. Éste giró levemente en su silla; tenía sobre la pierna la mano derecha, inerte, medio cerrada. Costello desvió la mirada y la dirigió inmediatamente a Macdonald.
—¡Afuera! —dijo secamente, con frialdad—. Afuera inmediatamente. Estás borracho y no quiero discutir contigo.
Macdonald apretó con fuerza los hombros contra la repisa y metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Su sombrero se ladeaba informe y arrugado, sobre la parte posterior de la cabeza cuadrada. Jim se apartó un poco de él y lo miró con expresión tensa y los labios trémulos.
—¡Llama al jefe, Costello! —bramó Macdonald—. No admito que me des órdenes. No me gustas lo suficiente como para obedecerte.
Costello vaciló y luego se dirigió al teléfono. Clavó los ojos en una mancha de la pared, levantó el auricular y marcó el número de espaldas a Macdonald. Después se apoyó contra la pared y sonrió a Mallory mientras esperaba.
—Hola… si… Costello. Toda va bien excepto que Mac está borracho. Se porta con cierta hostilidad… no quiere largarse. No sé todavía… un forastero. Está bien.
Macdonald hizo un ademán y dijo:
—No cuelgues.
Costello sonrió y dejó el auricular sin ninguna prisa. Los ojos de Macdonald lo miraron con furia concentrada. Escupió sobre la alfombra, en el rincón que había entre una silla y la pared.
—Eso es jugar sucio. Muy sucio. No te puedes comunicar con Montrose desde aquí.
Costello movió vagamente las manos. El pelirrojo se puso de pie, se apartó de la mesa y permaneció a la expectación, tirando la cabeza hacia atrás para que el humo de su cigarrillo no le entrara en los ojos.
Macdonald se balanceaba sobre los talones, furioso. Su mandíbula era una línea blanca y dura en torno a la cara enrojecida. Sus ojos tenían un brillo duro y profundo.
—Supongo que será mejor jugar de esta manera —profirió. Sacó las manos de los bolsillos de modo casual, y su azulado revólver se movió en un arco rígido.
Costello miró al pelirrojo y ordenó:
—Ocúpate de él, Andy.
El pelirrojo se enderezó, escupió el cigarrillo que tenía en la boca y levantó una mano como un rayo.
Mallory dijo:
—Demasiado despacio.
Se había movido tan de prisa y tan poco que no dio la impresión de moverse. Sólo se inclinó un poco hacia delante en el sofá. La Luger, larga y negra, apuntaba directamente al vientre del pelirrojo.
La mano de éste bajó lentamente de la solapa, vacía. En la habitación reinó el silencio. Costello miró a Macdonald con infinita repugnancia y luego extendió los brazos delante de sí, con las palmas hacia arriba, y las miró con una sonrisa insulsa.
Macdonald habló con lentitud y amargura.
—El secuestro es demasiado para mí, Costello. No quiero tener nada que ver. Voy a abandonar esta banda de pacotilla. Por suerte, el sabelotodo ha acudido en mi ayuda.
Mallory se levantó y se acercó al pelirrojo. Cuando había recorrido la mitad de la distancia, Jim profirió una especie de grito ahogado y se abalanzó sobre Macdonald con la mano en el bolsillo. Macdonald lo miró con asombro, alargó el brazo izquierdo y agarró con violencia las dos solapas del abrigo de Jim. Éste lo atacó con ambos puños y le pegó dos veces en la cara. Macdonald apretó los dientes y gritó a Mallory:
—Vigila a esos tipos.
Con mucha calma, dejó la pistola sobre la repisa, metió la mano en el bolsillo de abrigo de Jim y sacó la cachiporra.
—Eres un canalla, Jim. Siempre fuiste un canalla.
Lo dijo con expresión pensativa, sin rencor. Hizo oscilar la porra y golpeó con ella al hombre canoso en la sien. Éste se desplomó sobre sus rodillas, agarrándose al abrigo de Macdonald, que volvió a golpearlo con la porra, en el mismo sitio, con mucha fuerza.
Jim cayó de lado y quedó en el suelo sin sombrero y con la boca abierta. Macdonald siguió haciendo oscilar la porra. Una gota de sudor le bajaba por la nariz.
Costello exclamó:
—Eres un duro, ¿verdad, Mac? —Lo dijo con mirada ausente, como si le interesaran muy poco los acontecimientos.
Mallory siguió hacia el pelirrojo y cuando estuvo detrás de él, ordenó.
—Arriba las manos, gusano.
Cuando el pelirrojo hubo obedecido, Mallory lo palpó con su mano libre. Desenfundó un revólver de la pistolera de hombro y lo tiró detrás de sí. Buscó en el otro lado, palpó los bolsillos, retrocedió y fue hacia Costello. Éste se hallaba desarmado.
Entonces se acercó a Macdonald y se colocó de modo que tuviera delante a todos los ocupantes de la habitación.
—¿A quién han secuestrado? —preguntó.
Macdonald recogió su arma y el vaso de whisky.
—A la chica Farr —contestó—. Supongo que la sorprendieron cuando volvía a su casa. Lo planearon al enterarse por el guardaespaldas italiano de la cita en el Bolívar. No sé donde se la han llevado.
Mallory separó los pies y frunció la nariz. Sostenía la pistola de manera relajada, con la muñeca floja. Inquirió:
—¿Qué significa tu pequeña representación?
Macdonald repuso con aire sombrío:
—Háblame de la tuya. Te di una oportunidad, al fin de cuentas.
—Claro —asintió Mallory—. Para tu propia conveniencia. Yo recibí el encargo de buscar unas cartas que pertenecen a Rhonda Farr. —Miró a Costello, pero éste seguía impasible.
—Por mí está bien —dijo Macdonald—. Yo ya pensé que debías ser una especie de farol. Por eso me arriesgué. En cuanto a mí, sólo quiero alejarme de esta pandilla, eso es todo. —Hizo un ademán ampuloso, como incluyendo a la habitación y todo cuanto contenía.
Mallory tomó un vaso, lo examinó para ver si estaba limpio y luego se sirvió whisky y lo bebió a pequeños sorbos, paseando la lengua por la boca.
—Hablemos del secuestro —dijo—. ¿A quién telefoneaba Costello?
—A Atkinson. Un importante abogado de Hollywood. Una pantalla para los muchachos. También es el abogado de la chica Farr. Buen muchacho, Atkinson. Una rata de albañal.
—¿Ha tomado parte en el secuestro?
Macdonald se echó a reír y contestó:
—Seguro.
Mallory observó, encogiéndose de hombros.
—Parece un riesgo tonto… para él.
Dejó a Macdonald para ir hacia Costello. Puso la boca de la Luger contra el mentón de Costello y lo obligó a apoyar la cabeza contra la pared.
—Costello es un buen chico —dijo con expresión pensativa—, nunca secuestraría a una chica. ¿Verdad que no, Costello? Un pequeño chantaje, tal vez, pero nada desagradable. ¿Tengo razón, Costello?
Costello puso los ojos en blanco y tragó saliva. Dijo entre dientes:
—Cierra la boca. No me haces gracia.
—Pues cada vez es más gracioso —replicó Mallory—. Pero es posible que tú no lo sepas todo.
Levantó la Luger y la deslizó con fuerza por un lado de la nariz de Costello. Dejó una marca blanca que pronto se convirtió en una línea amoratada. Costello pareció inquietarse un poco.
Macdonald acabó por meterse una botella de whisky casi llena en un bolsillo del abrigo y exclamó:
—¡Déjamelo!
Mallory negó con la cabeza gravemente, mirando a Costello.
—Demasiado ruido. Ya sabes cómo construyen estas casas, Atkinson es a quien debemos ver. Busca siempre al jefe… si puedes encontrarlo.
Jim abrió los ojos y se apoyó débilmente en las manos, tratando de incorporarse. Macdonald levantó un pie y lo plantó sobre la cara del hombre de cabellos grises, que volvió a caer.
Mallory echó una ojeada al pelirrojo y fue hacia el teléfono. Levantó el auricular y marcó torpemente un número con la mano izquierda. Explicó:
—Estoy llamando al hombre que me contrató… Tiene un coche grande y muy rápido. Pondremos a estos muchachos en remojo una buena temporada.