Mallory salió de debajo del toldo del club nocturno con el sombrero bajo el brazo. El portero lo miró inquisitivamente y él movió la cabeza y caminó un poco por la acera que bordeaba el semicircular camino de acceso privado. Se detuvo en la oscuridad y al cabo de un rato se deslizó por su lado con mucha lentitud un Isotta-Fraschini.
Era un convertible enorme, incluso para la ostentación de Hollywood. Centelleó como un coro de Ziegfield al pasar ante las luces de la entrada, recobrando luego su tono gris mate. Un chofer con librea iba al volante, tieso como un palo, con la gorra ladeada sobre un ojo. Rhonda Farr estaba en el asiento trasero, con la rígida inmovilidad de una figura de cera.
El coche rodó inaudible por la avenida, pasó entre dos columnas de piedra y desapareció entre las luces del bulevar. Mallory se puso distraídamente el sombrero.
Algo se movió detrás de él en la oscuridad, entre los cipreses. Se volvió y vio la tenue luz que brillaba en el cañón de una pistola.
El hombre que sostenía el arma era muy alto y corpulento. Llevaba un informe sombrero de fieltro, y un abrigo igualmente informe se le abría sobre el estómago. La luz difusa de una ventana revelaba sus cejas tupidas y una nariz ganchuda. Había otro hombre detrás de él.
—Esto es una pistola, compañero —dijo el hombre armado—. Hace pum-pum y los tipos caen al suelo ¿Quieres probar?
Mallory lo miró sin expresión y repuso:
—Crece un poco, enano. ¿Qué juego es éste?
El hombre corpulento se echó a reír. Su risa tenía un sonido sordo, como el de las olas rompiendo contra un acantilado bajo la niebla. Exclamó con sarcasmo:
—El niño prodigio os ha olido, Jim. Uno de nosotros debe parecer un policía. —Echó una ojeada a Mallory y añadió—: Te hemos visto vapulear a un hombrecillo ahí dentro. ¿Te parece bien eso?
Mallory tiró el cigarrillo y miró mientras describía un arco en la oscuridad. Respondió con cautela:
—¿Les parecería bien a ustedes por veinte dólares?
—Esta noche, no, señor. Casi todas las noches sí, pero no ésta.
—¿Y un billete de cien?
—Ni siquiera eso, señor.
—En tal caso —dijo Mallory con gravedad—, el asunto ha de ser muy serio.
El hombre volvió a reír y se acercó un poco más. El que estaba a sus espaldas emergió de las tinieblas y plantó una mano sobre el hombro de Mallory. Éste se hizo a un lado sin mover los pies. La mano cayó y Mallory dijo:
—¡No me pongas las pezuñas encima, polizonte!
El otro hombre gruñó. Algo silbó en el aire y golpeó con fuerza a Mallory detrás de la oreja izquierda. Éste cayó de rodillas y permaneció así un momento, balanceándose y moviendo con violencia la cabeza. Sus ojos se aclararon; vio el dibujo de rombos de la acera. Se puso de pie con bastante lentitud.
Miró al hombre que lo había golpeado con su cachiporra y lo maldijo con una ferocidad concentrada que hizo retroceder al individuo mientras los labios le temblaban como gelatina.
El hombre corpulento reprendió:
—¡Maldita sea, Jim! ¿Por qué diablos has hecho eso?
El hombre llamado Jim se llevó la mano a la boca y se la mordió al tiempo que devolvía la cachiporra al bolsillo del abrigo.
—¡Olvídalo! —replicó—. Llevémonos a éste… y acabemos de una vez. Necesito un trago.
Echó a andar por la avenida. Mallory se volvió despacio y lo siguió con la mirada mientras se frotaba el lado izquierdo de la cabeza. El grandote movió la pistola con gesto rutinario y anunció:
—Vamos compañero. Daremos un paseo a la luz de la luna.
Mallory empezó a andar y el gigante se puso a su lado. El hombre llamado Jim esperó hasta que llegaron adonde estaba él y se sumó a la caminata. Se dio una palmada en la boca del estómago, diciendo:
—Necesito un trago, Mac, estoy muy nervioso. —El hombre corpulento repuso en tono conciliador:
—¿Y quién no lo está, querido?
Llegaron a un coche estacionado en doble fila cerca de las columnas que marcaban el final del camino privado. El hombre que había golpeado a Mallory se sentó al volante. El gigante hizo subir a Mallory al asiento trasero y se sentó a su lado. Colocó la pistola sobre su abultado muslo, se echó el sombrero un poco más hacia la nuca y sacó un arrugado paquete de cigarrillos. Encendió uno trabajosamente con la mano izquierda.
El coche entró en el océano de faros, se dirigió hacia el este durante un rato y luego giró hacia el sur por la gran pendiente. Las luces de la ciudad eran una interminable cascada luminosa. Los letreros de neón se encendían y apagaban. El lánguido rayo de un reflector aparecía entre jirones de nubes.
—Ha ocurrido lo siguiente —explicó el gigante exhalando humo por las anchas ventanas de la nariz—: te hemos pescado tratando de vender unas cartas falsas a esa tal Farr.
Mallory soltó una carcajada breve y áspera.
—Los dos me dan náuseas.
El hombre pareció reflexionar, mirando fijamente hacia delante. Los faros de los coches proyectaban ondas de luz sobre su ancho rostro. Al cabo de unos momentos dijo:
—Eres el mismo tipo, desde luego. Esas cosas se saben en nuestro negocio.
Los ojos de Mallory se entornaron en la oscuridad y sus labios esbozaron una sonrisa.
—¿Qué negocio, polizonte? —preguntó.
El hombre abrió mucho la boca y volvió a cerrarla.
—Será mejor que hables, y no te hagas el tonto. Ahora sería un buen momento. Jim y yo somos bastante sociables, pero tenemos amigos que no lo son tanto.
—¿De qué debo hablar, teniente?
El hombre se estremeció con una risa silenciosa y no contestó. El coche pasó por delante del pozo de petróleo que se yergue en medio del bulevar La Ciénaga y giró hacia una calle tranquila, bordeada de palmeras. Se detuvo a mitad de cuadra frente a un baldío. Jim apagó el motor y los faros y luego sacó una botella plana de la guantera, se la llevó a la boca, suspiró profundamente y la pasó por encima de su hombro.
El gigante bebió un trago, agitó la botella y dijo:
—Tenemos que esperar a un amigo. Hablemos, mientras tanto. Mi nombre es Macdonald, del departamento de detectives. Estabas tratando de chantajear a la chica Farr. Su guardaespaldas se puso delante de ella y tú lo dejaste fuera de combate. Fue una bonita demostración y nos gustó. Pero no nos gustó la otra parte.
Jim alargó el brazo para agarrar la botella de whisky, tomó otro trago, aspiró y explicó de repente:
—Te teníamos puesto el ojo. Pero no pensamos que actuaras tan indiscretamente. No es normal.
Mallory apoyó el brazo en el muslo y miró hacia el firmamento azul, sereno y estrellado. Después replicó:
—Sabe usted demasiado, polizonte. Y no ha sido la señorita Farr quien se lo ha contado. Ninguna estrella de cine iría a la policía por un asunto de chantaje.
Macdonald volvió su voluminosa cabeza. Sus ojos centellaban débilmente en el oscuro interior del vehículo.
—No hemos dicho nada de cómo estamos al corriente. De modo que es cierto lo del chantaje ¿eh?
Mallory contestó con gravedad:
—La señorita Farr es una vieja amiga mía. Alguien intenta chantajearla, pero yo no. Sólo tengo un presentimiento.
Macdonald preguntó con rapidez:
—¿Por qué te sacó la pistola ese italiano?
—No le caía simpático —respondió Mallory con voz cansada—. Me porté mal con él.
—¡Huevadas! —exclamó Macdonald, encolerizado. El hombre del asiento delantero sugirió:
—Dale un golpe en la boca, Mac. ¡Haz que desembuche el hijo de…!
Mallory estiró el brazo hacia abajo, torciendo los hombros, como si estar sentado le causara calambres. Sintió el bulto de su Luger bajo el brazo izquierdo y dijo con lentitud:
—Usted ha dicho que yo intentaba vender unas cartas falsas. ¿Por qué cree que las cartas son falsas?
Macdonald repuso con voz suave:
—Quizá sepamos dónde están las auténticas.
—Eso es lo que yo pensé, polizonte —replicó Mallory, y se echó a reír.
Macdonald se movió de repente, levantó un puño cerrado y lo descargó contra la cara de Mallory, pero no con mucha fuerza. Mallory volvió a reír y luego se tocó el lugar dolorido detrás de la oreja, con dedos cautelosos.
—Eso ha dado en el blanco, ¿verdad? —inquirió.
Macdonald masculló una maldición.
—Tal vez seas demasiado listo. Me parece que vamos a averiguarlo dentro de poco.
Enmudeció. El hombre del asiento delantero se quitó el sombrero y se rascó la mata de cabellos grises. Del bulevar que estaba a media cuadra de distancia, llegaba el sonido estridente de las bocinas. Los faros refulgían al pasar por el extremo de la calle. Al cabo de un raro un par de ellos describieron una amplia curva y lanzaron rayos blancos contra las palmeras. Un bulto oscuro recorrió la media cuadra y se deslizó junto a la acera hasta quedar delante del otro coche. Los faros se apagaron.
Un hombre se bajó. Macdonald lo interpeló enseguida:
—Hola, Slippy. ¿Cómo te fue?
El hombre era alto y delgado y su rostro apenas se distinguía bajo el ala del sombrero. Habló con un ligero ceceo:
—Sin novedad. No tuvimos problemas.
—Está bien —gruñó Macdonald—. Deja ese coche y ven a conducir este cacharro.
Jim se trasladó a la parte trasera del coche y se sentó a la izquierda de Mallory, dándole un fuerte codazo. El hombre delgado se sentó al volante, puso el motor en marcha y volvió a La Ciénaga, después a Wiltshire, hacia el sur, y finalmente al oeste otra vez. Conducía de prisa y con brusquedad.
Pasaron de largo un semáforo en rojo y el gran edificio de un cine cuyas luces estaban apagadas en su mayoría y en cuya boletería de cristal nadie vendía entradas; luego atravesaron Beverly Hills. El caño de escape hizo más ruido al subir una colina por una carretera trazada entre dos altos terraplenes. Macdonald habló de improviso:
—Diablos, Jim. He olvidado revisar a este tipo. Sostén mi arma un momento.
Se inclinó hacia Mallory respirando contra su cara una bocanada de whisky. Una gran mano rebuscó en los bolsillos de dentro y fuera de la chaqueta, en los pantalones y luego subió hasta la axila izquierda, donde se detuvo un momento, descansando sobre la Luger enfundada en la pistolera de hombro. Por fin buscó en la otra axila y se retiró.
—Está bien, Jim. El sabihondo va desarmado.
Una chispa de asombro prendió en el cerebro de Mallory, que frunció las cejas y sintió cierta sequedad en la boca.
—¿Puedo encender un cigarrillo? —preguntó tras una pausa.
Macdonald contestó con burlona cortesía:
—Por supuesto, ¿por qué íbamos a prohibirte una tontería como ésa, ricura?