La mansión Patchett arrasada: dos acres de hollín, escombros. Tejas en el césped, una palmera chamuscada en la piscina. La casa era una ruina: estuco derrumbado, cenizas mojadas. Hallar una caja de caudales dentro de un perímetro de seis billones de pulgadas cuadradas.
Ed avanzó entre los escombros pensando en David Mertens: tenía que estar allí, era el sitio indicado.
El piso se hundía en los cimientos, sólo servía para leña. Pilas de madera, montículos de tela empapada, ningún destello metálico. Un trabajo para diez hombres durante una semana, más un técnico para la trampa cazabobos. Fue al patio.
Un porche trasero de cemento, una losa con muebles chamuscados. Cemento sólido: ni fisuras ni surcos, ningún acceso obvio a una caja de caudales. La caseta de la piscina era otro montón de escombros.
Maderas de un metro de alto: demasiado trabajo si Mertens estaba allí. Rodeó la piscina: sillas quemadas, un trampolín. El percutor de una granada de mano flotando en el agua.
Ed pateó la palmera flotante. Astillas de porcelana en la copa, esquirlas clavadas en el tronco. Se agachó, aguzando la vista: píldoras en el agua, cuadrados negros que parecían tapas de detonador. La escalinata era yeso destrozado; rejillas de metal, más píldoras. Miró el césped: hierba quemada desde la piscina hasta la caseta.
Acceso a la caja de caudales: protección con granadas y dinamita. Llamaradas llegando a la terminal, haciendo estallar la trampa cazabobos. Quizá.
Ed saltó al agua y desgarró el yeso: píldoras y burbujas subieron a la superficie. Usó ambas manos: yeso, agua, burbujas, una puerta de metal oscilando. Más píldoras, carpetas envueltas en plástico, plástico sobre dinero y polvo blanco. Una cantidad enorme, luego sólo un profundo agujero negro. Empapado, corrió al coche una y otra vez bajo el resplandor del sol. Estaba casi seco cuando terminó de cargar todo. Un último viaje por si él estaba allí: píldoras recogidas de la piscina.
La calefacción del coche lo entibió. Enfiló hacia la escuela Dieterling, saltó la cerca.
Silencio: sábado, sin clases. Un patio de juegos típico: aros de baloncesto, canchas de softbol. El Ratón Moochie por todas partes.
Ed caminó hacia la cerca sur, la ruta más corta desde la casa de Billy Dieterling. Piel con cartílago en la cerca, marcas de manos. Puntos oscuros en el asfalto desleído: sangre, un rastro fácil.
Cruzó el patio, bajó la escalera hasta la puerta del cuarto de la caldera. Sangre en el picaporte, una luz encendida dentro. Cogió la pistola de Bud White, entró.
David Mertens tiritando en un rincón. Un cuarto sofocante: el hombre mojando de sudor ropas ensangrentadas. Mostró los dientes, torció la boca en un chillido. Ed le arrojó las píldoras.
Mertens las aferró, las engulló. Ed le apuntó a la boca, no pudo apretar el gatillo. Mertens le clavó los ojos. Algo extraño ocurrió con el tiempo: de pronto dejó de existir. Mertens se durmió, los labios plegados sobre las encías. Ed le miró la cara, trató de sentir furia. Aún no podía matarlo.
El tiempo regresó: desquiciado. Juicios, audiencias médicas. Preston Exley atacado por dejar el monstruo en libertad. El tiempo apretaba el gatillo: aún no podía hacerlo.
Ed recogió al hombre, lo cargó hasta el coche.
Pacific Sanitarium, Malibu Canyon. Ed pidió al guardia de la puerta que le enviara al doctor Lux. El capitán Exley quería devolverle un favor.
El guardia le indicó un lugar. Ed aparcó, rasgó la camisa de Mertens. Brutal: el hombre era una gran cicatriz.
Lux se le acercó. Ed extrajo dos sacos de polvo, dos fajos de billetes de dos mil dólares. Los puso en el capó y bajó las ventanillas traseras.
Lux se cercó, miró el asiento trasero.
—Conozco ese trabajo. Ése es Douglas Dieterling.
—¿Así de simple?
Lux tocó el polvo.
—¿Del difunto Pierce Patchett? No nos sulfuremos, capitán. Por lo que sé, usted no es un boy scout. ¿Qué desea?
—Quiero que ese hombre permanezca encerrado en un pabellón, bajo llave por el resto de su vida.
—Me parece aceptable. ¿Es compasión o el deseo de salvaguardar la reputación de nuestro futuro gobernador?
—No lo sé.
—No es una respuesta típica de un Exley. Disfrute del paisaje, capitán. Pediré a mis ordenanzas que limpien esto.
Ed caminó hasta la terraza, miró el mar. Sol, olas, quizá tiburones alimentándose. Una radio habló a sus espaldas.
«… más noticias sobre el frustrado intento de fuga en el tren de la prisión. Un portavoz de la Policía de Tráfico informó a los reporteros de que el número de víctimas ahora asciende a veintiocho internos, siete guardias y tripulantes del tren. Cuatro agentes del Departamento del Sheriff resultaron heridos y el sargento Jack Vincennes, célebre policía de Los Ángeles y ex asesor técnico de la serie de TV Insignia del Honor, fue tiroteado y muerto. El compañero del sargento Vincennes, el sargento Wendell White del Departamento de Policía, está en estado grave en el hospital Fontana. White persiguió y mató al hombre que conducía el coche destinado a llevarse a los fugitivos, identificado como Burt Arthur «Doble» Perkins, músico de clubes nocturnos con conexiones con el hampa. Un equipo de médicos procura salvar la vida del valiente sargento, aunque no se espera que sobreviva. El capitán George Rachlis de la Policía de Tráfico de California califica esta tragedia…».
El mar se puso borroso detrás de las lágrimas. White le guiñó el ojo y dijo: «Gracias por el empujón». Ed dio media vuelta. El monstruo, la droga, el dinero ya no estaban.