59

—Ya se lo dije al capitán Exley, y ya le advertí que una entrevista con el señor Goldman resultaría infructuosa —dijo el médico—. El hombre casi nunca está lúcido. Sin embargo, ya que ha insistido en enviarlo a usted, se lo repetiré todo.

Jack miró en torno suyo. Camarillo era escalofriante: chiflados, pinturas de chiflados en las paredes.

—¿Podría verlo? El capitán quiere una declaración de Goldman.

—Bien, tendrá suerte si la consigue. En julio pasado, el señor Goldman y su compañero Mickey Cohen fueron atacados con tubos y navajas en McNeil. Al parecer no identificaron a los atacantes, y Cohen salió relativamente ileso mientras que el señor Goldman sufrió graves lesiones cerebrales. Ambos salieron en libertad bajo palabra el año pasado, y el señor Goldman empezó a comportarse erráticamente. A finales de diciembre lo arrestaron por orinar en público en Beverly Hills, y el juez ordenó tenerlo aquí en observación durante noventa días. Lo hemos tenido desde Navidad, y acabamos de solicitar noventa días más. Francamente, no podemos hacer nada con él, y lo único misterioso es que el señor Cohen nos visitó y ofreció trasladar al señor Goldman a un sanatorio privado a sus expensas, pero Goldman rehusó y pareció tenerle miedo. ¿No es extraño?

—Quizá no. ¿Dónde está?

—Al otro lado de esa puerta. Sea amable con él. El hombre fue un hampón, pero ahora es sólo un patético ser humano.

Jack abrió la puerta. Una habitación acolchada; Davey Goldman en un banco acolchado. Necesitaba afeitarse; apestaba a Lysol. El boquiabierto Davey hojeaba un National Geographic.

Jack se sentó al lado. Goldman se apartó.

—Este lugar es infame. Debiste dejar que Mickey te llevara a otro sitio.

Goldman se limpió mocos de la nariz y se los comió.

—Davey, ¿problemas con Mickey?

Goldman le mostró la revista: negros desnudos agitando lanzas.

—Simpático. Cuando muestren gente blanca me suscribiré. Davey, ¿me recuerdas? Jack Vincennes. Yo trabajaba en Narcóticos y nos cruzábamos en el Strip.

Goldman se rascó los testículos. Sonrió: bajo voltaje, nadie en casa.

—¿Es una comedia? Vamos, Davey. Tú y Mick os conocéis desde tiempo atrás. Sabes que él te cuidaría. Goldman aplastó un insecto invisible.

—Ya no. Voz de hombre ausente: nadie podía fingir tan bien.

—Dime, Davey, ¿qué pasó con Dean van Gelder? Lo recordarás, él te visitó en McNeil. Goldman se sacó mocos de la nariz, se los limpió en los pies.

—Dean van Gelder —dijo Jack—. Te visitó en McNeil en el 53, en la época en que Peter y Baxter Englekling visitaron a Mickey. Ahora tienes miedo de Mickey y Van Gelder liquidó a un tío llamado Duke Cathcart, y a él lo liquidaron en la matanza del Nite Owl. ¿Te quedan sesos para hablar de eso?

No se encendió ninguna luz.

—Vamos, Davey. Cuéntamelo y no te sentirás tan triste. Habla con tu tío Jack.

—¡Holandés! ¡Cabrón holandés! Mickey debería saber cómo lastimarme pero no sabe. Hub rachmones, Meyer, hub rachmones, Meyer Harris Cohen, te absolvo de mis pecados.

La boca hablaba, pero el resto del hombre estaba muerto.

Jack meditó: Van Gelder el holandés. Del yiddish al latín, una alusión a la traición.

—Vamos, continúa. Confiésate con el padre Jack y te sentirás mejor.

Goldman se sacó mocos de la nariz; Jack insistió.

—¡Vamos!

—¡El holandés lo estropeó!

Tal vez: orden de muerte contra Duke Cathcart, desde la cárcel.

—Estropeó ¿qué?

Goldman, voz monótona y ausente.

—Los concesionarios muertos tres pistoleros, blip, blip, blip. Tregua no es juerga. Mickey cree que conseguirá pescado pero el gato irlandés tiene el pescado y Mickey se queda sólo con los huesos, es presa del monstruo miau. Hub rachmones Meyer, yo podía confiar en ti, no en ellos, todo está parado pero no para nosotros te absolvo

¿Qué diablos…?

—¿Quiénes son esos tíos de quienes hablas? Goldman tarareó una melodía, discordante, conocida. Jack recordó: Take the «A» Train.

—Davey, háblame.

Davey cantó.

—Bump bump bump bump bump bump bump bump el simpático tren, bump bump bump bump bump el simpático tren.

Empeoraba. Como si tuviera paredes acolchadas en el cerebro.

—Davey, háblame.

Charla de chiflado.

—Bzz, bzz bzz micrófono para oír. Betty, Benny micrófono para escuchar, micrófono irlandés. Hub rachmones Meyer querido amigo.

Una posibilidad.

Los Englekling vieron a Cohen en su celda, le comentaron el plan de Duke Cathcart para distribuir pornografía. Mickey juraba que no se lo había contado a nadie. Goldman lo averiguó, decidió adueñarse del negocio, envió a Dean van Gelder para que liquidara a Cathcart o le comprara una parte. ¿Cómo? ¿UN MICRÓFONO ESCONDIDO EN LA CELDA DE COHEN?

—Davey, háblame del micrófono.

Goldman se puso a tararear In the Mood.

El médico abrió la puerta.

—Eso es todo, sargento. Es suficiente. Ya ha molestado bastante a este hombre.

Exley le dio su aprobación por teléfono: un viaje a McNeil para comprobar si había aparatos de espionaje en la celda que había ocupado Mickey Cohen. El aeropuerto del condado de Ventura estaba a pocos kilómetros: volaría a Puget Sound y cogería un taxi hasta la penitenciaria. Bob Gallaudet tendría allí un hombre de Detectives para oficiar de enlace: los administradores de McNeil mimaban a Cohen, tal vez recibían sobornos, quizá no colaborasen sin presión. Exley pensaba que la teoría de los micrófonos era exagerada; estaba enfadado porque Bud White no aparecía. Fisk y Kleckner lo estaban buscando, el bastardo tal vez huía, sabiendo lo del artículo de Whisper y el cadáver de San Bernardino. Fisk le había dejado una nota mencionando el descubrimiento. Parker decía que Dudley Smith estaba estudiando los archivos del caso Englekling y presentaría un informe pronto; Lynn Bracken aún callaba.

—¿Qué hacemos con eso? —preguntó Jack.

—El Dining Car a medianoche. Conversaremos. El temible capitán Ed poniéndose fatalista.

Jack enfiló hacia Ventura, cogió su vuelo. Exley había llamado con antelación para reservarle el billete. Una azafata entregó periódicos; Jack cogió un Times y un Daily News y leyó Nite Owl.

Los chicos de Dudley desmantelaban el distrito negro, arrestando maleantes, buscando a los que habían disparado las escopetas en Griffith Park. Pura alharaca: quien hubiera escondido las armas en el coche de Ray Coates había puesto las balas en el parque, dando pistas a la prensa. Sólo los profesionales tenían sesos y agallas para hacerlo. Mike Breuning y Dick Carlisle tenían un puesto de mando en la sección de la calle Setenta y siete: todo el escuadrón y veinte hombres de Homicidios destacados para trabajar en el caso. Imposible que los culpables fueran negros chiflados: todo empezaba a parecerse a 1953. El Daily News mostraba fotos: Central Avenue atestada de hombres que exhibían placas, la casa que Exley le había comprado a Inez Soto. Una foto elegante en el Times: Inez frente a la casa de Ray Dieterling en Laguna, ocultándose los ojos de los flashes.

Jack siguió leyendo.

La Fiscalía General del Estado publicó una declaración: Ellis Loew ganó la partida emitiendo una orden de no intervención, pero la Fiscalía aún quería el caso e intervendría cuando venciera la orden. A menos que el Departamento resolviera el lío del Nite Owl a satisfacción del gran jurado del condado de Los Ángeles dentro de un período prudente. El Departamento emitió un comunicado de prensa: un detallado informe sobre la violación colectiva de Inez Soto en 1953, acompañado por una conmovedora descripción de cómo el capitán Ed Exley la ayudó a reconstruir su vida. El padre de Exley también aparecía en las noticias. El Daily News destacaba la conclusión del sistema de autopistas de California Sur y comentaba un nuevo rumor: el gran Preston pronto anunciaría su candidatura en la campaña para gobernador, sólo dos meses y medio antes de las primarias republicanas, una estrategia de última hora para capitalizar la inminente alharaca por las autopistas. ¿Tendría alguna oportunidad después de la mala prensa que tenía su hijo?

Jack evaluó sus propias oportunidades. La relación con Karen mejoraba porque ella veía que Jack se esmeraba; el mejor modo de mantenerla en marcha era terminar sus veinte años de servicio, coger la pensión y largarse de Asuntos Internos. Los próximos dos meses tendría que brincar esquivando balas: la reapertura, los datos que Patchett y Bracken tenían sobre él. Apuesta difícil. Estaba cansado y asustado para brincar demasiado, y empezaba a sentirse viejo. Exley también brincaba: las cenas de madrugada no eran su estilo. Quizá Bracken y Patchett ofrecieran un trato valiéndose del archivo de Jack, tal vez Parker enterrara el asunto para proteger al Departamento. Pero Karen lo sabría, y lo que quedaba de su matrimonio se iría al traste, porque Karen no soportaría saber que se había casado con un borracho y un recaudador. «Asesino» era una bala que no podrían eludir.

Tres horas en el aire; tres horas de reflexión. El avión aterrizó en Puget Sound; Jack cogió un taxi hasta McNeil.

Era feo: un monolito gris en una isla rocosa y gris. Paredes grises, niebla gris, alambres de espino a orillas del agua gris. Jack se apeó ante la garita; el guardia revisó su identificación, cabeceó. Chirriaron puertas de acero.

Jack entró. Un hombrecillo membrudo le salió al encuentro.

—¿Sargento Vincennes? Agente Goddard, Detectives.

Un buen apretón de manos.

—¿Exley le aclaró de qué se trataba?

—Bob Gallaudet me lo explicó. Investigan el Nite Owl y casos relacionados y creen que podía haber micrófonos en la celda de Mickey Cohen. Estamos buscando pruebas para respaldar esa teoría, que no me parece tan rebuscada.

—¿Por qué?

Caminaron contra el viento. Goddard habló.

—Aquí trataban a Cohen a cuerpo de rey, y también a Goldman. Privilegios a granel, visitas ilimitadas y poco control del material que les traían, así que era posible instalar un micrófono. ¿Cree que Goldman traicionó a Mickey?

—Algo parecido.

—Bien, es posible. Se alojaban a dos celdas de distancia, en un pabellón pedido por Mickey, porque la mitad de las celdas tenían la cañería estropeada y no podían alojar internos en ellas. Ya lo verá, toda la zona está vacía y cerrada.

Puestos de inspección, las celdas: pabellones de seis pisos con pasillos. Subieron hasta mi corredor: ochenta celdas vacías.

—El penthouse —dijo Goddard—. Tranquilo, poco poblado, una bonita sala para que los muchachos jugaran a los naipes. Un informador nos dice que Cohen aprobaba a los internos que se alojaban aquí. ¿Se imagina qué descaro?

—Cielos —dijo Jack—, es usted bueno. Y rápido.

—Bien, Exley y Gallaudet son influyentes, y los poderes consagrados de la prisión no tuvieron tiempo de prepararse. Ahora mire lo que he traído.

En la mesa de la sala: barras, cinceles, martillos, una estaca larga y delgada con un gancho en la punta. Sobre una manta: un grabador, una maraña de cables.

—Primero registraremos este pabellón —dijo Goddard—. Admito que es una apuesta difícil, pero traje una grabadora por si hallábamos cinta.

—Es una posibilidad. Goldman y Cohen salieron en otoño, pero los atacaron en julio, y a Davey le arruinaron la mollera. Si él manejaba la cinta, estaba demasiado atontado para llevarse la grabadora.

—Basta de charla. A dar martillazos.

Goddard examinó un tramo desde el conducto de calefacción de la celda de Cohen hasta el conducto de calefacción de Goldman, trazó una línea en el techo de las dos celdas intermedias y empezó a sondear con un martillo y un cincel. Jack sacó una placa protectora del conducto de la pared de Mickey, tanteó el interior del conducto con la estaca ganchuda. Sólo paredes de hojalata huecas, sin cables adentro. Frustrante: era el lugar lógico donde esconder un micrófono. El conducto soplaba vaharadas de calor; Jack cambió de parecer. Washington era frío, la calefacción estaría encendida casi siempre, sofocando la conversación. Registró las paredes y el techo. Nada. Luego tanteó las inmediaciones del conducto. Parches de cemento y agujeros al lado de la placa protectora; golpeó hasta derrumbar media pared y apareció un pequeño micrófono cubierto de cemento, colgado de un cable. Cinco segundos después Goddard estaba allí; el cable estaba conectado con una grabadora cubierta de plástico.

—A medio camino entre las celdas, un escondrijo al lado del conducto. Escuchémosla.

Se instalaron en la sala. Goddard conectó su aparato, cambió los carretes, apretó botones. Cinta grabada.

Estática, aullidos de perro. Cohen: «Calma, calma, bubeleh».

—Le permitían tener un perro en la celda —dijo Goddard—. Sólo en Norteamérica, ¿eh?

Cohen: «Deja de lamerte el schnitzel, precioso». Más aullidos, un largo silencio, un chasquido.

—Lo estoy poniendo a punto. Micrófono activado por la voz. A los cinco minutos se apaga automáticamente.

Jack se quitó yeso de las manos.

—¿Cómo entraba Goldman para cambiar la cinta?

—Debía de tener un gancho, como esa estaca que yo le he dado a usted. La rejilla del conducto de calefacción estaba floja, así que sabemos que alguien metió las manos allí. Cielos, ¿cuánto hace que esta cosa está aquí? Y Goldman necesitó ayuda, esto no lo hace un hombre solo. Escuche, ¿oye ese chasquido?

Otro chasquido, una voz extraña: «¿Cuánto? Diré a ese guardia que se encargue de la apuesta». Cohen: «Mil a Basilio, ese italianito es prometedor. Y pasa por la enfermería para ver a Davey. Por Dios, esos matones lo transformaron en un nabo. Juro que viviré para hacerlos puré». Voces superpuestas, murmullos, Mickey arrullando al perro, ladridos.

La época: Ya habían atacado a Goldman y Cohen; Mickey había apostado en la pelea Robinson-Basilio de septiembre. Probablemente se retiró después, al ver malas perspectivas.

Apagado, encendido, cuarenta y seis minutos de Mickey y por lo menos dos hombres más jugando a las cartas, usando el inodoro. La cinta usada casi terminada; apagado, encendido, el maldito perro aullando.

Mickey: «Seis años y diez meses aquí y perder el magnífico cerebro de Davey justo antes de irme. Semejante tsurus para llevar a casa. Mickey Junior, deja de lamerte el putz, faigeleh».

Una voz extraña: «Consíguele una perra, y no tendrá que lamerse».

Cohen: «Por Dios, tanta energía y tanto tamaño. Ese perro con su shlong es como Heifetz tocando el violín, y para colmo está provisto como Johnny Stompanato. Y hablando de provisiones, me cuentan que Johnny está proveyendo a Lana Turner, después de ir tras ella tanto tiempo. Ah, debe tener el coño como chinchilla».

El hombre extraño se echó a reír.

Cohen: Basta, adulador, guarda unas risas para Jack Benny. Necesito a Johnny, pero no puedo encontrarlo porque juega a enterrar la polla con estrellas de cine. Están liquidando a mis concesionarios y necesito a Johnny para que averigüe quién es, pero ese pícaro italiano de gran mástil no aparece en ninguna parte. ¡Quiero liquidar a esos cabrones! ¡Quiero desalojar de este mundo a los bastardos que lastimaron a Davey!

Toses de Mickey. Voz extraña: «¿Qué dices de Lee Vachss y Abe Teitlebaum? Podrías pedírselo a ellos».

Cohen: «Como confidente eres un shmendrik, aunque juegas bien a los naipes. No, Abe se ha reblandecido demasiado para usar los músculos. Demasiada grasa en su restaurante. Esa grasa tapona las arterias y causa estragos, y Lee Vachss ama demasiado la muerte para tener entendimiento. ¡Lana, qué coño debe de tener, como de cachemir!».

La cinta terminó.

—Mickey sin duda tiene estilo con las palabras —dijo Goddard—, pero ¿qué tiene que ver todo esto con el Nite Owl?

—¿Cómo le suena «nada»?