Pruebas: las pertenencias de las víctimas halladas cerca del hotel Tevere; el Mercury de Coates y las escopetas localizadas, con verificación forense del arma que disparaba esas municiones con extrañas marcas.
Ningún gran jurado del mundo rehusaría dictaminar homicidio en primer grado.
El caso del Nite Owl estaba resuelto.
Ed, en la mesa de la cocina, redactando un informe: último resumen para Parker. Inez en el dormitorio, ahora su dormitorio. Ed no podía armarse de coraje para decir: «Déjame dormir contigo, veremos cómo van las cosas, aguardaremos». Ella estaba melancólica: leía libros sobre Raymond Dieterling, armándose de valor para pedirle un empleo. La noticia sobre las armas no la entusiasmó, aunque significaba que ella no tendría que declarar. Las heridas externas habían sanado, ningún dolor físico la molestaba, pero ella lo seguía viviendo.
Sonó el teléfono; Ed lo atendió. Otro chasquido: Inez escuchando en el dormitorio.
—¿Hola?
—Russell Millard, Ed.
—Capitán, ¿cómo está?
—Soy Russell para sargentos y oficiales, hijo.
—Russell, ¿ha oído hablar del coche y las armas? La historia del Nite Owl.
—No exactamente, por eso llamo. Acabo de hablar con un teniente del Departamento del Sheriff, un hombre de la Oficina Carcelaria. Me dijo que había oído un rumor. Dudley Smith llevará a Bud White para arrancar confesiones a golpes a nuestros muchachos. Mañana por la mañana, temprano. Los hice trasladar a otra sección para que no lleguen a ellos.
—Jesús.
—El salvador, ya lo creo. Hijo, tengo un plan. Iremos temprano, les presentaremos las nuevas pruebas y buscaremos confesiones legítimas. Tú harás de chico malo, yo de salvador.
Ed se caló las gafas.
—¿A qué hora?
—¿A las siete?
—De acuerdo.
—Eso significará ganarte la peligrosa enemistad de Dudley.
La línea del dormitorio se cortó.
—Así sea. Russell, le veré mañana.
—Duerme bien, hijo. Te necesito alerta.
Ed colgó. Inez en la puerta, con la bata de Ed, que le quedaba enorme.
—No puedes hacerme esto.
—No deberías fisgonear.
—Esperaba una llamada de mi hermana. Exley, no puedes.
—Los querías en la cámara de gas. Allá irán. No querías declarar. Dudo que debas hacerlo.
—Quiero que los lastimen. Quiero que sufran.
—No. Está mal. Este caso exige justicia absoluta. Inez rió.
—La justicia absoluta te sienta tan bien como a mí esta bata, pendejo.
—Tienes lo que querías, Inez. Déjalo así y sigue con tu vida.
—¿Qué vida? ¿Vivir contigo? Nunca te casarás conmigo, eres tan respetuoso que me dan ganas de gritar y cada vez que me convenzo de que eres un tipo decente haces algo que me hace exclamar: «Madre mía, ¿cómo he podido ser tan tonta?». ¿Y ahora quieres negarme esto? ¿Esta pequeñez?
Ed alzó su informe.
—Muchos hombres hicieron este caso. Esos animales estarán muertos para Navidad. Todos, Inez. Absolutamente. ¿No te basta?
Una risa burlona.
—No. Diez segundos y se dormirán. Durante seis horas me pegaron, me montaron y me insertaron cosas. No, no me basta.
Ed se levantó.
—Conque dejarás que Bud White estropee el caso. Es probable que esto esté arreglado por Ellis Loew, Inez. Está pensando en una presentación sólida ante un gran jurado, un juicio de dos días donde él tendrá el papel protagonista. Con tal de lograr eso, echaría a perder lo que tenemos. Sé lista y reconócelo.
—No, reconoce tú que el asunto está terminado. Los negritos morirán porque así son las cosas. Yo soy sólo una testigo a quien nadie necesita más, así que quizá mañana White reparta algunos golpes para hacerme justicia.
Ed apretó los puños.
—White es una vergüenza para la policía, un hijo de perra baboso y mujeriego.
—No, es sólo un hombre que llama a las cosas por su nombre y no mira seis veces antes de cruzar la calle.
—Es una mierda.
—Entonces es mi mierda. Exley, te conozco. Te importa un bledo la justicia, sólo importas tú. Sólo irás mañana para perjudicar a White, y sólo lo harás porque sabes que él sabe lo que eres. Me tratas como si quisieras amarme, no me das más que dinero y conexiones sociales, cosas que tienes en abundancia y no echarás de menos. No corres riesgos por mí, y White arriesga su estúpida vida sin fijarse en las consecuencias, y cuando yo mejore querrás follarme y ponerme en un sitio donde nadie te vea en público conmigo, lo cual me da náuseas, y amo al estúpido White porque al menos tiene la sensatez de saber lo que eres.
Ed se le acercó.
—¿Y qué soy?
—Un cobarde sin agallas.
Ed alzó un puño, titubeó. Inez se quitó la bata. Ed la miró, miró hacia otro lado: la pared y las medallas militares enmarcadas. Las arrojó por la habitación. No fue suficiente. Quiso golpear la ventana, se amilanó y golpeó en cambio las blandas cortinas acolchadas.