La celda de Mickey Cohen.
Gallaudet rió: cama con manta de terciopelo, estantes con forro de terciopelo, cómoda con asiento de terciopelo. Un conducto de calefacción: el estado de Washington, todavía frío en abril. Ed estaba cansado: habían hablado con Jack Whalen, lo habían desechado, habían volado mil quinientos kilómetros. La una de la mañana: dos polizontes esperando a un hampón psicópata que jugaba a los naipes. Gallaudet palmeó al bulldog de Cohen: Mickey Cohen Junior, envuelto en un suéter de terciopelo. Ed revisó sus notas sobre Whalen.
Whalen desvariaba sin parar. Se rió de la teoría Englekling, se explayó sobre el crimen organizado en Los Ángeles.
La actividad del hampa paralizada desde el encierro de Mickey Cohen. Visión de un experto: reducción de poder, dinero guardado en bancos suizos, fondos para la reconstrucción. Morris Jahelka, subjefe de Cohen, había recibido un feudo: lo había estropeado pronto, invirtiendo mal, sin fondos para pagar a sus hombres. Whalen dijo que a él le iba bien y ofreció su teoría sobre Cohen.
Pensaba que Mickey estaba repartiendo las concesiones de apuestas, usura, droga y prostitución en negocios pequeños y selectos; cuando le dieran la libertad bajo palabra se consolidaría, cogería el dinero que sus concesionarios habían invertido, reconstruiría. Whalen basaba su teoría en intuiciones: Lee Vachss, ex pistolero de Cohen, parecía haberse vuelto honesto; ídem Johnny Stompanato y Abe Teitlebaum, dos rufianes que no podían andar en línea recta. Quizá los tres estaban a la expectativa, quizá salvaguardando los intereses de Cohen. El jefe Parker —temiendo que esta tregua llevara a un avance sigiloso de la Mafia— abría un nuevo frente contra los matones de fuera de la ciudad: Dudley Smith y dos de sus compinches operaban desde un motel de Gardena. Molían a palos a los pandilleros, les robaban el dinero para cederlo a organizaciones benéficas de la policía, los ponían de nuevo en el autobús, el tren o el avión para que regresaran por donde habían venido. Todo con suma discreción.
Conclusión de Whalen:
Le permitían operar porque alguien tenía que brindar servicios de juego, o un manojo de locos independientes haría trizas Los Ángeles a tiros. «Contención» —una palabra de Dudley Smith— lo decía todo: la comunidad policíaca sabía que Mickey sólo disparaba cuando le disparaban a él; respetaba las reglas. La idea de que él o Mickey reventaran a seis personas por libros masturbatorios era una patraña.
Aun así, todo estaba demasiado tranquilo. Se estaba gestando una tormenta.
Mickey Cohen Junior ladró; Ed alzó los ojos. Entró Mickey Cohen, con una caja de galletas para perros.
—Nunca he matado a ningún hombre que no mereciera la muerte según las pautas de nuestro estilo de vida. Nunca he distribuido inmundicias masturbatorias y sólo acepté una confabulación con Peter y Baxter Englekling a causa de mi afecto por su difunto padre, Dios lo tenga en su gloria aunque fuera un puñetero alemán. No mato a testigos inocentes porque es mitzvah hacerlo y porque me atengo a los Diez Mandamientos, excepto cuando es malo para los negocios. El alcaide Hopkins me dijo por qué estabais aquí y os hice esperar porque tenéis que ser retrasados para acusarme de ese crimen perverso y estúpido, obviamente obra de estúpidos shvartzes. Pero como Mickey Junior os tiene simpatía, os daré cinco minutos de mi tiempo. ¡Ven con papá, bubeleh!
Gallaudet rió. Cohen se arrodilló en el suelo, se puso una galleta en la boca. El perro corrió hacia él, agarró la galleta, lo besó. Mickey rozó el hocico del animal; Mickey Cohen Junior gimió con fastidio. Ed vio a un hombre en el pasillo: Davey Goldman, contable de Mickey, encerrado en McNeil por sus propios problemas de impuestos.
Goldman se alejó.
—Mickey —dijo Gallaudet—, los hermanos Englekling dicen que enloqueciste cuando mencionaron que Duke Cathcart había concebido la idea.
Cohen escupió migajas de galleta.
—¿Sabes qué significa «soltar presión»?
—Sí —dijo Ed—, pero ¿qué hay de otros nombres? ¿Los Englekling mencionaron otros nombres además de Cathcart?
—No, y nunca conocí personalmente a Cathcart. Oí que lo habían encerrado por estupro, así que lo juzgué por eso. La Biblia dice: «No juzguéis si no queréis ser juzgados». Como deseo ser juzgado, yo digo: «Juzga cuanto quieras, Mickey».
—¿Asesoraste a los hermanos sobre la organización del sistema de distribución?
—¡No! Que Dios y mi amado Mickey Junior sean testigos. No.
—Mick —dijo Gallaudet—, he aquí la pregunta clave. ¿Mencionaste ese asunto en el patio? ¿A quién más le hablaste de ello?
—¡No se lo dije a nadie! ¡Los libros masturbatorios son vergonzosos! Incluso pedí a Dave que se fuera cuando vinieron esos hermanos meshugeneh! Y Dave es mis oídos. ¡Hasta ese punto respeto los asuntos confidenciales!
—Ed —dijo Gallaudet—, llamé a Russell Millard mientras tú hablabas con el alcaide. Dijo que llamó a los hombres de Antivicio que investigan el tema pornografía, y no consiguieron nada. Ni Cathcart ni pistas sobre las revistas. Russell revisó todos los informes sobre el Nite Owl y no consiguió nada. Bud White indagó la historia de Cathcart, y no informó nada. Ed, es sólo coincidencia que Susan Lefferts sea de San Bernardino. Cathcart no podía lograrlo aunque lo intentara. Todo esto fue un circo preparado por los Englekling para zafarse de esas órdenes judiciales.
Ed cabeceó. Mickey Cohen acunó a Mickey Cohen Junior.
—Padres e hijos, un tema que nos invita a un festín de reflexiones. Mi vástago canino y yo, el viejo Franz y ese par de inservibles con los dientes estropeados. Franz era un genio de la química, hizo grandes cosas por los trastornados mentales. Cuando me robaron un cargamento grande de heroína, pensé en Franz: si yo tuviera su cerebro en vez de mi genio poético, habría creado mi propio polvo blanco para vender. Id a casa, chicos. No ganaréis el caso con libros obscenos. Son los shvartzes, son los puñeteros negros.