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Entraron cogidos del brazo, Inez con su mejor vestido y un velo para ocultar las magulladuras. Ed exhibía la placa para abrirse paso entre los reporteros. Los asistentes ponían en fila a los invitados. La Tierra de los Sueños entraba en actividad.

Inez estaba deslumbrada: los suspiros hacían ondear el velo. Ed miró en torno: cada detalle le recordaba a su padre.

Una Gran Avenida. Calle Mayor, EE.UU., 1920: venta de soda, cines de época, extras: un polizonte haciendo la ronda, el vendedor de periódicos haciendo juegos malabares con manzanas, muchachas bailando el charlestón. El río Amazonas: cocodrilos motorizados, lanchas de excursión. Montañas coronadas de nieve; vendedores repartiendo gorras con orejas de ratón. El Monorraíl Ratón Moochie, islas tropicales: hectáreas de magia.

Abordaron el tren monorraíl: el primer coche, el primer viaje. Alta velocidad, cabeza abajo, de costado. Inez se liberó de las correas riendo. El tobogán del Mundo de Paul; almuerzo: perros calientes, conos de nieve, quesos Ratón Moochie.

Luego «Idilio del Desierto», «Diversiones de Danny», una exhibición sobre viajes espaciales. Inez parecía cansada; harta de excitación. Ed bostezó: efectos de una noche en blanco.

Una denuncia tardía: un tiroteo en Cheramoya, ningún detenido. Tuvo que ir al lugar: un edificio de apartamentos, la unidad de planta baja acribillada de agujeros de bala. Extraño: cartuchos del 38 y del 45, un cuarto de estar lleno de estanterías vacías excepto por algún material sadomasoquista, sin teléfono. No se pudo hallar al dueño del edificio; el administrador decía que le pagaban por correo, cheques, recibía vivienda gratis y un billete de cien por mes, así que estaba contento y no hacía preguntas. Ni siquiera conocía al ocupante del apartamento. Las condiciones de este último indicaban una limpieza rápida, pero nadie había visto nada. Cuatro horas de redactar informes. Cuatro horas robadas al Nite Owl.

La exhibición era una lata: una reverencia a la cultura. Inez señaló el baño de damas. Ed salió.

Un tour VIP por la avenida: Timmy Valburn arreando a tíos importantes. Ed recordó la primera plana del Herald: Tierra de los Sueños, Nite Owl, nada más importaba.

Trató de interrogar de nuevo a Coates, Jones y Fontaine, pero no decían una palabra. Los testigos oculares que habían acudido por la convocatoria del Griffith Park no podían identificar a los tres sospechosos bajo custodia: «imposible asegurarlo». La búsqueda de vehículos ahora incluía Ford y Chevy 48-50, y hasta ahora no había nada. Rivalidad por adueñarse del caso: Parker respaldaba a Dudley Smith, Thad Green promocionaba a Russell Millard. No habían hallado las escopetas ni el Mercury de Sugar Ray. Se habían hallado las billeteras y carteras de las víctimas en una alcantarilla, a pocas manzanas del hotel Tevere. Combinando eso con los cartuchos del Griffith Park, se obtenía lo que no decían los periódicos. Ellis Loew apurando a Parker para que lo apurase a él: «Hasta ahora todo es circunstancial, así que di al muchacho Exley que siga trabajando en esa chica mexicana. Parece que está entrando en contacto. Que la persuada de realizar un interrogatorio con pentotal de sodio: obtengamos jugosos detalles del secuestro y confirmemos de una vez por todas la hora del Nite Owl».

Inez se sentó junto a él. La vista: el Amazonas, montañas de yeso.

—¿Estás bien? —dijo Ed—. ¿Quieres regresar?

—Lo que quiero es un cigarrillo, aunque ni siquiera fumo.

—Entonces no empieces, Inez…

—Sí, me mudaré a tu cabaña.

Ed sonrió.

—¿Cuánto te decidiste?

Inez se metió el velo bajo el sombrero.

—Vi un periódico en el cuarto de baño, y Ellis Loew se regodeaba hablando de mí. Parecía feliz, así que pensé en poner cierta distancia entre nosotros. De paso, no te he agradecido mi sombrero.

—No tienes por qué hacerlo

—Sí tengo, porque soy naturalmente mal educada con los anglos que me tratan bien.

—Si estás esperando que te replique con una broma, no tengo ninguna.

—Sí, la hay. Y, para que conste, no te hablaré de ese asunto, no miraré fotos, no testificaré.

—Inez, he recomendado que te dejemos en paz por ahora.

—Y «por ahora» es una broma, y la otra broma es que estás interesado por mí, lo cual está bien, porque estuve mejor en mis tiempos y ningún mexicano querría a una muchacha mexicana violada por una pandilla de negritos putos, aunque en realidad nunca me interesaron mucho los mexicanos. ¿Sabes lo que me da miedo, Exley?

—Te he dicho que me llamaras Ed.

Inez desvió la mirada.

—Tengo un hermano imbécil que se llama Eduardo, y llamarte Ed me haría pensar en él, así que te llamaré Exley. ¿Sabes lo que me da miedo? Me da miedo porque hoy me siento bien porque este sitio es como un sueño maravilloso, pero sé que tiene que estropearse porque lo que sucedió fue cien veces más real que esto. ¿Entiendes?

—Entiendo. Pero por ahora, deberías tratar de confiar en mí.

—No confío en ti, Exley. No «por ahora», y quizá nunca.

—Soy el único en quien puedes confiar.

Inez se bajó el velo.

—No confío en ti porque no los odias por lo que hicieron. Tal vez creas que los odias, pero al mismo tiempo estás promoviendo tu carrera. White los odia. Mató a un hombre que me lastimó. No es tan listo como tú, pero quizá pueda confiar en él.

Ed tendió la mano, Inez apartó la suya.

—Quiero que mueran. Que estén absolutamente muertos. ¿Entiendes?

—Entiendo. ¿Tú entiendes que tu amado White es un matón?

—Sólo si tú entiendes que estás celoso de él. Mira, oh Dios.

Ray Dieterling, su padre. Ed se puso de pie; Inez se levantó deslumbrada.

—Raymond Dieterling, mi hijo Edmund. Edmund, preséntame a la joven.

Inez a Dieterling:

—Es un placer conocerle. He sido… oh, soy una gran admiradora.

Dieterling le cogió la mano.

—Gracias, querida. ¿Y tu nombre?

—Inez Soto. He visto… oh, soy sólo una gran admiradora.

Dieterling sonrió con tristeza: la historia de la muchacha figuraba en primera plana. Se volvió hacia Ed. —Sargento, encantado.

Un buen apretón de manos.

—Señor, un honor. Y felicitaciones.

—Gracias, y comparto esas felicitaciones con tu padre. Preston, tu hijo tiene buen ojo para las damas, ¿verdad?

Preston rió.

—Señorita Soto, Edmund rara vez ha demostrado tan buen gusto. —Entregó un papel a Ed—. Un agente del Departamento del Sheriff te buscaba en casa. Recibí el mensaje.

Ed cogió el papel; Inez se sonrojó debajo del velo. Dieterling sonrió.

—Señorita Soto. ¿Le ha gustado la Tierra de los Sueños?

—Sí, ya lo creo.

—Me alegra, y quiero que sepa que tenemos aquí un buen empleo cuando usted lo desee. Sólo tiene que pedirlo.

—Gracias, gracias, señor… —Inez se tambaleaba.

Ed la sostuvo, miró el mensaje: «Stensland embriagándose en el Raincheck Room, Gage Oeste 3871. Asamblea de maleantes, supervisor alertado. Esperándote. Keefer».

Los socios se marcharon con una reverencia; Inez se despidió con la mano.

—Te llevaré de vuelta —dijo Ed—, pero tengo que parar en el camino.

Regresaron a Los Ángeles, la radio encendida, Inez marcando el ritmo en el salpicadero. Ed imaginó escenas: Stensland aplastado con frases hirientes. Una hora hasta el Raincheck Room. Ed aparcó detrás de un coche sin insignias del Departamento del Sheriff.

—Sólo tardaré unos minutos. Quédate aquí, ¿de acuerdo?

Inez cabeceó. Pat Keefer salió del bar; Ed se apeó del coche, silbó.

Keefer se le acercó, Ed lo guió lejos de Inez.

—¿Todavía está allí?

—Sí, ebrio como una cuba. Pensé que ya no vendrías.

Un callejón oscuro junto al bar.

—¿Dónde está el supervisor?

—Me dijo que lo arrestara. Esto es jurisdicción del condado. Sus amigos se largaron, así que está solo.

Ed señaló el callejón.

—Sácalo esposado.

Keefer regresó adentro; Ed esperó junto a la puerta del callejón. Gritos, golpes, Dick Stensland sacado a empellones: maloliente, desaliñado. Keefer le hizo erguir la cabeza; Ed le pegó: arriba, abajo, puñetazos hasta hacerle aflojar los brazos. Stensland cayó vomitando; Ed le pateó la cara, se alejó. Inez en la acera.

—¿Conque White es el matón?