Ray Pinker condujo a Ed por el Nite Owl, reconstruyendo.
—Apuesto a que ocurrió así. Primero, los tres entran y muestran las armas. Un hombre se encarga de la cajera, el cocinero y la camarera. Este sujeto golpea a Donna DeLuca con la culata de la escopeta. Donna está de pie junto a la caja registradora, y encontramos un fragmento de cuero cabelludo allí. Ella le entrega el dinero de la caja y el de su cartera, él la empuja a ella y Patty Chesimard al refrigerador, llevando de paso a Gilbert Escobar. Gilbert se resiste: huellas de pies arrastrados, cacerolas y sartenes en el piso. Un culatazo en la cabeza: el charco de sangre que está trazado con tiza. La caja de caudales está abierta bajo la repisa del cocinero, uno de los tres empleados asesinados la abre: recuerde las monedas caídas. Gilbert se resiste un poco más, otro culatazo, vea el círculo marcado 1-A en el suelo. Allí encontramos tres dientes de oro, los guardamos y analizamos: Gilbert Luis Escobar. Las huellas de pies arrastrados empiezan aquí. Gilbert ha dejado de luchar, el sospechoso número uno mete a las víctimas uno, dos y tres en el refrigerador.
Regresaron al restaurante, aún cerrado tres noches después de la matanza. Curiosos mirando por las lunas; Pinker siguió hablando.
—Entre tanto, los pistoleros dos y tres se encargan de las víctimas cuatro a seis. Las huellas de arrastre que van hasta el refrigerador, la comida volcada y los platos rotos hablan por sí mismos. Tal vez usted no lo vea porque el linóleo es muy oscuro, pero hay sangre debajo de las dos primeras mesas:
Cathcart y Lunceford, sentados aparte, dos culatazos. Sabemos dónde estaba cada cual por el análisis de las muestras. Cathcart cayó junto a la mesa dos, Lunceford junto a la mesa uno. Ahora…
—¿Dactiloscopia ha analizado los platos para tener mayor confirmación? —interrumpió Ed.
Pinker asintió.
—Borrones, dos latentes viables en los platos que había bajo la mesa de Lunceford. Así fue como lo hemos identificado: las cotejamos con las huellas que le tomaron cuando ingresó en el Departamento de Policía. A Cathcart y Susan Lefferts les volaron las manos. No hay modo de confirmar eso por otros medios, sus platos estaban muy turbios. Identificamos a Cathcart por un análisis dental parcial y sus datos carcelarios, a Lefferts por un análisis dental total. ¿Ve usted ese zapato en el suelo?
—Sí.
—Bien, por el estudio de ángulos parece que Lefferts intentaba llegar a Cathcart, que estaba en la mesa contigua, aunque estaban sentados por separado. Mero pánico, obviamente ella no le conocía. Lefferts se puso a gritar, y uno de los maleantes le encajó un fajo de servilletas en la boca. El doctor Layman le encontró papel de servilleta en la garganta al realizar la autopsia. Pienso que quizá la amordazaron y se sofocó justo cuando empezaron los disparos. Bien, arrastran a Cathcart y Lefferts hasta el refrigerador, Lunceford camina, el pobre diablo quizá cree que es sólo un robo. En el refrigerador les quitan las carteras y billeteras. Encontramos un trozo del carnet de conducir de Gilbert Escobar flotando en sangre cerca de la puerta, junto con seis bolas de algodón manchadas de cera. Los maleantes tuvieron el buen tino de taparse los oídos.
Ese detalle no encajaba: sus negros eran demasiado impetuosos.
—No parecen hombres suficientes para hacer el trabajo.
Pinker se encogió de hombros.
—Funcionó. ¿Sugiere que una o más víctimas conocían a uno o más asesinos?
—Sé que es improbable.
—¿Quiere ver el refrigerador? Tendrá que ser ahora. Le hemos prometido al propietario que podría recobrar el local.
—Lo vi esa noche.
—Yo vi las fotos. Jesús, ni siquiera parecían humanos. Usted está trabajando en la historia de Lefferts, ¿verdad?
Ed miró por la ventana; una muchacha bonita lo saludó con el brazo.
Morena, latina.
Se parecía a Inez Soto.
—Verdad.
—¿Y?
—Y pasé un día entero en San Bernardino y no llegué a ninguna parte. Esa mujer vivía con su madre, que estaba dopada por sedantes y no quiso hablar conmigo. Hablé con conocidos, quienes me dijeron que Susan Lefferts sufría de insomnio crónico y escuchaba radio toda la noche. No tenía novios recientes, ningún enemigo. Revisé su apartamento de Los Ángeles, y era lo que se podía esperar para una vendedora de treinta y un años. En San Bernardino alguien comentó que era un poco casquivana, alguien dijo que algunas veces bailó con poca ropa en un restaurante griego, para divertirse. Nada sospechoso.
—Siempre volvemos a los negros.
—Así es.
—¿Hubo suerte con el coche y las armas?
—No, y la gente de la calle Setenta y siete está registrando cubos de basura y alcantarillas en busca de las carteras y billeteras. Tengo una idea que podría ahorrarnos tiempo. —Pinker sonrió.
—¿Buscar cartuchos con marcas en Griffith Park?
Ed se volvió hacia la ventana. La muchacha latina se había ido.
—Si encontramos esos cartuchos, son los negros bajo custodia u otros tres.
—Sargento, es una gran apuesta.
—Lo sé, y ayudaré.
Pinker miró la hora.
—Son las diez y media. Encontraré los informes sobre esos disparos, trataré de localizar los sitios y lo veré con un escuadrón de zapadores mañana al amanecer. ¿El aparcamiento del Observatorio?
—Allí estaré.
—Entonces, ¿debo tener la autorización del teniente Smith?
—Hágalo a petición mía. Yo respondo directamente ante Parker.
—En el parque al alba, pues. Lleve ropa vieja. Será un trabajo sucio.
Ed comió comida china en Alvarado. Sabía por qué seguía ese rumbo. El Queen of Angels estaba cerca, tal vez Inez Soto estuviera despierta. Llamó al hospital: Inez sanaba rápidamente, su familia no la había visitado, su hermana había llamado diciendo que sus padres la culpaban por la pesadilla. Ropa provocativa, costumbres mundanas. Había llorado por sus animalitos de felpa; Ed hizo que la tienda de regalos le enviara una selección. Obsequios para acallar su conciencia: la quería como testigo principal en su primer gran caso de homicidio. Y quería granjearse su simpatía, quería que negara cuatro palabras: «White es el héroe».
Se demoró en la última taza de té. Suturas, trabajo dental: sus heridas sanaban, se empequeñecían. Su madre e Inez se fundían en una figura borrosa. Había recibido un informe: Dick Stensland andaba con maleantes conocidos, apostaba con corredores, recibía el salario en efectivo y frecuentaba burdeles. Cuando sus hombres precisaran esos datos, llamarían a Libertad Condicional y arreglarían un arresto.
Lo cual palidecía frente a «White es el héroe» e Inez Soto con ese odio apasionado.
Ed pagó la cuenta, enfiló hacia el Queen of Angels.
Bud White salía.
Se cruzaron junto al ascensor. White fue el primero en hablar.
—Olvida tu carrera y déjala descansar.
—¿Qué haces aquí?
—No trato de exprimir a una testigo. Déjala en paz, ya tendrás tu oportunidad.
—Esto es sólo una visita.
—Ella te ha calado, Exley. No puedes comprarla con osos de felpa.
—¿No quieres solucionar el caso? ¿O sólo estás frustrado porque no hay nadie a quien matar?
—Gran discurso de un soplón lameculos.
—¿Viniste aquí para follar con ella?
—En otras circunstancias, te degollaría por eso.
—Tarde o temprano, os liquidaré a ti y a Stensland.
—Quizá suceda al revés. Héroe de guerra, ¿eh? Esos japoneses se tirarían al suelo para que los mataras.
Ed no replicó.
White le guiñó el ojo.
Temblores mientras subía a la habitación. Ed miró antes de llamar.
Inez estaba despierta, leyendo una revista. Animalitos de felpa en el suelo, una criatura en la cama: la Ardilla Scooter como apoyapié. Inez lo vio.
—No —dijo.
Magulladuras más claras, los rasgos recobrados.
—No ¿qué?
—No, no revisaré esa declaración.
—¿Ni siquiera unas preguntas?
—No.
Ed acercó una silla.
—No pareces sorprendida de verme aquí tan tarde.
—No lo estoy. Tú eres el sutil. —Señaló los animales—. ¿El fiscal de distrito te reembolsó el dinero?
—No, los pagué de mi bolsillo. ¿Ellis Loew te ha visitado?
—Sí, y le he dicho que no, que los tres negritos putos me llevaron de paseo, recibieron dinero de otros putos y me dejaron con el negrito puto a quien White liquidó. Le he dicho que no puedo recordar o no quiero recordar más detalles. Que elija los que desee y eso es todo.
—Escucha —dijo Ed—, sólo pasé a saludar.
Ella se le rió en la cara.
—¿Quieres el resto de la historia? Una hora después mi hermano Juan me llama para decirme que no puedo volver a casa, que deshonré a mi familia. Luego llama Loew y dice que puede alojarme en un hotel si coopero, luego la muchacha de la tienda trae esos putos animales y dice que son obsequios del simpático policía de gafas. Estuve en la universidad, pendejo. ¿Crees que no entiendo la ilación de los hechos?
Ed señaló la Ardilla Scooter.
—No la tiraste.
—Es especial.
—¿Te gustan los personajes de Dieterling?
—Y eso ¿qué?
—Sólo preguntaba. ¿Y dónde encaja Bud White en esa ilación de los hechos?
Inez acomodó las almohadas.
—Mató a un hombre por mí.
—Lo mató por él mismo.
—Qué más da, ese puto animal está muerto. White sólo viene a saludar. Me hace advertencias sobre ti y Loew. Me dice que debo cooperar, pero no es insistente. Te odia, hombre sutil. Me doy cuenta.
—Eres una muchacha lista, Inez.
—Quieres decir «para ser mexicana». Lo sé.
—No, te equivocas. Simplemente eres lista. Y te sientes sola, o me habrías pedido que me fuera. Inez arrojó la revista al suelo.
—Y eso ¿qué?
Ed recogió la revista. Páginas ajadas: un artículo sobre la Tierra de los Sueños.
—Recomendaré que te den un tiempo para recobrarte, y que cuando este asunto vaya al tribunal te permitan declarar por escrito. Si obtenemos suficientes pruebas sobre el Nite Owl a partir de otras fuentes, quizá no tengas que testificar. Y no regresaré si no lo deseas.
Ella le clavó los ojos.
—Aún no tengo adónde ir.
—¿Leíste ese artículo sobre la inauguración de la Tierra de los Sueños?
—Sí.
—¿Viste el nombre «Preston Exley»?
—Sí.
—Él es mi padre.
—Y ¿qué? Sé que eres un chico rico que derrocha dinero en animales de felpa. Y ¿qué? ¿Adónde iré? Ed agarró la barandilla de la cama.
—Tengo una cabaña en el lago Arrowhead. Puedes quedarte allí. No te tocaré y te llevaré a la inauguración de la Tierra de los Sueños.
Inez se tocó la cabeza.
—¿Y mi pelo?
—Te conseguiré un bonito sombrero.
Inez sollozó, abrazó a la Ardilla Scooter.
Ed se reunió con los zapadores al alba, aturdido por sus sueños: Inez, otras mujeres. Ray Pinker traía linternas, palas, detectores de metales; había conseguido que la División de Comunicaciones publicara una convocatoria pública: se pedía a los testigos de los tiroteos del Griffith Park que se presentaran para identificar a los responsables. Las escenas de los episodios estaban marcadas en mapas con cuadrículas: laderas empinadas con vegetación achaparrada. Los hombres cavaban, escarbaban, registraban con artefactos que hacían tic, tic, tic. Hallaron monedas, latas, un revólver 32. Horas bajo el sol. Ed trabajaba con empeño: respirando tierra, arriesgándose a una insolación. Los sueños regresaron, círculos que conducían de vuelta a Inez.
Anne del baile de cotillón de Marlborough: lo hicieron en un Dodge 38, las piernas de Ed golpeando contra las puertas. Penny de la clase de biología de la UCLA: ponche de ron en la casa de la fraternidad, un polvo rápido en el patio. Mujerzuelas patrióticas en su gira de venta de bonos de guerra, una aventura de una noche con una mujer mayor de la División Central. Era difícil recordar las caras; cuando lo intentaba veía a Inez. Inez sin magulladuras, sin bata de hospital. Mareo, el calor causaba mareo, y él estaba sucio y exhausto. Era una buena sensación. Pasaron más horas: no pudo pensar en mujeres ni en nada más. Más tiempo de trabajo, gritos a lo lejos, una mano en el hombro.
Ray Pinker mostrándole dos cartuchos de escopeta y la foto de una bala con la marca del percutor. Concordancia perfecta: las marcas eran idénticas.