19

Ed hojeó el informe de Jack Vincennes. Thad Green observaba mientras el teléfono sonaba sin cesar.

Sólido, conciso: Cubo de Basura redactaba con precisión.

Tres varones negros bajo custodia: Raymond «Sugar Ray» Coates, Leroy Fontaine, Tyrone Jones. Tratados por lesiones recibidas al resistirse al arresto; delatados por otro varón negro que describía a Coates como un maniático de la escopeta a quien le gustaba reventar perros. Coates figuraba en la lista de Vehículo el informador declaraba que andaba con otros dos hombres —«Tyrone y Leroy»— que también vivían en el hotel Tevere. Los tres arrestados en ropa interior; Vincennes los entregó a agentes de un coche patrulla que había acudido por los disparos y registró las habitaciones. Encontró una caja de municiones Remington, cincuenta unidades, calibre 12, doble grado, donde faltaban unas cuarenta unidades. Pero no había escopetas, ni guantes de goma, ni ropas manchadas de sangre, ni dinero en cantidad ni otras armas. Las únicas prendas: camisetas sucias, pantalones cortos, ropas bien planchadas cubiertas por celofán de la tintorería. Vincennes revisó el incinerador del sótano del hotel; estaba funcionando. El administrador le dijo que Sugar Coates había arrojado un bulto de ropa a las siete de esa mañana. Vincennes dijo que Jones y Fontaine parecían estar ebrios o bajo la influencia de narcóticos: siguieron durmiendo a pesar de los estampidos y el alboroto general causado por Coates al resistirse al arresto. Vincennes pidió a los agentes que llegaron luego que buscaran el coche de Coates, pues no estaba en el aparcamiento ni en un radio de tres manzanas. Se emitió una orden de búsqueda; Vincennes declaró que las manos y brazos de los tres sospechosos apestaban a perfume; un análisis de parafina no daría resultados concluyentes.

Ed dejó el informe en el escritorio de Green.

—Me sorprende que no los haya matado. El teléfono. Green le dejó sonar.

—Así habrá más titulares. Jack folla con la cuñada de Ellis Loew. Y si los negros se empaparon las zarpas en perfume para burlar el análisis de parafina, podemos dar las gracias a Jack; él pasó esa información a Insignia del Honor. Ed, ¿estás preparado para esto?

El estómago de Ed saltó.

—Sí, señor.

—El jefe quería que Dudley Smith trabajara contigo, pero lo disuadí. Aunque es eficaz, ese hombre detesta a la gente de color.

—Señor, sé cuán importante es esto.

Green encendió un cigarrillo.

—Ed, quiero confesiones. Quince de las balas que extrajimos del Nite Owl tenían marcas de percutor, de modo que si conseguimos las armas tenemos el caso preparado. Quiero saber dónde están las armas y el coche, y confesiones antes de la instrucción de cargos. Faltan setenta y una horas para que vean al juez. Quiero que todo esté listo para entonces. Limpio. —Detalles específicos.

—¿Hojas de arresto de esos chicos?

—Drogas y robo, los tres. Condenas por mirones, Coates y Fontaine. Y no son chicos. Coates tiene veintidós, los otros tienen veinte. Con esto van derechos a la cámara de gas.

—¿Y el asunto de Griffith Park? Comparar municiones, testigos de los tíos que dispararon las escopetas.

—Las municiones podrían ser buenas pruebas de soporte, si las encontramos y los negros no confiesan. El guardián del parque que presentó las denuncias vendrá para tratar de identificarlos. Ed, Arnie Reddin dice que eres el mejor experto en interrogatorios que ha visto jamás, pero nunca has trabajado en algo tan…

Ed se levantó.

—Lo haré.

—Hijo, si lo haces, un día tendrás mi puesto.

Ed sonrió, y le dolieron los dientes flojos.

—¿Qué le pasó a tu cara? —preguntó Green.

—Tropecé persiguiendo a un ladrón de tiendas.

Señor, ¿quién habló con los sospechosos?

—Sólo el médico que los puso presentables. Dudley quería que Bud White fuera el primero, pero…

—No creo…

—No me interrumpas, porque te iba a dar la razón. Quiero confesiones voluntarias, así que White queda descartado. Serás el primero con los tres. Te observaremos por los espejos, y si quieres un compañero para hacer el número de Mutt y Jeff, tócate la corbata. Habrá un grupo escuchando por un altavoz externo, y una grabadora funcionando. Los tres están en cuartos diferentes, y si quieres ponerlos uno contra otro, ya sabes qué botones oprimir.

—Les arrancaré esa confesión —dijo Ed.

Su escenario: un corredor junto a las celdas de Homicidios. Tres cubículos preparados; espejo, altavoces, interruptores para que los sospechosos pudieran oír cómo los delataban sus cómplices. Las habitaciones: cuadrados angostos, mesas soldadas al suelo, sillas atornilladas. En la uno, la dos y la tres; Sugar Ray Coates, Leroy Fontaine, Tyrone Jones. Hojas de arresto pegadas a la pared externa: Ed memorizó fechas, lugares, socios conocidos. Aspiró hondamente para vencer el miedo. Entró por la puerta uno.

Sugar Ray Coates esposado a una silla, vestido con pantalones County abolsados. Alto, tez relativamente clara, casi de mulato. Un ojo hinchado y cerrado; labios abotargados y partidos. Nariz rota, ambas fosas suturadas.

—Parece que ambos recibimos una tunda —dijo Ed.

Coates lo miró: tuerto, desfigurado. Ed le abrió las esposas, arrojó cigarrillos y cerillas en la mesa: Coates flexionó las muñecas. Ed sonrió.

—¿Te llaman Sugar Ray por Ray Robinson? Silencio.

Ed cogió la otra silla.

—Dicen que Ray Robinson puede combinar cuatro puñetazos en un segundo. Yo no lo creo.

Coates alzó los brazos. Cayeron, peso muerto. Ed abrió el paquete de cigarrillos.

—Lo sé, las esposas cortan la circulación. Tienes veintidós, ¿verdad, Ray?

—¿Y qué pasa con eso? —gruñó Coates.

Ed le tocó la garganta: magulladuras, marcas de dedos.

—¿Uno de los agentes te vapuleó?

Silencio.

—¿El sargento Vincennes? ¿Un tío bien vestido? Silencio.

—Conque no fue él. ¿Fue Denton? Un gordo con acento de Texas. Parece Spade Cooley en TV. Coates movió el ojo bueno.

—Sí, te compadezco —dijo Ed—. Denton es una fiera. ¿Ves mi cara? Denton y yo tuvimos un par de rounds.

Nada.

—Al cuerno con Denton. Sugar Ray, tú y yo parecemos Robinson y La Motta después de esa última pelea que tuvieron.

Aún nada.

—Conque tienes veintidós, ¿eh?

—Hombre, ¿por qué me preguntas eso?

Ed se encogió de hombros.

—Quiero precisar más los datos. Leroy y Tyrone tienen veinte, así que no pueden condenarlos a la pena capital. Ray, debiste hacer esta hazaña un par de años atrás. Cadena perpetua, un período en un correccional juvenil, te transfieren a Folsom cuando eres mayor. Te consigues un marica y echas a volar con bebida destilada en la prisión.

«Marica» surtió efecto. Coates torció las manos. Cogió un cigarrillo, lo encendió, tosió.

—Yo no ando con maricas.

Ed sonrió.

—Lo sé, hijo.

—No soy tu hijo, blanco cabrón. El marica eres tú.

Ed rió.

—Debo admitir que conoces el número. Has pasado un tiempo entre rejas, sabes que soy el polizonte bueno que trata de hacerte hablar. Ese puñetero Tyrone, casi le creí. Denton me debe haber aflojado algún tornillo con esos golpes. ¿Cómo me tragué semejante cosa?

—¿De qué hablas, hombre? ¿A qué te refieres?

—Nada, Ray. Cambiemos de tema. ¿Qué hiciste con las escopetas?

Coates se frotó el cuello: manos trémulas.

—¿Qué escopetas?

Ed se le acercó.

—Las que tú y tus amigos disparabais en Griffith Park.

—No sé nada de escopetas.

—¿De veras? Leroy y Tyrone tenían una caja de municiones en la habitación.

—Cosa de ellos.

Ed meneó la cabeza.

—Ese Tyrone es todo un maleante. Cumpliste sentencia en Casitas con él, ¿verdad?

Sugar Ray se encogió de hombros.

—¿Y qué pasa con eso?

—Nada, Ray. Sólo pensaba en voz alta.

—Hombre, ¿por qué hablas de Tyrone? Las cosas de Tyrone son cosas de Tyrone.

Ed metió la mano bajo la mesa, halló el interruptor de audio de la sala tres.

—Sugar, Tyrone me dijo que te hiciste marica en Casitas. No pudiste aguantar, así que te buscaste un gran chico blanco para que te cuidara. Dice que te llaman «Sugar» porque eres dulce como el azúcar cuando te la dan.

Coates golpeó la mesa. Seguidamente, Ed encendió el interruptor.

—¿Qué dices, Sugar?

—¡Nadie me la daba! ¡Yo daba y Tyrone recibía! ¡Tío, yo era el macho de mi dormitorio! ¡Tyrone era el maricón! ¡Tyrone se dejaba por golosinas! ¡A Tyrone le encanta!

Ed apagó el interruptor.

—Ray, cambiemos de tema. ¿Por qué crees que tú y tus amigos estáis arrestados?

Coates acarició el paquete de cigarrillos.

—Alguna bobada, como disparar armas de fuego dentro de la ciudad. Alguna bobada así. ¿Qué dice Tyrone?

—Ray, Tyrone dijo muchas cosas, pero vamos al grano. ¿Dónde estabas anoche a las tres?

Coates encendió un cigarrillo con el otro.

—Estaba en mi nido. Durmiendo.

—¿Estabas dopado? Tyrone y Leroy debían de estarlo, pues no pestañearon mientras esos policías te arrestaban. Vaya cómplices. Tyrone te llama maricón, luego él y Leroy duermen mientras te aporrea un tejano. Pensé que los tíos de color os defendíais unos a otros. ¿Estabas dopado, Ray? No pudiste soportar lo que habías hecho, así que conseguiste droga y…

—¿Soportar qué? ¿De qué hablas? Tyrone y Leroy joden con escopetas, no yo.

Ed encendió los interruptores dos y tres.

—Ray, tú protegías a Tyrone y Leroy en Casitas, ¿verdad?

Coates tosió una nube de humo.

—Claro que sí. Tyrone entregaba su cuerpo y Leroy estaba tan asustado que casi se arrojó del techo. Se embriagaba con fermento de ciruelas. Negros estúpidos…, no tienen más sesos que un puñetero perro.

Ed apagó los interruptores.

—Ray, he oído que te gusta matar perros. Ray se encogió de hombros.

—Los perros no tienen razón para vivir.

—¿De veras? ¿Opinas lo mismo de las personas?

—Hombre, ¿de qué hablas?

Ed encendió los interruptores.

—Bien, debes opinar eso de Leroy y Tyrone.

—Demonios, Leroy y Tyrone son demasiado estúpidos para vivir.

Interruptores arriba.

—Ray, ¿dónde están las escopetas con que disparasteis en Griffith Park?

—Ellos… yo… yo no tengo escopeta.

—¿Dónde está tu cupé Mercury 1949?

—Lo dejé… a buen recaudo.

—Vamos, Ray. No me vengas con trucos de novato. ¿Dónde? Yo guardaría bajo llave un coche tan bonito.

—¡Dije que está a buen recaudo!

Ed golpeó la mesa con ambas palmas.

—¿Lo vendiste? ¿Lo abandonaste? Ese coche está asociado con un delito. Ray, ¿no crees…?

—¡Yo no cometí ningún delito!

—¡Pues no te creo! ¿Dónde está el coche?

—¡No lo diré!

—¿Dónde están las escopetas?

—Yo no… ¡No sé!

—¿Dónde está el coche?

—¡No lo diré!

Ed tamborileó sobre la mesa.

—¿Por qué, Ray? ¿Tienes escopetas y guantes de goma en el maletero? ¿Tienes billeteras, carteras y sangre en los asientos? Escúchame, idiota hijo de perra, y estoy tratando de que eludas la cámara de gas, igual que tus socios…, ellos son menores y tú no, y alguien tiene que pagar por eso…

—¡No sé de qué hablas!

Ed suspiró.

—Ray, cambiemos de tema.

Coates encendió otro cigarrillo.

—No me gustan tus temas.

—Ray, ¿por qué quemabas ropa esta mañana a las siete?

Coates tembló.

—¿Qué has dicho?

—He dicho esto. Tú, Leroy y Tyrone fuisteis arrestados esta mañana. Ninguno de vosotros llevaba encima la ropa de anoche. Os vieron quemando una gran pila de ropa a las siete. Añade eso al hecho de que ocultaste el coche donde tú, Tyrone y Leroy paseabais anoche. Ray, esto tiene mala pinta, pero si me das un buen dato para el fiscal de distrito, yo quedaré bien y diré: «Sugar Ray no era un vago como sus amigos maricones». Ray, sólo dame algo.

—¿Cómo qué? Pues soy inocente de todo lo que dices.

Ed encendió el dos y tres.

—Bien, has dicho cosas malas sobre Leroy y Tyrone, has sugerido que son adictos. Probemos así: ¿dónde consiguen la mercancía?

Coates miró el suelo.

—El fiscal de distrito odia a los vendedores de droga —dijo Ed—. Y conociste a Jack Vincennes, el Gran V.

—Ese idiota está loco de remate.

Ed rió.

—Sí, Jack está un poco loco. Personalmente, creo que quien desee arruinarse la vida con narcóticos debería tener ese derecho. Es un país libre. Pero Jack es amigote del nuevo fiscal y ambos odian a los vendedores de droga. Ray, dame algo para darle al fiscal. Un pequeño dato.

Coates arqueó un dedo; Ed subió los interruptores y se reclinó. Sugar Ray, un susurro:

—Roland Navarette, vive en Bunker Hill. Tiene un escondrijo para fugitivos y vende píldoras. Y eso no es para el puñetero fiscal, eso es porque Tyrone abrió la puñetera bocaza.

Interruptores abajo.

—De acuerdo, Ray. Me has dicho que Roland Navarette le vende barbitúricos a Leroy y Tyrone, así que estamos progresando. Y estás muerto de miedo. Sabes que tienes un billete para la cámara de gas y ni siquiera me preguntaste de qué se trata. Ray, tienes un gran letrero de culpable colgado del cuello.

Coates hizo crujir los nudillos y movió el ojo bueno. Ed apagó el micrófono.

—Ray, cambiemos de tema.

—¿Por qué no hablamos de béisbol, hijo de perra?

—No, hablemos de mujeres. ¿Anoche follaste con alguna o te bañaste en perfume para burlar un análisis de parafina?

Temblores.

—¿Dónde estabas anoche a las tres?

Ninguna respuesta, más temblores.

—¿Di en el blanco, Sugar Ray? ¿Perfume? ¿Mujeres? Aun un sujeto de tu catadura tiene que sentir afecto por alguna mujer. ¿Tienes madre? ¿Y hermanas?

—Tío, ¡no menciones a mi madre!

—Ray, si no te conociera, diría que estás protegiendo la virtud de una dulce muchacha: ella es tu coartada porque estabas con ella en alguna parte. Pero Tyrone y Leroy tienen el mismo perfume en las zarpas, y apuesto por una violación conjunta, y apuesto a que aprendiste sobre esos análisis de parafina en Casitas, apuesto a que tienes decencia suficiente como para sentirte culpable por la muerte de tres mujeres inocentes.

—¡YO NO MATÉ A NADIE!

Ed extrajo el Herald de esa mañana.

—Patty Chesimard, Donna DeLuca, y una sin identificar. Lee esto mientras me tomo un descanso.

Cuando regrese tendrás la oportunidad de hablarme de ello y lograr un trato que quizá te salve el pellejo.

Coates, puro temblor: parpadeos, pantalones empapados.

Ed le arrojó el periódico a la cara y salió.

Thad Green en el pasillo; Dudley Smith, Bud White escuchando.

—Tenemos una confirmación ocular de ese guardián del parque —dijo Green—. Éstos eran los sujetos del Griffith Park. Y tú estuviste sensacional.

Ed olió su propio sudor.

—Señor, Coates se alarmó cuando mencioné a las mujeres. Puedo olerlo.

—También yo, así que continúa.

—¿Sabemos algo sobre las armas y el coche?

—No, y la gente de la calle Setenta y siete está indagando entre sus parientes y socios conocidos. Los conseguiremos.

—Quiero tantear a Jones. ¿Puede hacerme un favor?

—Dilo.

—Quiero que preparen a Fontaine. Que le quiten las esposas y le den el periódico de esta mañana. Green señaló el espejo número tres.

—Ése cantará pronto. Maldito bastardo.

Tyrone Jones sollozando, un charco de orina en el suelo, junto a la silla. Ed miró hacia otro lado.

—Señor, pida al teniente Smith que le lea el periódico por el altavoz, despacio, especialmente las líneas que mencionan el coche visto junto al Nite Owl. Quiero a este tío domado.

—Vale —dijo Green.

Ed echó un vistazo a Tyrone Jones: tez oscura, fofo, picado de viruelas. Boquiabierto, esposado a la silla.

Un silbido en el corredor. Dudley Smith habló por el micrófono: movimientos de labios silenciosos. Ed se volvió a Jones.

El chico se retorcía, bufaba, corcoveaba como en una cinta cinematográfica que proyectaban en la Academia: una avería en la silla eléctrica, doce descargas para freír al condenado. Un silbido agudo en el corredor. Jones flojo, piernas abiertas, barbilla baja.

Ed entró.

—Tyrone, Ray Coates te delató. Dijo que el Nite Owl fue idea tuya, que se te ocurrió mientras paseabais por Griffith Park. Tyrone, háblame de eso. Yo creo que fue idea de Ray. Él te obligó a hacerlo. Dime dónde están las armas y el coche y te salvaremos la vida.

Silencio.

—Tyrone, esto es un billete para la cámara de gas. Si no hablas ahora, dentro de seis meses estarás muerto.

Silencio. Jones mantenía la cabeza gacha.

—Hijo, sólo tienes que decirme dónde están las armas y contarme dónde Sugar dejó el coche.

Silencio.

—Hijo, esto puede terminar en un minuto. Habla y te haré transferir a una celda custodiada. Sugar no podrá llegar a ti, Leroy no podrá llegar a ti. El fiscal de distrito te tomará como testigo. No irás a la cámara de gas.

Silencio.

—Hijo, han muerto seis personas y alguien tiene que pagar. Puedes ser tú o puede ser Ray. Silencio.

—Tyrone, te llamó marica. Te llamó puto y homo. Dijo que te la daban por el culo en…

—¡YO NO MATÉ A NADIE!

Un vozarrón. Ed casi cayó de espaldas.

—Hijo, tenemos testigos. Tenemos pruebas. Coates está confesando en este instante. Dice que tú lo planeaste todo. Hijo, sálvate. Las armas, el coche. Dime dónde están.

—¡Yo no maté a nadie!

—Calma, Tyrone. ¿Sabes lo qué dijo de ti Ray Coates?

Jones alzó la cabeza.

—Sé que mintió.

—Yo también creo que mintió. No creo que seas maricón. Creo que él es maricón, porque odia a las mujeres. Creo que gozó matando esas mujeres. Creo que tú sientes remordimientos por…

—¡No matamos a ninguna mujer!

—Tyrone, ¿dónde estabas anoche a las tres?

Silencio.

—Tyrone, ¿por qué Sugar escondió el coche?

Silencio.

—Tyrone, ¿por qué escondisteis las escopetas que usasteis en Griffith Park? Tenemos un testigo que os ha identificado.

Silencio. Jones sacudió la cabeza: los ojos cerrados, derramando lágrimas.

—Hijo, ¿por qué Ray quemó la ropa que usasteis anoche?

Jones gemía ahora. Como un animal.

—Estaba manchada de sangre, ¿verdad? Matasteis a seis personas, la sangre os salpicó. Ray se encargó de la limpieza, ató los cabos sueltos. El escondió las escopetas, es el jefe, te ha dado órdenes desde que te montó en Casitas. ¡Habla, maldita sea!

—¡NOSOTROS NO MATAMOS A NADIE! ¡NO SOY MARICA!

Ed rodeó la mesa, caminando deprisa, hablando despacio.

—He aquí lo que creo. Creo que Sugar Ray es el jefe, Leroy es un inútil, tú eres el niño gordo con quien Sugar quiere follar. Estuvisteis juntos en el campamento correccional, tú y Sugar Ray fuisteis encerrados por mirones. A Sugar le gustaba mirar chicas, a ti te gusta mirar chicos. A ambos os gusta mirar a los blancos, porque es la fruta prohibida del hombre de color. Tenéis escopetas calibre 12, tenéis el elegante Mercury 49, tenéis barbitúricos que comprasteis a Roland Navarette. Estáis en Hollywood, territorio blanco. Sugar te repite que eres un maricón, tú replicas que es sólo porque no hay chicas a la vista. Sugar te dice que lo demuestres, y empezáis a reñir. Perdéis la cabeza, todos estáis dopados, es plena noche y no hay nada que mirar. Todos esos simpáticos blancos tienen las cortinas cerradas. Pasáis por el Nite Owl, y dentro están esos simpáticos blancos. Demasiada tentación. El gordo maricón Tyrone se pone al mando. Entra con sus muchachos en el Nite Owl. Allí hay seis personas… tres de ellas mujeres. Las arrastráis al depósito refrigerado, limpiáis la caja registradora y obligáis al cocinero a abrir la caja de caudales. Cogéis billeteras y carteras y os derramáis perfume en las manos. Sugar dice: «Toca a las chicas, maricón. Demuestra que no eres raro». No puedes hacerlo, así que empiezas a disparar y todos empiezan a disparar y te encanta porque al fin eres algo más que un pobre negro puto y gordo y…

—¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡NO!

—¡Sí! ¿Dónde están las armas? Si no confiesas y entregas las malditas pruebas, irás a la cámara de gas.

—¡No! ¡No maté a nadie!

Ed golpeó la mesa.

—¿Por qué abandonasteis el coche?

Jones movió la cabeza, salpicando sudor. —¿Por qué quemasteis la ropa?

Silencio.

—¿De dónde salió el perfume?

Silencio.

—¿Sugar y Leroy violaron a las mujeres primero?

—¡No!

—¿No? ¿Quieres decir que los tres las violasteis?

—¡No matamos a nadie! ¡Ni siquiera estuvimos allí!

—¿Dónde estuvisteis?

Silencio.

—Tyrone, ¿dónde estuviste anoche?

Jones rompió a llorar; Ed le aferró los hombros.

—Hijo, sabes lo que ocurrirá si no hablas. Por amor de Dios, admite lo que hiciste.

—No matamos a nadie. Ninguno de nosotros. Ni siquiera estuvimos allí.

—Hijo, lo hicisteis.

—¡No!

—Hijo, lo hicisteis, así que habla.

—¡No lo hicimos!

—Calma ahora. Tan sólo cuéntame…, despacio. Jones se puso a farfullar. Ed se arrodilló junto a la silla, escuchó.

Oyó: «Por favor, Dios, sólo quería perder la virginidad»; oyó: «No quise lastimarla para que luego tuviéramos que morir». Oyó: «No es justo castigarnos por lo que no hicimos…, tal vez ella esté bien, no murió, así que no moriré, porque no soy marica». Ed sintió un zumbido, silla eléctrica, un letrero arriba: NO FUERON ELLOS.

Jones empezó a delirar: Jesús, Jesús, Jesús, Divino Padre. Ed entró en el cubículo número dos.

Tufo a sudor, humo de cigarrillo. Leroy Fontaine: grande, oscuro, pelo rizado, pies sobre la mesa.

—Sé más listo que tus amigos —dijo Ed—. Aunque la hayas matado, no es tan grave como matar a seis personas.

Fontaine frunció la nariz: vendada, desparramada sobre la mitad de la cara.

—Esa mierda del periódico es pura basura.

Ed cerró la puerta, asustado.

—Leroy, ruega porque ella estuviera contigo a la hora estimada que dé el forense.

Silencio.

—¿Era una prostituta?

Silencio.

—¿La matasteis?

Silencio.

—Queríais que Tyrone perdiera la virginidad, pero las cosas se descontrolaron. ¿Correcto?

Silencio.

—Leroy, si ella está muerta y era de color podéis pedir clemencia. Si era blanca quizá tengáis una oportunidad. Recuerda: podemos acusaros por lo del Nite Owl, y tenemos con qué. A menos que me convenzas de que estabais en otra parte haciendo algo malo, os acusaremos por lo que salió en el periódico.

Silencio. Fontaine se limpió las uñas con una caja de cerillas. Gran mentira de Ed:

—Si fue secuestro y ella aún vive, no es similar al caso Lindbergh. No hay pena capital.

Silencio.

—Leroy, ¿dónde están las armas y el coche?

Silencio.

—Leroy, ¿ella está viva?

Fontaine sonrió. Ed sintió hielo en la espalda.

—Si ella está viva, es tu coartada. No te engañaré. Será duro: secuestro, violación, agresión. Pero si te eliminas como candidato del Nite Owl, nos ahorrarás tiempo y te ganarás la simpatía del fiscal de distrito. Habla, Leroy. Hazte un favor.

Silencio.

—Leroy, te mostraré cómo librarte de ésta. Creo que secuestrasteis a la muchacha a punta de pistola. Le hicisteis manchar el coche, así que lo escondisteis. Ella os salpicó la ropa de sangre, así que quemasteis la ropa. Tenéis su perfume encima. Si no atacasteis el Nite Owl, no sé por qué ocultasteis las escopetas, quizá pensasteis que ella podía identificarlas. Hijo, si esa chica está viva es tu única oportunidad.

—Creo que está viva —dijo Fontaine.

Ed se sentó.

—¿Crees?

—Sí, creo.

—¿Quién es? ¿Dónde está?

Silencio.

—¿Es de color?

—Mexicana.

—¿Cómo se llama?

—No sé. Una zorra con aire de universitaria.

—¿Dónde la recogisteis?

—No sé. En el lado este.

—¿Dónde la agredisteis?

—No sé…, un viejo edificio cerca de Dunkirk.

—¿Dónde están el coche y las escopetas?

—No sé. Sugar se encargó de eso.

—Si no la matasteis, ¿por qué Coates escondió las escopetas?

Silencio.

—¿Por qué, Leroy?

Silencio.

—¿Por qué, hijo? Cuéntame.

Silencio.

Ed golpeó la mesa.

—¡Cuéntame, maldita sea!

Fontaine golpeó la mesa con más fuerza.

—¡Sugar la toqueteó con las armas! ¡Tiene miedo de que sirvan de prueba!

Ed cerró los ojos.

—¿Dónde está ella ahora?

Silencio. Ed abrió los ojos.

—¿La dejasteis en otra parte?

Silencio.

Destellos: ninguno de los tres llevaba dinero encima, temiendo que la pasta fuera prueba. Se libraron de él cuando Sugar quemó la ropa.

—Leroy, ¿la vendisteis? ¿Llevasteis amigos a ese lugar cerca de Dunkirk?

—Nosotros… la llevamos de paseo.

—¿Dónde? ¿A los apartamentos de tus amigos?

—Así es.

—¿En Hollywood?

—¡Nosotros no matamos a esa gente!

—Demuéstralo, Leroy. ¿Dónde estabais a las tres?

—¡Tío, no puedo decírtelo!

Ed golpeó la mesa.

—¡Entonces cargaréis con el Nite Owl!

—¡No fuimos nosotros!

—¿A quién le vendisteis la muchacha?

Silencio.

—¿Dónde está ella ahora?

Silencio.

—¿Temes represalias? Dejasteis a la muchacha en alguna parte, ¿verdad? Leroy, ¿dónde la dejasteis, con quién? Ella es tu única oportunidad de no visitar la cámara de gas.

—Tío, no puedo decírtelo. Sugar me mataría.

—Leroy, ¿dónde está ella?

Silencio.

—Leroy, si atestiguas para el Estado saldrás años antes que Sugar y Tyrone.

Silencio.

—Leroy, te conseguiré una celda individual donde nadie podrá lastimarte.

Silencio.

—Hijo, tienes que decírmelo. Soy el único amigo que tienes.

Silencio.

—Hijo, Ray no puede ser peor que la cámara de gas. Dime dónde está la chica.

La puerta se abrió de golpe. Bud White entró, aplastó a Fontaine contra la pared.

Ed quedó paralizado.

White extrajo el 38, abrió el tambor, arrojó balas al suelo.

Fontaine temblaba de pies a cabeza; Ed seguía paralizado. White cerró el tambor, metió el revólver en la boca de Fontaine.

—Una sobre seis. ¿Dónde está la chica?

Fontaine masticó acero; White apretó el gatillo dos veces: chasquidos, cámaras vacías. Fontaine se deslizó pared abajo; White retiró el revólver, sostuvo a Fontaine del pelo.

—¿Dónde está la chica?

Ed seguía paralizado. White apretó el gatillo. Otro chasquido. Fontaine tenía los ojos desorbitados.

—Sylvester Fitch… Avalon… uno-cero-nueve… casa gris en la esquina. Por favor…, no me haga daño…

White echó a correr.

Fontaine se desmayó.

Alboroto en el corredor. Ed trató de levantarse, no pudo.