15

Russ Millard interpeló al escuadrón cuatro de Antivicio. Tema: pornografía.

—Libros obscenos, caballeros. Últimamente encontramos muchos en escenas de delitos colaterales: narcóticos, apuestas, prostitución. Normalmente este material se prepara en México, así que está fuera de nuestra jurisdicción. Normalmente es una actividad subsidiaria del crimen organizado, porque los grandes hampones tienen dinero para la manufactura y conexiones para la distribución. Pero Jack Dragna fue deportado, Mickey Cohen está en la cárcel y quizá sea demasiado puritano, y Mo Jahelka no pisa terreno firme. Las fotos soeces no están en el estilo de Jack Whalen. Es un corredor de apuestas que anhela adueñarse de un casino de Las Vegas. Y el material que hemos visto tiene demasiada calidad para las imprentas de Los Ángeles: Antivicio de la sección Newton las investigó, están limpias, no tienen equipo para hacer revistas de tal calidad. Pero el trasfondo de las fotos indica que el origen es Los Ángeles: desde algunas ventanas se ve algo que parecen las colinas de Hollywood, y los muebles de muchos sitios parecen típicos de los apartamentos baratos de Los Ángeles. Así que nuestra tarea es rastrear el origen de esta inmundicia y arrestar a quienes la fabricaron, posaron para ella y la distribuyeron.

Jack gruñó: la Gran Captura de Libros Masturbatorios de 1953. Los demás parecían ansiosos de adueñarse del material, quizá para excitar a las esposas. Millard sacó un Digitalis.

—Los detectives de Newton interrogaron a todos en los arrestos colaterales, pero todos negaron posesión de la mercancía. En las imprentas nadie sabe dónde se hizo. Las revistas han circulado en Detectives y Antivicio, pero no logramos identificar a las mujeres. Caballeros, vean ustedes mismos.

Henderson y Kifka extendieron las manos; Stathis parecía ansioso de babear. Millard pasó la revista.

—Vincennes, ¿preferirías estar en otra parte?

—Sí, capitán. División Narcóticos.

—¿De veras? ¿Alguna otra parte?

—Quizás en el escuadrón dos, trabajando en casos de prostitución.

—Resuelve un caso importante, sargento. Me encantaría firmar para que te largaras de aquí.

Exclamaciones, risas burlonas; tres hombres menearon la cabeza. Jack cogió las revistas.

Siete números, papel satinado de primera, cubiertas negras y sencillas. Dieciséis páginas cada uno: fotos en color, en blanco y negro. Dos libros cortados por la mitad. Fotos explícitas: hombres y mujeres, hombres y hombres, mujeres y mujeres. Primeros planos de penetración: heterosexuales, homosexuales, lesbianas con consoladores. Ventanas que daban hacia el Letrero de Hollywood; tomas de gente follando en camas plegables, apartamentos baratos: paredes de estuco, calentador portátil, típico de todos los apartamentos de soltero de la ciudad. Ídem para las fotos de homosexuales masculinos; pero los modelos no eran adictos de ojos vidriosos; eran chicos jóvenes, guapos, fornidos, desnudos o disfrazados: ropa isabelina, quimonos japoneses.

Jack unió las revistas rasgadas y logró una identificación: Bobby Inge, un prostituto a quien había arrestado por marihuana, chupándole la polla a un tío con corsé.

—¿Algún conocido, Vincennes? —preguntó Millard.

Cautela.

—Nada, capitán. Pero ¿de dónde vienen las fotos rasgadas?

—Se encontraron en un cubo de basura, detrás de una casa de apartamentos de Beverly Hills. La administradora, una anciana llamada Loretta Downey, las encontró y telefoneó al Departamento de Policía de Beverly Hills. El Departamento nos llamó a nosotros.

—¿La dirección del edificio?

Millard miró un formulario.

—Charleville 9849. ¿Por qué?

—Pensé en tomar esa parte de la tarea. Tengo buenas conexiones en Beverly Hills.

—Bien, por algo te llaman «Cubo de Basura». De acuerdo, efectúa el seguimiento en Beverly Hills. Henderson y Kifka localizarán a los arrestados mencionados en los informes y tratarán de averiguar nuevamente dónde consiguieron el material… enseguida distribuiré copias. No habrá acusaciones adicionales si hablan. Stathis, lleva esas revistas a las compañías de disfraces y busca algo similar en sus inventarios, luego averigua quién alquiló los disfraces que usan los… los actores. Primero probaremos así… si tenemos que registrar nuestras fotos para identificarlos perderemos una semana entera. Hasta pronto. En marcha, Vincennes. Y no te confundas. Esto es Antivicio, no Narcóticos.

Jack se puso en marcha. Pidió a Antecedentes el archivo de Bobby Inge, elaboró una estrategia: Beverly Hills, visitar a la anciana, hacer averiguaciones y conseguir una pista que confirmara lo que ya sabía: Bobby Inge era culpable de conspiración para distribuir material obsceno, delito mayor. Bobby delataría a sus coestrellas y a los fotógrafos. Su billete de retorno a Narcóticos.

Era un día ventoso, fresco; Jack enfiló hacia el oeste por Olympic. Mantuvo la radio encendida; un noticiario presentó a Ellis Loew: recortes presupuestarios en la Fiscalía de Distrito. Ellis discurseó; Jack cambió de emisora. Trató de no pensar en Bill McPherson. Captó una alegre melodía de Broadway, aun así pensó en McPherson.

Lo de Hush-Hush era idea de Jack; a McPherson le apetecían las vulvas prietas, a Sid Hudgens le apetecía denunciar a los que follaban negras. Ellis Loew sabía y aprobaba, lo consideraba otro favor a cuenta. La esposa de McPherson pidió el divorcio; Loew quedó satisfecho, pues las encuestas le favorecían. Dudley Smith quiso más, y preparó lo del motel. Una apuesta fácil.

Dot Rothstein conocía a una chica de color que cumplía sentencia en un reformatorio: condenas por prostitución. Dot y la chica se acostaban juntas cuando la chica estaba entre rejas. Dot logró que la soltaran; Dudley y su matón Mike Breuning prepararon una habitación en el motel Lilac View: la más famosa casa de citas del Sunset Strip, terreno del condado donde el fiscal de distrito sería simplemente otro marido travieso a quien pescaban sin los pantalones puestos. McPherson asistió a una velada en el Dining Car; Dudley hizo que Marvell Wilkins —catorce años, atezada, malvada— esperara fuera. Breuning alertó a Hollywood Oeste, Departamento del Sheriff, y a la prensa: el Gran V arrojó hidratos de cloral en el último Martini de McPherson. El fiscal salió del restaurante mareado, condujo su Cadillac un kilómetro, frenó en Wilshire y Alvarado y se desmayó. Breuning se le acercó con el señuelo: Marvell con traje de fiesta. Cogió el volante del Cadillac, llevó al pícaro Billy y a la muchacha a su nido de amor. El resto era historia política.

No se lo contaron a Ellis Loew, quien creyó que era un golpe de suerte. Dot envió a Marvell a Tijuana, todos los gastos pagados: una carga menos para el presupuesto futuro de la cárcel de Mujeres. McPherson perdió a su esposa y su trabajo; la acusación de estupro se anuló: no podían localizar a Marvell. Un destello en la mente del Gran V.

El destello: un favor, una deuda. La razón: Dot Rothstein en la ambulancia en octubre del 47; la matrona sabía, quizá Dudley supiera. Si sabían, había que evitar que el resto del mundo se enterara. Evitar que Karen lo supiera.

Había sido héroe de Karen durante un año; de algún modo el papel cobró realidad. Dejó de enviar dinero a los chicos Scoggins, cerrando su deuda en cuarenta mil. Necesitaba dinero para cortejar a Karen, estando con ella se olvidaba del Malibu Rendezvous. Joan Morrow Loew seguía actuando como una zorra; Welton y la madre lo aceptaron a regañadientes, y Karen lo amaba tanto que dolía. Trabajar en Antivicio dolía. El trabajo era una lata, y Jack buscaba adictos cada vez que recibía un dato: Sid Hudgens no llamaba con tanta frecuencia: ya no era detective de Narcóticos. Después del plan McPherson se sintió conforme: no había sabido si aún era capaz.

Karen también contaba mentiras que le ayudaban a dar veracidad a su papel de héroe. Fondo de reserva, apartamento en la playa pagado por papá, universidad. Material de aficionado: él tenía treinta y ocho años, ella veintitrés, con el tiempo aprendería. Quería casarse con él; Jack se resistía; Ellis Loew como pariente político significaría trabajar de recaudador hasta reventar. Jack sabía por qué funcionaba su papel de héroe: Karen era el público al que siempre había querido impresionar. Sabía lo que podía aceptar y lo que no; el amor de Karen había modelado su farsa, y sólo tenía que actuar con naturalidad. Y mantener ciertos secretos a buen recaudo

El tráfico se detuvo; Jack viró al norte en Dohenye, al oeste en Charleville. El número 9849 —un edificio Tudor de dos pisos— estaba a poca distancia de Wilshire. Jack aparcó en doble fila, miró los buzones.

Seis ranuras: Loretta Downey, cinco nombres más. Tres matrimonios, un hombre, una mujer. Jack los anotó, caminó hacia Wilshire, encontró una cabina telefónica. Llamadas a Antecedentes y Vehículos; dos esperas.

Los inquilinos no tenían antecedentes delictivos; una ficha de vehículos interesante. Christine Bergeron, la «señorita» del buzón, cuatro arrestos por conducción imprudente, sin revocación de licencia. Jack pidió datos adicionales. Edad, treinta y siete años; ocupación, actriz/camarera; desde el 7/52 trabajaba en el Stan's Drive-in de Hollywood.

Instinto: las camareras no viven en Beverly Hills; quizá Christine Bergeron tenía clientela extra para mejorar sus ingresos. Jack regresó al 9849, llamó a la puerta de «Administración».

Abrió una anciana.

—¿Sí, joven?

Jack mostró la placa.

—Policía de Los Ángeles, señora. Es por esos libros que usted encontró.

La vieja entornó los ojos a través de gafas gruesas como una botella de Coca-Cola.

—Mi difunto esposo habría hecho justicia por su mano. Harold Downey no toleraba esas porquerías.

—¿Usted encontró esas revistas, señora Downey?

—No, joven, fue la mujer de la limpieza. Las rasgó y las arrojó a la basura, donde yo las encontré. Interrogué a Eula al respecto después de llamar a la policía de Beverly Hills.

—¿Dónde encontró Eula las revistas?

—Bien… yo… no sé si debiera…

Un viraje.

—Hábleme de Christine Bergeron.

—¡Esa mujer! ¡Y ese chico! ¡No sé quién es peor!

—¿Es una inquilina difícil?

—¡Recibe hombres a todas horas! ¡Patina en el piso Con esos ceñidos trajes de camarera! ¡Tiene un hijo inútil que nunca va a la escuela! ¡Diecisiete años y es un inútil que se junta con vagos!

Jack mostró una foto de Bobby Inge; la vieja se la a las gafas.

—Sí, es uno de esos vagos amigos de Daryl. Lo he visto varias veces merodeando por aquí. ¿Quién es?

—Señora, ¿Eula encontró esos libros obscenos en el apartamento de Bergeron?

—Bien…

—Señora, ¿Christine Bergeron y su hijo están en casa ahora?

—No, oí que se marchaban hace unas horas. Tengo un oído agudo que compensa mi mala vista.

—Señora, si usted me permite entrar en el apartamento y encuentro más libros obscenos, usted podría ganar una recompensa.

—Bien…

—¿Tiene las llaves?

—Claro que sí. Yo soy la administradora. Bien, le dejaré mirar si usted promete no tocar nada y no tengo que pagar impuestos sobre mi recompensa.

Jack guardó la foto.

—Lo que usted diga.

La vieja echó a andar hacia las unidades del segundo piso. Jack la siguió; la vieja abrió la tercera puerta.

—Cinco minutos, joven. Y sea respetuoso con los muebles… mi cuñado es dueño de este edificio.

Jack entró. Un salón pulcro, suelo con rasguños, quizás huellas de patín. Muebles de calidad, gastados, descuidados. Paredes desnudas, sin TV, dos fotos enmarcadas en una mesilla. Fotos publicitarias.

Jack las examinó; la vieja Downey se acercó. Marc de peltre haciendo juego, dos personas guapas.

Una mujer bonita, pelo claro cortado a lo paje, mirada chispeante y vulgar. Un chico guapo que se parecía a ella: muy rubio, ojos grandes y estúpidos.

—¿Christine y su hijo?

—Sí, y reconozco que ambos son atractivos. Joven, ¿a cuánto asciende la recompensa que me prometió?

Jack la ignoró y entró en el dormitorio: cajones, lavabo, colchón. Ninguna revista porno, ni droga, nada sospechoso. Las negligées eran lo único que merecía una ojeada.

—Joven, sus cinco minutos han terminado. Y quiero una garantía escrita de que recibiré esa recompensa. Jack se volvió con una sonrisa.

—Se la enviaré por correo. Y necesito un minuto más para revisar la libreta de direcciones.

—¡No, no! ¡Podrían regresar en cualquier momento! Quiero que se marche usted enseguida.

—Sólo un minuto.

—¡No, no, no! ¡Lárguese de inmediato!

Jack enfiló hacia la puerta.

—Usted me recuerda al policía de ese popular programa de televisión —dijo la vieja.

—Yo le enseñé todo lo que sabe.

Intuía un caso rápido.

Bobby Inge delata a los vendedores de revistas a cambio de una reducción de la pena, una acusación de inmoralidad por liarse con Daryl Bergeron: el chico era menor, Bobby era un maricón notorio con varias sentencias por prácticas homosexuales. Un buen paquete: confesiones, sospechosos localizados, mucho papeleo para Millard. El célebre Gran V descubre la gran red pornográfica y vuela de regreso a Narcóticos como un héroe.

A Hollywood, un paseo por Stan's Drive-in: Christine Bergeron sirviendo comida en patines. Ceñuda, provocativa. Aire de ramera. Tal vez aire de posar con una polla en la boca.

Jack aparcó, leyó los antecedentes de Bobby Inge. Dos órdenes judiciales importantes: multas de tráfico, incumplimiento de la obligación de presentarse ante el supervisor de libertad condicional. Ultimo domicilio conocido, Hamel Norte 124, Hollywood Oeste, el corazón de Lavender Gulch. Frecuentaba tres bares de maricas: Leo's Hideaway, Knight in Armor, B. J.'s Rumpus Room, todos en Santa Mónica Boulevard. Jack se dirigió a Hamel Drive, las esposas preparadas y abiertas.

Una hilera de bungalós a pocos pasos del Strip: territorio del condado, «Inge apto. 6» en un buzón. Jack encontró el apartamento, llamó, nada.

—Bobby, oye, primor —gorjeó con voz de falsete. Nada. Puerta bajo llave, cortinas corridas, silencio. Jack regresó al coche, se dirigió al sur.

Villa Homo: dos manzanas de bares. Leo's Hideaway cerrado hasta las cuatro, el Knight in Armor vacío. El barman replicó: «¿Bobby quién?» como si de verdad no lo conociera. Jack enfiló hacia B. J.'s Rumpus Room.

Revestimiento imitación felpa en el interior: paredes y techo, reservados junto a una tarima para la banda. Maricas en la barra; el barman olió enseguida a polizonte. Jack se le acercó, mostró las fotos.

El barman las recogió.

—Un tal Bobby. Viene con bastante frecuencia.

—¿Cuánta frecuencia?

—Varias veces por semana.

—¿Tarde o noche?

—Ambas.

—¿Cuándo fue la última vez que estuvo aquí?

—Ayer. Estuvo ayer alrededor de esta hora. ¿Es usted…?

—Voy a sentarme en uno de esos reservados para esperarlo. Si aparece, no me menciones. ¿Entendido?

—Sí. Pero mira, ya has ahuyentado a los que bailaban.

—Descuéntalo de tu declaración de impuestos.

El barman rió; Jack se instaló cerca de la tarima. Una vista limpia: puerta delantera, puerta trasera, barra. La oscuridad lo escondía. Observó. Ritos de apareamiento homosexual.

Miradas, cuchicheos, fuera. Un espejo encima de la barra: los maricas podían echarse una ojeada, cruzar miradas y suspirar. Dos horas, medio paquete de cigarrillos. Bobby Inge no aparecía.

Le gruñía el estómago; tenía la garganta seca; las botellas de la barra le sonreían. Un tedio irritante: a las cuatro visitar Leo's Hideaway.

3.53. Bobby Inge.

Se sentó en un taburete; el barman le sirvió un trago. Jack se le acercó.

El barman, aterrado: ojos inquietos, manos trémulas. Inge dio media vuelta.

—Policía —dijo Jack—. Las manos en la cabeza.

Inge le arrojó el trago. Jack saboreó whisky; le quemó los ojos. Pestañeó, se tambaleó, cayó cegado. Tosió para borrarse el gusto, se levantó, la vista se le enturbió de nuevo. Bobby Inge se había largado.

Jack corrió afuera. Bobby no estaba en la acera. Un sedán quemando llantas. Su coche estaba a dos calles. El whisky lo atormentaba.

Jack cruzó la calle, fue a una gasolinera. Entró en el servicio de hombres, arrojó el blazer a un cubo de basura. Se lavó la cara, se pasó jabón por la camisa, trató de vomitar el gusto del alcohol. Nada. Agua jabonosa en el lavabo. La tragó, hizo gárgaras, escupió.

Recobrándose: el corazón más calmado, las piernas más firmes. Se quitó la funda del arma, la envolvió en toallas de papel, regresó al coche. Vio una cabina telefónica. Hizo llamada por instinto.

Atendió Sid Hudgens.

Hush-Hush, extraoficial y confidencial.

—Sid, es Vincennes.

—Jack, ¿estás de vuelta en Narcóticos? Necesito material.

—No, tengo un asunto en marcha en Antivicio.

—¿Algo bueno? ¿Vinculado con celebridades?

—No sé si es bueno, pero si se pone bueno es tuyo.

—Pareces agitado, Jack. ¿Has estado follando? Jack tosió burbujas de jabón.

—Sid, estoy a la pesca de revistas porno. Material gráfico. Fotos de gente follando, pero no parecen yonquis y usan disfraces costosos. Es material bien hecho, y, pensé que quizá sabías algo.

—No. No, no he oído nada.

Demasiado rápido, sin réplicas ingeniosas.

—¿Qué dices de un prostituto llamado Bobby In o una mujer llamada Christine Bergeron? Es camarera en un drive-in, quizás haga trabajos extra.

—No sé nada de ellos, Jack.

—Demonios. Sid, ¿qué sabes de vendedores independientes de material porno en general?

—Jack, sé qué eso es un secreto sobre el cual no nada. Y lo bueno de los secretos, Jack, es que todo mundo los tiene. Incluido tú. Jack, hablaré contigo m tarde. Llama cuando tengas trabajo. La línea se cortó.

TODO EL MUNDO TIENE SECRETOS. INCLUIDO TÚ.

Sid no actuaba como de costumbre, su línea final era del todo una advertencia.

¿ACASO SABE?

Jack pasó frente al Stan's Drive-in, temblando, las ventanillas abiertas para disipar el tufo a jabón. Christine Bergeron no estaba. Regresó a Charleville 9849, golpeó la puerta del apartamento. Ninguna respuesta. Una rendija entre la cerradura y la jamba. Empujo; la puerta se abrió.

Ropas en el suelo del living. La fotografía enmarcada no estaba.

Entró en el dormitorio, asustado. Había dejado el arma en el coche.

Muebles y cajones vacíos. La cama desnuda. Entró en el cuarto de baño.

Dentífrico y Kotex derramados en la ducha. Estantes de vidrio astillados contra el lavabo.

Una fuga precipitada.

Regresó a Hollywood Oeste, deprisa. La puerta de Bobby Inge cedió fácilmente.

Jack entró pistola en mano.

Fuga número dos, un trabajo más pulcro.

Salón limpio, cuarto de baño inmaculado, cajones vacíos en el dormitorio. Una lata de sardinas en la nevera. El cubo de basura de la cocina limpio, con una bolsa de papel nueva.

Jack revisó el apartamento: cuarto de estar, dormitorio, baño, cocina. Tumbó estanterías, levantó alfombras, arrancó el inodoro. Un destello: cubos de basura llenos, a ambos lados de la calle…

Allí o adiós.

Habría pasado una hora y veinte desde su encontronazo con Inge: el pájaro no había vuelto directamente al nido.

Probablemente se desvió de la calle, regresó despacio, se arriesgó a efectuar la mudanza con el coche aparcado en el callejón. Debía pensar que lo buscaban por esas viejas órdenes judiciales o las revistas; sabía que estaba en apuros y no podía ser sorprendido con material pornográfico. No se arriesgaría a llevarlo en el coche: gran peligro de arresto. La alcantarilla o los cubos de basura, sobretodo, más fotos de gente en pelotas, fotos de identificación para Jack Cubo de Basura.

Jack se encaminó hacia la acera, revolvió los cubos, oyó niños que se reían de él. Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Quedaban dos antes de la esquina. El último cubo no tenía tapa; asomaba un papel negro y lustroso. Jack se lanzó en picado.

Tres revistas porno arriba. Jack las cogió, corrió de regreso al coche, las hojeó. Los chicos le hacían muecas burlonas al parabrisas. Los mismos trasfondos de Hollywood, Bobby Inge con chicos y chicas, bellezas desconocidas follando. En la mitad de la tercera revista las fotos se desbocaban.

Orgías, rondas de personas penetrándose, una docena en un suelo cubierto por una manta. Brazos y piernas cercenados, manando líquido rojo. Jack entornó los ojos, se concentró. El rojo era tinta de color, las fotos estaban trucadas. Mutilaciones falsas, sangre falsa brotando en remolinos artísticos.

Jack trató de identificar a los modelos; esa obscena perfección lo distraía. Desnudos que sangraban tinta, ninguna cara hasta la última página: Christine Bergeron y su hijo follando en patines sobre un gastado piso de madera.