Toda la sala para él. Una fiesta de despedida abajo, a la cual no estaba invitado. Debía leer el informe semanal, resumirlo, pegarlo a la pizarra de boletines. Nadie lo hacía, pues sabían que Ed era el mejor para esa tarea. Los periódicos anunciando la inauguración de la Tierra de los Sueños. Los demás policías mofándose de él con chillidos de Ratón Moochie. Space Cooley tocando en la fiesta; el pervertido Perkins en los pasillos. Medianoche, pero no tenía sueño. Ed leía, escribía a máquina.
9/4/53: un ladrón travestí atacó cuatro tiendas del Hollywood Boulevard, dejó fuera de combate a dos vendedores con golpes de judo. 10/4/53: un acomodador del Grauman's Chinese muerto a puñaladas por dos varones caucásicos a quienes pidió que apagaran los cigarrillos. Los sospechosos todavía sueltos; el teniente Reddin decía que era demasiado inexperto para encargarse de un homicidio; no consiguió el caso. 11/4/53: una pila de informes. Varias veces, en las dos últimas semanas, habían visto a jóvenes negros en automóvil descargando escopetazos al aire en las colinas del Griffith Park. Ninguna identificación, los chicos conducían un cupé Mercury rojo, modelos 48 a 50. 11/4-13/4/53: cinco atracos diurnos, casas privadas al norte del bulevar, robo de joyas, nadie asignado al caso; Ed redactó una nota; actuar deprisa, buscar huellas digitales antes de que alguien tocara los puntos de acceso. Hoy era día 14. Quizá le dieran una oportunidad.
Ed concluyó la tarea. La sala vacía le ponía de buen humor: nadie que lo odiara, un gran espacio lleno de escritorios y archivos. Formularios oficiales en las paredes, casilleros vacíos que se llenaban cuando se efectuaba un arresto y alguien confesaba. Las confesiones podían ser enigmas, nada, aparte de la admisión del delito. Pero si sabías manejar al hombre, si lo amabas y odiabas en las dosis exactas, te revelaba cosas, pequeños detalles que creaban una realidad que cimentaba el caso y te daba más información para presionar al próximo sospechoso. Art De Spain y su padre le habían enseñado a encontrar los puntos débiles. Tenían cajas llenas de viejas transcripciones: violadores jóvenes, asaltantes, diversos malhechores que habían confesado. Art usaba los puños, pero se valía de la amenaza más que del acto. Preston Exley rara vez pegaba: lo consideraba una derrota del policía ante el delincuente, una creación de desorden. Ambos le leían respuestas elípticas y le hacían adivinar las preguntas, le daban una lista de experiencias delictivas comunes: cuñas para abrir una declaración. Le mostraron que los hombres tienen flaquezas que son aceptables porque otros hombres las toleran y flaquezas que causan vergüenza, algo que pueden ocultar a todos menos a un interrogador brillante. Le aguzaron el instinto para atacar la yugular de esa flaqueza. Se le aguzó tanto que a veces no podía mirarse en el espejo.
Las sesiones se prolongaban: dos viudos, un hombre joven sin mujer. Art se interesaba en asesinatos múltiples. Ed pidió a su padre que relatara una y otra vez el caso Loren Atherton: arrebatos de horror, declaraciones de testigos. Preston comentó teorías psicológicas, pero a regañadientes: quería que su caso glorioso permaneciera cerrado, redondeado, en su mente. Examinaron viejos casos de Art, y Ed cosechó los frutos de tres mentes agudas: confesiones directas, noventa y cinco por ciento de condenas. Pero hasta entonces su afán de descifrar conocimientos sobre el delito no se había topado con grandes desafíos, y desde luego no estaba saciado.
Ed caminó hacia el aparcamiento, sintiendo sueño. «Cuac, cuac», a sus espaldas. Unas manos lo hicieron girar.
Un hombre con máscara: El Pato Danny. Un puñetazo le arrancó las gafas; un golpe en el riñón lo tumbó. Se abrazó el cuerpo para protegerse de los puntapiés en las costillas.
Se arqueó, recibió puntapiés en la cara. Un destello; dos hombres se alejaron: uno graznando como un pato, el otro riendo. Fáciles de identificar: las bravuconadas de Dick Stensland, la cojera de Bud White. Ed escupió sangre, juró vengarse.