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Preston Exley terminó de leer.

—Edmund, las tres versiones son brillantes, pero tendrías que haber visto a Parker de inmediato. Ahora, con tanta publicidad, tu denuncia huele a pánico. ¿Estás dispuesto a ser un informador?

Ed se acomodó las gafas.

—Sí.

—¿Estás dispuesto a ser despreciado dentro del Departamento?

—Sí, y estoy dispuesto a recibir toda la gratitud que Parker pueda ofrecer.

Preston hojeó el informe.

—Interesante. Atribuir la mayor parte de la culpa a hombres que ya tienen la pensión asegurada es saludable, y este White parece temible.

Ed sintió un escalofrío.

—Lo es. Asuntos Internos me entrevistará mañana, y no me agrada comentar la hazaña que hizo con el mexicano.

—¿Temes represalias?

—No.

—No ignores tu miedo, Edmund. Eso es debilidad. White y su amigo Stensland actuaron con absoluto desprecio por las normas del Departamento, y ambos son matones. ¿Estás preparado para la entrevista?

—Sí.

—No tendrán piedad.

—Lo sé, padre.

—Enfatizarán tu incapacidad para mantener el orden, dirán que permitiste que te robaran las llaves. Ed se sonrojó.

—Se estaba volviendo caótico, y luchar contra esos hombres habría contribuido al caos.

—No eleves la voz ni te justifiques. Ni conmigo, ni con la gente de Asuntos Internos. Pareces…

Una voz quebrada.

—No digas «débil», padre. No hagas comparaciones con Thomas. Y no des por sentado que no puedo manejar la situación.

Preston cogió el teléfono.

—Sé que eres capaz de apañártelas. Pero ¿eres capaz de aprovechar la gratitud de Bill Parker antes de que él la demuestre?

—Padre, una vez me dijiste que Thomas era tu heredero natural y yo era tu heredero oportunista. ¿Qué te dice eso?

Preston sonrió, marcó un número.

—¿Bill? Hola, habla Preston Exley… Sí, bien, muchas gracias… No, no habría usado tu línea personal para eso… No, Bill, es por mi hijo Edmund. Estaba de servicio en la Central en vísperas de Navidad, y creo que tiene información valiosa para ti. ¿Esta noche? Desde luego, allí estará… Sí, y saludos a Helen. Sí, adiós, Bill.

Ed sintió un vuelco en el corazón.

—Esta noche verás al jefe Parker en el Pacific Dining Car, a las ocho —dijo Preston—. Te recibirá en una habitación privada donde ambos podréis hablar.

—¿Cuál de los informes le muestro?

Preston le devolvió los papeles.

—Estas oportunidades no son frecuentes. Yo tuve el caso Atherton, tú paladeaste el triunfo en Guadalcanal. Lee el álbum familiar y recuerda esos precedentes.

—Sí, pero ¿qué informe?

—Decídelo tú. Y disfruta de la cena en el Dining Car. Esta invitación es buena señal, y a Bill no le gustan los invitados quisquillosos.

Ed fue a su apartamento, leyó, recordó. El álbum contenía recortes en orden cronológico; Ed se había grabado a fuego en la memoria aquello que no figuraba en los periódicos.

1934. El caso Atherton.

Niños de ascendencia mexicana, negra, oriental, tres varones, dos mujeres. Los encuentran descuartizados, los torsos se descubren en los desagües de Los Ángeles. Les han cortado los brazos y piernas; les han extirpado los órganos internos. La prensa apoda «Doctor Frankenstein» al asesino. El inspector Preston Exley conduce la investigación.

El apodo Frankenstein le parece apropiado: se encuentran cordeles de raquetas de tenis en las cinco escenas del delito, la tercera víctima tiene orificios de agujas de tejer en las axilas. Exley llega a la conclusión de que ese demonio está recreando niños con costuras y cuchillo; arresta a pervertidos, chiflados, internos que han salido de los manicomios. Se pregunta dónde conseguirá el asesino un rostro, y se entera una semana después.

Wee Willie Wennerholm, astro infantil de Raymond Dieterling, es secuestrado de una escuela perteneciente a los estudios. Al día siguiente hallan el cuerpo en las vías del ferrocarril de Glendale, decapitado.

Luego una pista: los administradores del Hospital Mental Estatal de Glenhaven llaman al Departamento de Policía de Los Ángeles. Loren Atherton, un corruptor de menores con fijación vampírica, viajó hace dos meses a Los Ángeles en libertad bajo palabra, y aun no ha comparecido ante el supervisor.

Exley localiza a Atherton: frecuenta bares de mala muerte, trabaja lavando frascos en un banco de sangre. Una vigilancia revela que roba sangre, la mezcla con vino barato y la bebe. Atherton es arrestado en un cine, masturbándose mientras ve una película de terror. Exley registra su cuarto en el hotel, encuentra un juego de llaves, las llaves de un garaje abandonado. Va allí, y encuentra el infierno.

Un niño prototipo empacado en hielo seco: brazos de varón negro, piernas de varón mexicano, torso de varón chino con genitales femeninos injertados, cabeza de Wee Willie Wennerholm. Alas de pájaros cosidas a la espalda del niño. Accesorios en las cercanías: rollos de películas de terror, raquetas de tenis destrozadas, diagramas para crear niños híbridos. Fotos de niños en diversas etapas de desmembramiento, un cuarto oscuro con equipo de revelado fotográfico.

El infierno.

Atherton se confiesa culpable de las muertes; lo juzgan, lo condenan, lo cuelgan en San Quintín. Preston conserva copias de las fotos; las muestra a sus hijos policías, para que conozcan la brutalidad de los delitos que exigen justicia absoluta.

Ed hojeó las páginas: el obituario de su madre, la muerte de Thomas. Al margen de los triunfos del padre, los Exley sólo habían llegado a los periódicos cuando moría alguien. Ed había llegado al Examiner: un artículo sobre los hijos de hombres famosos que combatían en la Segunda Guerra Mundial. Como la Navidad Sangrienta, tenía más de una versión.

El Examiner presentaba la versión que le permitió ganar la Cruz del Servicio Distinguido: el cabo Ed Exley, único superviviente de un pelotón exterminado en combate cuerpo a cuerpo, toma tres trincheras repletas de infantes japoneses, veintinueve muertos en total; si hubiera habido un oficial presente para atestiguarlo habría ganado la Medalla de Honor del Congreso. Versión dos: Ed Exley aprovecha la oportunidad de salir a explorar cuando una carga japonesa con bayonetas es inminente, remolonea, regresa para encontrar el pelotón exterminado y una patrulla japonesa en las cercanías. Se oculta bajo el sargento Peters y el soldado Wasnicki, siente sus movimientos cuando los japoneses voltean los cuerpos; muerde el brazo de Wasnicki, le arranca la correa del reloj de pulsera. Espera el anochecer, sollozando, cubierto de cadáveres, recibiendo aire a través de una rendija entre los cuerpos. Corre hacia el cuartel general del batallón, se detiene al ver otra matanza.

Un pequeño altar sintoísta en un claro cubierto de redes de camuflaje. Japoneses muertos sobre esteras: cetrinos, consumidos. Todos los hombres con el estómago abierto hasta las costillas; espadas talladas, embadurnadas de sangre, apiladas con pulcritud. Suicidio en masa: soldados demasiado orgullosos para arriesgarse a ser capturados o morir de malaria.

Tres trincheras cavadas detrás del templo; armas en las inmediaciones: rifles y pistolas oxidadas por la lluvia. Un lanzallamas cubierto con tela de camuflaje y en condiciones de funcionar.

Lo agarró, sabiendo sólo una cosa: no sobreviviría a Guadalcanal. Lo asignarían a un nuevo pelotón; sus remoloneos de explorador no resultarían convincentes. No podría solicitar un puesto en el cuartel general, pues su padre lo calificaría de cobardía. Tendría que convivir con el desprecio: colegas del Departamento de Policía de Los Ángeles heridos, homenajeados con medallas.

«Medallas» significaba «giras para vender bonos». «Giras» significaba Detectives. Vio su oportunidad.

Encontró una ametralladora japonesa. Trasladó a los hombres que se habían hecho el harakiri a las trincheras, les puso las armas inútiles en las manos, los acomodó frente a una apertura del claro. Tiro allí la ametralladora, apuntando hacia la apertura, con tres rondas en el cinturón de municiones. Cogió el lanzallamas, achicharró a los japoneses y el altar. Ordenó su historia y regresó al cuartel general. Las patrullas de reconocimiento confirmaron la historia: el combativo Ed Exley, armado con municiones japonesas, había frito a veintinueve enemigos.

La Cruz del Servicio Distinguido, la segunda medalla que podía otorgar su país. Una gira para vender bonos por el Estado, la bienvenida de un héroe, el regreso al Departamento como un campeón. El cauto respeto de Preston Exley.

«Lee el álbum familiar. Recuerda esos precedentes».

Ed guardó el álbum, aún sin saber cómo manejaría la Navidad Sangrienta, pero sabiendo a qué se refería su padre.

Las oportunidades abundan. Después pagas por ellas. «Padre, lo supe desde que cogí ese lanzallamas».