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Encerrado en un cuartucho estrecho. Sin ventanas ni teléfono ni interfono. Anaqueles, estropajos, escobas, un fregadero tapado lleno de vodka y ron. La puerta estaba reforzada con acero; ese brebaje apestaba como un vómito. En el conducto de la calefacción retumbaban gritos y golpes.

Ed golpeó la puerta. Ninguna respuesta. Aulló por el conducto. El aire caliente le pegó en la cara. Se vio maniatado y registrado, tíos de Detectives que pensaban que jamás los denunciaría. Se preguntó qué haría su padre.

El tiempo se arrastraba; el ruido de la cárcel paraba, estallaba, cesaba, empezaba. Ed golpeó la puerta. Nada. El cuartucho era sofocante; el hedor a alcohol impregnaba el aire. Ed recordó Guadalcanal: ocultándose de los japoneses, debajo de cadáveres apilados. Tenía el uniforme empapado de sudor; si le disparaba al cerrojo, las balas podían rebotar en el acero y matarlo. Había que denunciar esas tundas: una investigación de Asuntos Internos; pleitos civiles, gran jurado. Acusaciones de brutalidad policíaca, carreras arruinadas. El sargento Edmund J. Exley crucificado porque no podía mantener el orden: Ed tomó una decisión: lucharía usando el cerebro.

Escribió en el dorso de los formularios del Departamento. Versión número uno, la verdad.

El rumor inició todo: John Helenowski perdió un ojo. El sargento Richard Stensland atacó a Rice, Dennis y Valupeyk, Clinton. Su prédica tuvo efecto inmediato; el teniente Frieling, comandante de guardia, estaba dormido, inconsciente por beber alcohol estando de servicio, violando la regulación interdepartamental 4319. El sargento E. J. Exley, entonces responsable, notó que le faltaban las llaves de la oficina. La mayoría de los hombres que asistían a la fiesta de Navidad de la jefatura irrumpieron en las celdas. Con las llaves sustraídas abrieron las celdas donde se hallaban los seis presuntos ofensores. El sargento Exley intentó cerrar de nuevo las celdas, pero la pelea ya había comenzado y el sargento Willis Tristano retuvo al sargento Exley mientras el sargento Walter Crumley le robaba el otro juego de llaves que llevaba en el cinturón.

El sargento Exley no usó la fuerza para recobrar las llaves.

Más detalles.

Stensland enloquecido, policías golpeando a prisioneros indefensos. Bud White: alzando a un hombre tembloroso, una mano en el cuello.

El sargento Exley ordenó a White que lo dejara; White ignoró la orden; el sargento Exley sintió alivio cuando el prisionero se escabulló eliminando la necesidad de nuevas confrontaciones.

Ed torció la cara, siguió escribiendo: 25/12/51, los abusos de fuerza en los calabozos de la Central descritos con detalle. Probable intervención de un gran jurado, juntas interdepartamentales, la ruina del prestigio del jefe Parker. Una hoja nueva, observaciones sobre los presos que habían sido testigos, la mayoría encerrados por ebriedad. El hecho de que casi todos los policías habían bebido en exceso. Ellos eran testigos interesados; él estaba sobrio, era imparcial, había intentado dominar la situación. Necesitaba una salida ágil; el Departamento tenía que salvar su prestigio; las autoridades sentirían gratitud hacia el hombre que intentaba evitar la mala prensa, que había tenido la previsión de anticiparse a las consecuencias. Escribió la versión número dos.

Una digresión sobre la número uno; la acción concentrada en la responsabilidad de unos pocos: Stensland, Johnny Brownell, Bud White y un puñado de hombres que ya habían ganado su pensión o estaban por ganarla: Krugman, Tucker, Heineke, Huff, Disbrow, Doherty. Carnada para arrojar a la Fiscalía si subía la fiebre acusatoria. Un punto de vista subjetivo, adaptado para coincidir con lo que habían visto los borrachos prisioneros, los atacantes que intentaban huir de su bloque para liberar a otros internos. La verdad apenas distorsionada: imposible que otros testigos la negaran. Ed firmó, escuchó por el conducto preparándose para la versión número tres.

Llegó lentamente. Voces urgiendo a Stensland a «despertarse para otra sesión»; White se marchó de las celdas, mascullando que era un desperdicio. Krugman y Tucker aullaron insultos; les respondieron gimoteos. No más sonidos de White o Johnny Brownell; Lentz, Huff, Doherty recorriendo el pasillo. Sollozos y lamentos en español, una y otra vez.

6.14 de la mañana.

Ed escribió la versión número tres: ningún gimoteo, ningún «madre mía», los mexicanos incitando a otros internos. Se preguntó cómo calificaría su padre esos delitos: colegas atacados, los atacantes aporreados. ¿Cuál exigía justicia absoluta?

El ruido disminuyó; Ed intentó dormir pero no pudo; metieron una llave en la cerradura.

El teniente Frieling, pálido, temblando. Ed lo apartó, caminó por el corredor.

Seis celdas abiertas de par en par, las paredes embadurnadas de sangre. Juan Carbijal en su litera, una camisa empapada de sangre bajo la cabeza. Clinton Valupeyk enjugándose la sangre de la cara con agua del retrete. Reyes Chasco, una contusión gigante; Dennis Rice tratando de mover los dedos: hinchados, rotos. Dinardo Sánchez y Ezekiel García acurrucados junto a la celda de los borrachos.

Ed pidió ambulancias. Las palabras «Hospital del Condado» casi le hicieron vomitar.