4

La fiesta en marcha, la sala de reuniones atestada.

Barra libre: whisky escocés, bourbon, una caja de ron traída por Jack Cubo de Basura Vincennes. El brebaje de Dick Stensland en la nevera portátil: Old Crow, ponche de huevo. Un fonógrafo emitía villancicos obscenos: Santa Claus y sus renos chupando y follando.

El lugar estaba lleno: uniformados de guardia, el escuadrón de la Central. Sedientos después de perseguir vagabundos.

Bud observaba a la multitud. Fred Turentine arrojaba dardos a carteles de delincuentes buscados; Mike Krugman y Walt Dukeshearer jugaban a «acertar el negro», tratando de identificar fotos de negros a veinticinco centavos la apuesta. Jack Vincennes bebía soda; el teniente Frieling dormía la mona en el escritorio. Ed Exley trató de apaciguar a los hombres, desistió, se atuvo a su tarea: consignar los prisioneros, preparar informes.

Casi todos estaban ebrios o camino de estarlo.

Casi todos hablaban de Helenowski y Brownell, de los culpables encerrados, de los dos aún prófugos. Bud se paró junto a la ventana. Una oleada de rumores: Brownie Brownell tenía el labio partido hasta la nariz, uno de los mexicanos había arrancado la oreja de Helenowski de una dentellada. Dick Stensland había cogido una escopeta para ir a cazar mexicanos. Eso era creíble; había visto a Dick llevando una Ithaca al aparcamiento.

El ruido era ensordecedor. Bud salió al aparcamiento, se apoyó en un coche patrulla.

Empezó a lloviznar. Un alboroto junto a la puerta de las celdas. Dick Stensland entrando a dos hombres a empellones. Un grito; Bud calculó cuántas probabilidades tendría Stensland de cumplir veinte años como policía: con él observando, apuesta igualada; sin él, dos contra uno. En la sala de reuniones: la voz de tenor de Frank Doherty, un plañidero «Silver Bells». Bud se alejó de la música. Le recordaba a su madre. Encendió un cigarrillo, pensó en su madre de todos modos.

La había visto morir: dieciséis años, incapaz de hacer nada. Su padre llegó a casa; debía haber creído en la advertencia del hijo; tocas de nuevo a mamá y te mato. Bud dormía cuando su padre le esposó las muñecas y los tobillos; una vez despierto vio cómo el bastardo mataba a su madre a golpes con una barra de metal. Gritó hasta quedar ronco; se quedó esposado en el cuarto, con el cadáver: una semana sin agua, delirando, vio cómo se pudría su madre. Un supervisor escolar encontró a Bud; el Departamento del Sheriff encontró a su padre. El juicio, una defensa por facultades alteradas, un regateo para llegar a homicidio en segundo grado. Cadena perpetua, su padre en libertad bajo palabra a los doce años. Su hijo, el agente Wendell White del Departamento de Policía, decidió matarlo. Su padre no estaba en ninguna parte.

Había burlado al supervisor de libertad bajo palabra; Bud no encontró nada en los tugurios de Los Ángeles. Aún seguía buscando, aún despertaba al oír gritos de mujeres. Siempre investigaba; siempre oía ruidos. Una vez derribó una puerta y dentro encontró a una mujer que se había quemado la mano. Una vez irrumpió en un cuarto donde un marido hacía el amor con su esposa.

Su padre no estaba en ninguna parte.

Llegó a detective, tuvo por compañero a Dick Stensland. Dick le enseñó los rudimentos, escuchó su historia, le dijo que se desquitara escogiendo sus casos. Papá no estaba en ninguna parte, pero aporrear maridos crueles ahuyentaría sus pesadillas. Bud escogió su primer gran caso: una riña doméstica, la denunciante una experta en recibir porrazos, el arrestado un tío que había sido convicto tres veces. Hizo un desvío camino a la jefatura, preguntó al arrestado si quería bailar con un hombre, para variar: sin esposas, quedaría en libertad si ganaba. El sujeto aceptó: Bud le partió la nariz y la mandíbula, le desgarró el bazo de un puntapié. Dick tenía razón: las pesadillas cesaron.

Su reputación de hombre más rudo del Departamento creció.

La mantuvo; hacía seguimientos, llamadas intimidatorias si los canallas no eran condenados, porrazos de bienvenida si eran condenados y salían bajo palabra. No aceptaba invitaciones a la cama por gratitud y conseguía mujeres en otra parte. Llevaba una lista de fechas de juicios y excarcelaciones, y enviaba tarjetas postales a los bastardos cuando estaban encerrados; recibió un aluvión de quejas por uso abusivo de la fuerza y salió bien librado. Dick Stensland lo transformó en un detective decente: ahora él actuaba como criada de su maestro: manteniéndolo sobrio cuando estaban de servicio, conteniéndolo cuando ansiaba disparar a alguien por gusto. Él había aprendido a dominarse, pero a Stensland sólo le quedaban malas costumbres: pedía bebida en los bares, dejaba escabullir a los proveedores por un poco de droga.

La música se volvió discordante. No sonaba como música. Bud oyó ruidos, gritos en las celdas.

El ruido se intensificó. Bud vio una estampida: de la sala de reuniones a las celdas. Un destello: Stensland enloqueciendo, alcohol, un alboroto. Liquidad a los que liquidan policías. Bud corrió, llegó a la puerta.

El pasillo atestado, las celdas abiertas, hombres en fila. Exley pidiendo orden, abriéndose paso a codazos sin llegar a ninguna parte. Bud halló la lista de prisioneros; tildes en «Sánchez, Dinardo», «Carbijal, Juan», «García, Ezekiel», «Chasco, Reyes», «Rice, Dennis», «Valupeyk, Clinton», los seis culpables bajo custodia.

Los vagos de la celda de borrachos azuzaban a los hombres.

Stensland entró en la celda número cuatro, agitando una nudillera.

Willie Tristano aplastó a Exley contra la pared; Crum Crumley le cogió las llaves.

Los policías iban de celda en celda. Elmer Lentz, manchado de sangre, sonriente. Jack Vincennes junto a la oficina del comandante de guardia, el teniente Frieling roncando en su escritorio.

Bud se abrió paso.

Intentaron frenarlo, pero vieron quién era y lo dejaron pasar. Stensland entró en la número tres; Bud lo siguió. Dick estaba pegando a un chicano enclenque. Porrazos en la cabeza. El chico estaba de rodillas, escupiendo dientes. Bud aferró a Stensland; el mexicano escupió sangre.

—Eh, mister White. Te conozco, puto. Le pegaste a mi amigo Caldo porque azotaba a su esposa. Ella era una puta, pendejo. ¿No tienes sesos?

Bud soltó a Stensland; el mexicano alzó el dedo corazón en un gesto obsceno. Bud lo pateó, le aferró por el cuello. Ovaciones, exclamaciones, insultos. Bud golpeó la cabeza del mexicano contra el techo; un uniformado entró a empellones. La voz de niño rico de Ed Exley:

—Basta, agente. ¡Es una orden!

El mexicano le pateó los testículos. Bud cayó contra las rejas; el chico salió de la celda, chocó contra Vincennes. Cubo de Basura, boquiabierto: sangre en su blazer de cachemir. Tumbó al mexicano con un par de puñetazos; Exley salió de las celdas.

Gritos, aullidos, alaridos: más fuertes que mil sirenas Código 3.

Stensland sacó una botella de ginebra. Bud vio a cada hombre de allí condenado para siempre al distrito negro. De puntillas, una buena vista: Exley arrojando la bebida al suelo.

Voces: así me gusta, Bud. Caras distorsionadas. Exley seguía arrojando bebida al suelo. Testigo Abstemio. Bud corrió por el pasillo, lo agarró con fuerza.