Bud White en un coche sin ninguna insignia, viendo parpadear el «1951» del árbol de Navidad del Ayuntamiento. En el asiento trasero llevaba bebida para la fiesta de la Central; había presionado a los comerciantes todo el día, eludiendo el mandato de Parker: los casados tenían libres el 24 y Navidad, todos los turnos eran para solteros solamente, los detectives de la Central debían apresar vagabundos. El jefe quería encerrar a los vagos del lugar para que no irrumpieran en la fiesta del alcalde Bowron para niños menesterosos y se engulleran los bizcochos. La Navidad anterior, un negro loco sacó la polla, orinó en una jarra de limonada destinada a los mocosos de un orfanato y ordenó a la señora Bowron: «Cógela, perra». William H. Parker pasó su primera Navidad como jefe del Departamento de Policía de Los Ángeles transportando a la esposa del alcalde al hospital para que la sedaran, y ahora, un año después, él pagaba las consecuencias.
El asiento trasero, cargado de botellas, le oprimía la espalda. Ed Exley, el subcomandante de guardia, era un santurrón que se podía enfadar si cien polizontes empinaban el codo en la Central. Y Johnny Stompanato llevaba veinte minutos de retraso.
Bud encendió la radio policial. Palabras zumbonas: robos en tiendas, un atraco en una licorería de Chinatown. Se abrió la portezuela y entró Johnny Stompanato.
Bud encendió la luz del salpicadero.
—Felicidades —dijo Stompanato—. ¿Dónde está Stensland? Tengo algo para vosotros.
Bud le echó un vistazo. El guardaespaldas de Mickey Cohen llevaba un mes sin empleo. Mickey cumplía una sentencia federal por impuestos, de tres a siete años en McNeil. Stompanato se dedicaba a hacerse la manicura y plancharse los pantalones.
—Sargento Stensland para ti. Él está arrestando a vagos, y la paga es igual de todos modos.
—Qué lástima. Me gusta el estilo de Dick. Tú lo sabes, Wendell.
El guapo Johnny: acicalado, rizos compactos. Se rumoreaba que tenía un miembro de caballo y para colmo se ponía relleno.
—Dime qué tienes.
—Dick es cortés, agente White.
—¿Estás enamorado de mí o sólo quieres charla?
—Yo estoy enamorado de Lana Turner, tú estás enamorado de los maridos violentos. También cuentan que eres galante con las damas y que no eres selectivo en cuanto al aspecto.
Bud hizo crujir los nudillos.
—Y tú te ganas la vida jodiendo a la gente, y todo el dinero que Mickey dona para beneficencia no lo vuelve mejor que un camello o un chulo. Si presentan quejas contra mí porque fastidio a los maridos violentos, eso no me hace igual a ti. ¿Capisci, cabrón?
Stompanato sonrió, nervioso. Bud miró por la ventana. Un Santa Claus del Ejército de Salvación se echó monedas en la palma de la mano, echando una ojeada a la licorería de enfrente.
—Mira —dijo Stompanato—, tú quieres información y yo necesito dinero. Mickey y Davey Goldman están entre rejas, y Mo Jahelka se encarga de las cosas mientras los demás no están. Mo está de mala racha y no tiene trabajo para mí. Jack Whalen no me contrataría por nada del mundo, y Mickey no envió ningún sobre.
—¿Ningún sobre? Mickey salió bien librado. Oí que recobró la droga que le quitaron durante su reunión con Jack D.
Stompanato meneó la cabeza.
—Oíste mal. Mickey le echó al guante al ladrón, pero la droga no está en ninguna parte y el fulano se largó con ciento cincuenta mil dólares de Mickey. White, necesito dinero. Y si tu fondo para soplones está en orden, te pasaré datos confirmados.
—Vuélvete honesto, Johnny. Sé un hombre limpio como Dick Stensland y yo. —Stompanato rió, pero sin convicción.
—Un ladrón con ganzúa por veinte o un asaltante de tiendas que aporrea a la mujer por treinta. Un trato rápido. Vi al fulano asaltando Ohrbach's mientras venía.
Bud sacó un billete de veinte y uno de diez; Stompanato los aferró.
—Ralphie Kinnard. Rubio, gordo, cuarentón. Usa chaqueta de gamuza y pantalones de franela gris. Oí decir que le pegaba a su esposa y la prostituía para cubrir sus pérdidas de póquer.
Bud anotó todo.
—Feliz Navidad, Wendell —dijo Stompanato. Bud le agarró la corbata y tiró de ella; la cabeza de Stompanato chocó contra el salpicadero.
—Feliz Navidad, bola de grasa.
Ohrbach's estaba atestado: enjambres de clientes en los mostradores y las secciones de ropa. Bud se abrió paso a codazos para llegar al tercer piso, territorio ideal para ladrones: joyas, licores.
Mostradores llenos de relojes; colas de treinta personas ante las cajas registradoras. Bud buscaba varones rubios, recibía empellones de amas de casa y niños. De pronto, un destello: un sujeto rubio con chaqueta de gamuza entrando en el servicio de hombres.
Bud entró. Dos tíos frente a los urinarios; pantalones de franela gris rozando el suelo del retrete, Bud se agachó, echó un vistazo. Bingo: manos acariciando joyas. Los dos tíos se cerraron la bragueta y salieron. Bud golpeó la puerta del retrete.
—Vamos, es Navidad.
La puerta se abrió de golpe. Un puñetazo. Bud lo recibió en plena cara, chocó contra el lavabo, rodó. Tapándose la cara con los brazos, Kinnard en fuga. Bud se levantó para perseguirlo.
La puerta, clientes cerrándole el paso, Kinnard escabulléndose por una salida lateral. Bud lo persiguió: la salida, la escalera de emergencia. El aparcamiento estaba vacío: ni coches ni Ralphie. Bud corrió a su coche patrulla, llamó por radio.
—4A31 a controlador, solicitando ayuda.
Estática, luego:
—Enterado, 4A31.
—Último domicilio conocido. Varón blanco, nombre de pila Ralph, apellido Kinnard. Creo que se deletrea K-I-N-N-A-R-D. Deprisa.
—Enterado. —Bud golpeó el coche: bam-bam. La radio crujió.
—4A31, afirmativo a su solicitud.
—4A31, enterado.
—Positivo. Kinnard, Ralph Thomas, varón blanco, fecha de nacimiento…
—Sólo el maldito domicilio…
El otro pedorreó con la boca…
—Para tu calcetín de Navidad, idiota. El domicilio es Evergreen 1486, y espero que te…
Bud apagó el receptor, enfiló hacia City Terrace. Sesenta por hora, bocinazos, Evergreen en cinco minutos.
Las manzanas del 1200 y el 1300 pasaron deprisa; 1400, prefabricadas para veteranos. Bud aparcó, siguió las placas hasta el 1486, un edificio de estuco con una figura de neón en el techo, un trineo de Santa Claus.
Luces dentro; un Ford de antes de la guerra en la calzada. A través de la ventana: Ralphie Kinnard aporreando a una mujer en bata.
La mujer —treinta y cinco años, la cara hinchada— retrocedía ante Kinnard; la bata se le entreabrió: pechos magullados, costillas laceradas.
Bud regresó a buscar las esposas, vio el parpadeo de la radio y atendió.
—4A31 respondiendo.
—Enterado, 4A31. Tenemos un ataque contra dos policías en un bar de Riverside 1990, seis sospechosos sueltos. Los identificaron por sus placas y han alertado a otras unidades.
Bud sintió un cosquilleo de alarma.
—¿Malo para los nuestros?
—Afirmativo. Vaya al número 5 314 de la avenida Cincuenta y uno, Lincoln Heights. Arreste a Dinardo, D-I-N-A-R-D-O, Sánchez, edad 21, mexicano, sexo masculino.
—Enterado, y usted envíe un coche patrulla a Evergreen 1486. Sospechoso blanco, sexo masculino, bajo custodia. Yo no estaré allí, pero lo verán. Anuncie que iré para allá.
—¿Se presentará en la estación Hollenbeck?
Bud respondió afirmativo, cogió las esposas. Volvió a la casa, buscó una caja eléctrica externa. Movió interruptores hasta apagar las luces. El trineo de Santa Claus permaneció encendido; Bud tiró de un cable de salida. El neón se vino abajo: renos estallando. Kinnard corrió y tropezó con el reno Rodolfo. Bud le esposó las muñecas, le aplastó la cara contra la acera. Ralphie gritó y mordió grava; Bud le espetó su discurso contra maridos violentos.
—Saldrás en un año y medio, y yo sabré cuándo. Averiguaré quién es tu supervisor de libertad condicional y me haré amigo de él, te visitaré para saludarte. Si la tocas de nuevo, y pienso enterarme, te haré encerrar por violación de menores. ¿Sabes qué hacen con los violadores de menores en San Quintín? ¿Eh? Creo que lo tienes claro, ¿no?
Se encendieron luces. La esposa de Kinnard estaba tocando la caja de fusibles.
—¿Puedo ir a casa de mi padre? —preguntó.
Bud vació los bolsillos de Ralphie: llaves, un fajo de billetes.
—Coge el coche y mejórate el aspecto.
Kinnard escupió dientes. La esposa atajó las llaves y tomó un billete de diez.
—Feliz Navidad —dijo Bud.
La esposa de Ralphie le sopló un beso e hizo retroceder el coche, aplastando los renos titilantes.
Avenida Cincuenta y tres, código 2, sin sirena. Un coche patrulla lo adelantó; dos policías de uniforme y Dick Stensland salieron y se reunieron.
Bud tocó la bocina; Stensland se le acercó.
—¿Quién está allí, socio?
Stensland señaló una casucha.
—El tío que nos han descrito por radio, quizá más. Quizá cuatro mexicanos y dos blancos atacaron a los nuestros. Brownell y Helenowski. Brownell quizá tenga lesión cerebral. Helenowski quizá pierda un ojo.
—Grandes quizá.
Stensland apestaba: Listerine, ginebra.
—¿Te echas atrás?
Bud salió del coche.
—En absoluto. ¿Cuántos bajo custodia? —Ninguno. El arresto es nuestro.
—Entonces di a los uniformados que no se entrometan.
Stensland meneó la cabeza.
—Son amigos de Brownell. Quieren su parte.
—Negativo, es nuestro. Los arrestamos, firmamos el formulario y lo celebramos a la hora del cambio de guardia. Tengo tres cajas: Walter Black, Jim Bean y Cutty Sark.
—Exley es el subcomandante de guardia. Es un aguafiestas y puedes apostar a que no aprueba la ebriedad en horas de servicio.
—Sí, y Frieling es el jefe de guardia y es un puñetero borracho como tú. No te preocupes por Exley. Y antes debo preparar un informe, así que andando.
Stensland rió.
—¿Ataque premeditado contra una mujer? ¿Qué es eso? ¿Artículo seiscientos veintitrés, inciso uno, del Código Penal de California? Bien, yo soy un puñetero borracho y tú eres un puñetero benefactor.
—Sí, y apestas. ¿Qué dices?
Stensland parpadeó. Bud avanzó por el flanco: hasta el porche, pistola en mano. La casucha tenía cortinas oscuras; Bud captó un anuncio radial. Chevrolet Félix el Gato. Dick pateó la puerta.
Gritos, un mexicano y una mujer corriendo. Stensland apuntó alto; Bud lo bloqueó el disparo. Corredor abajo, Bud los alcanzó. Stensland jadeaba, tropezaba con muebles. La cocina: los fugitivos se toparon con una ventana.
Dieron media vuelta, alzaron las manos: un vago mexicano, una bonita muchacha con seis meses de embarazo.
El chico se puso de cara a la pared: un profesional. Bud lo cacheó: documento de Dinardo Sánchez, monedas. La muchacha sollozaba; fuera ululaban sirenas. Bud hizo darse la vuelta a Sánchez, le pateó los testículos.
—Por los nuestros, Pancho. Y te salió barato. Stensland aferró a la muchacha.
—Vete a pasear, preciosa. Antes de que mi amigo examine tu tarjeta verde.
Esa alusión a la documentación laboral la asustó. «¡Madre mía!»., gritó mientras Stensland la arrastraba a la puerta. Sánchez gemía. Bud vio un enjambre de uniformes azules en la calzada.
—Les entregaremos a Pancho.
Stensland recobró el aliento.
—Se lo entregaremos a los amigos de Brownell. Entraron dos uniformados con aire de novatos. Bud vio una salida.
—Esposadlo y llevadlo. Ataque a policías y resistencia al arresto.
Los novatos se llevaron a Sánchez a rastras.
—Tú y las mujeres —dijo Stensland—. ¿Después qué? ¿Chicos y perros?
La mujer de Ralphie, magullada en Navidad.
—Lo estoy pensando. Vamos, llevemos esa bebida. Pórtate bien y tendrás tu propia botella.