10

—Benjy y yo nos vamos al hospital —anunció Nicole.

Los demás todavía estaban terminando el desayuno.

—Siéntate, Nicole, por favor —dijo Eponine—. Por lo menos, termina tu café.

—Gracias de todos modos —contestó Nicole—, pero le prometí a Doctora Azul que hoy iríamos temprano, hubo muchas bajas en la incursión de ayer.

—Pero estuviste trabajando con mucha intensidad, mamá —objetó Patrick—, y sin dormir, ni por asomo, lo suficiente.

—Permanecer ocupada ayuda —contestó Nicole—. De ese modo no tengo tiempo para pensar…

—Vamos, ma-má —dijo Benjy, entrando en la habitación y alcanzándole el abrigo. Mientras estaba parado al lado de su madre, Benjy sonrió y saludó con la mano en alto a los mellizos que, a diferencia de lo normal en ellos, estaban en silencio. Galileo hizo una extraña mueca, y tanto Benjy como Kepler rieron.

—Todavía no se permitió llorar la muerte de Katie —comentó Nai en voz baja un minuto después, no bien Nicole hubo partido—. Eso me preocupa, más tarde o más temprano…

—Tiene miedo, Nai —opinó Eponine—. Quizá de otro ataque cardíaco. Quizás hasta de su cordura… Nicole todavía está en la etapa de negación.

—Otra vez tú, francesita, con esa maldita psicología —terció Max—. No se preocupen por Nicole… Es más fuerte que cualquiera de nosotros. Llorará por Katie cuando esté lista.

—Mamá todavía no fue a la sala de proyección desde que tuvo el ataque cardíaco. Cuando Doctora Azul le contó sobre el asesinato y el posterior suicidio de Katie, di por descontado que mamá querría proyectar algunas de las videopelículas… para ver a Katie por última vez… o, por lo menos, para ver cómo le iban las cosas a Ellie…

—Lo mejor que tu hermana hizo jamás, Patrick —comentó Max—, fue matar a ese bastardo. No importa lo que cualquiera pueda decir de tu hermana, hay que reconocerle que tuvo coraje.

—Katie tenía muchas cualidades sobresalientes —sostuvo Patrick con tristeza—. Era brillante, podía ser encantadora… Ocurrió, simplemente, que también tenía ese otro lado.

Se produjo un breve silencio en torno de la mesa del desayuno. Eponine estaba a punto de decir algo, cuando hubo un destello de luz en la puerta de calle.

—Oh, oh —dijo, al tiempo que se incorporaba—. Voy a mudar a Marius a la casa de al lado. Las incursiones están comenzando otra vez.

Nai se volvió hacia Galileo y Kepler.

—Terminen rápido, chicos… regresamos a esa casa especial que el tío Max hizo para nosotros.

Galileo volvió a torcer el gesto.

—Otra vez, no —se quejó.

Nicole y Benjy apenas habían llegado al hospital, cuando las primeras bombas empezaron a caer a través de la deshilachada cúpula. Las intensas incursiones se producían diariamente. Más de la mitad del techo de la Ciudad Esmeralda había desaparecido. Prácticamente en todas las secciones de la ciudad habían caído bombas.

Doctora Azul los saludó y, de inmediato, envió a Benjy al sector de admisión de pacientes.

—Es terrible —informó a Nicole—. Más de doscientos muertos, y eso nada más que ayer.

—¿Qué está ocurriendo en Nuevo Edén? —preguntó Nicole—. Yo habría supuesto que, para estos momentos…

—Los microagentes están actuando con algo más de lentitud que la prevista —contestó Doctora Azul—, pero, finalmente, están ejerciendo su impacto. La Optimizadora Principal dice que las incursiones deberán de cesar dentro de un día o dos como máximo. Ella y su estado mayor están trazando planes para la fase siguiente…

—Seguramente los colonos no van a proseguir la guerra —dijo Nicole, forzándose a no pensar demasiado en lo que estaba ocurriendo en Nuevo Edén—, máxime estando Nakamura muerto.

—Opinamos que tenemos que estar preparados para cualquier contingencia —declaró Doctora Azul—, pero espero que tengas razón.

Mientras avanzaban juntas por el corredor, se les acercó otra octoaraña médica, la que Benjy había bautizado Monedita debido a la marca redonda, que se parecía a una moneda de Nuevo Edén, situada justo a la derecha de su hendedura. Monedita le describió a Doctora Azul las terribles escenas que había presenciado, esa mañana temprano, en el Dominio Alternativo. Nicole pudo entender la mayor parte de lo que Monedita decía, no sólo porque la octoaraña repitió varias veces lo que decía, sino porque en el idioma de color en el que conversaban, Monedita usaba oraciones muy sencillas.

Monedita le informó a Doctora Azul que se necesitaban con desesperación personal médico y abastecimientos en forma inmediata, para ayudar a los heridos del Dominio Alternativo. Doctora Azul trató de explicarle a Monedita que ni siquiera había disponibles suficientes miembros del personal como para atender a todos los pacientes internados.

—Esta mañana yo podría ir con Monedita durante algunas horas —sugirió Nicole—, si eso puede ser de alguna ayuda. —Doctora Azul contempló a su amiga humana.

—¿Estás segura de que puedes hacerlo, Nicole? —se interesó—. Tengo entendido que ahí afuera las cosas están bastante horrorosas.

—Estuve volviéndome más fuerte cada día —contestó Nicole—, y quiero estar allí donde se me necesite más.

Doctora Azul le dijo a Monedita que Nicole podría ayudarla en el Dominio Alternativo durante un máximo de un tert, siempre y cuando Monedita misma aceptara la responsabilidad de escoltar a Nicole de regreso al hospital. Monedita estuvo de acuerdo y le agradeció a Nicole que se hubiera ofrecido como voluntaria para ayudar.

Poco después de abordar el transporte, Monedita le explicó a Nicole lo que estaba sucediendo en el Dominio Alternativo.

—A los heridos se los lleva a cualquier edificio que todavía esté intacto, donde se los examina, se los atiende con medicamentos de emergencia si es necesario, y se organiza su traslado al hospital… La situación estuvo empeorando día tras día. Muchos de los alternativos ya abandonaron toda esperanza.

El resto del trayecto en el transporte fue igualmente desalentador. Bajo la luz de las pocas luciérnagas dispersas, Nicole pudo ver destrucción por todas partes. Para abrir el portón del sur, los guardias tuvieron que empujar a un lado a cerca de treinta alternativos, algunos de ellos heridos, que clamaban por entrar en la ciudad. Después que el transporte traspuso el portón, la devastación que los rodeaba aumentó. El teatro en el que Nicole y sus amigos habían asistido a la representación de moralidad, estaba reducido a escombros; de más de la mitad de las estructuras cercanas al Barrio de las Artes no quedaba piedra sobre piedra. Nicole empezó a sentirse mal. «No tenía idea de que la situación fuera tan terrible», pensaba. De pronto, una bomba estalló en la parte superior del transporte.

Nicole fue arrojada del coche hacia la calle. Aturdida, se esforzó por ponerse otra vez de pie. El transporte estaba dividido en dos partes retorcidas; Monedita y la otra octoaraña médica estaban sepultadas en los escombros. Durante varios minutos, Nicole trató de llegar hasta Monedita pero, al cabo de un rato, se dio cuenta de que todo era inútil. Otra bomba estalló en las proximidades. Nicole aferró su pequeño maletín médico, arrojado a la calle junto a ella, y, con paso vacilante, avanzó por una callejuela lateral en busca de un refugio.

Una solitaria octoaraña yacía inmóvil en medio de la callejuela. Nicole se inclinó y del maletín extrajo la linterna. No se notaba actividad en la lente de la octoaraña. La volvió de costado, e inmediatamente vio la herida en la parte de atrás de la cabeza. Gran cantidad de una materia blanca, ondulada, había manado de la herida y formaba una mancha en la calle. Nicole se estremeció y casi tuvo una arcada. Echó un rápido vistazo en derredor, en busca de algo para tapar la octoaraña muerta. Una bomba le acertó a un edificio que estaba a no más de doscientos metros. Entonces se puso de pie y siguió caminando.

Encontró un pequeño tinglado en el lado derecho de la callejuela, pero ya estaba ocupado por cinco o seis de los animalitos parecidos a salchichas polacas. La ahuyentaron, uno de ellos la persiguió, tratando de morderle los talones, durante veinte o veinticinco metros. Al fin, desistió y Nicole se detuvo para recuperar el aliento. Pasó algunos minutos autoexaminándose y, para gran asombro suyo, descubrió que no tenía lesiones de importancia, sino sólo algunas magulladuras aisladas.

Hubo una interrupción en el bombardeo. El Dominio Alternativo estaba espectralmente silencioso. Adelante de Nicole, a unos doscientos metros a lo largo de la calle, una luciérnaga revoloteaba sobre un edificio que parecía no haber sido dañado. Nicole vio dos octoarañas, una de las cuales estaba evidentemente herida, ingresar en el edificio.

«Ese debe de ser uno de los hospitales temporales», se dijo, y empezó a caminar en esa dirección.

Segundos después percibió un sonido peculiar, apenas audible. Al principio, el sonido no produjo impresión alguna en su mente, pero la segunda vez que oyó el llanto se detuvo abruptamente en la calle. Un escalofrío le recorrió la espalda.

«Ése fue el llanto de un bebé», pensó, aún completamente inmóvil. Nada oyó durante varios segundos. «¿Pude haberlo imaginado?», se preguntó.

Forzó la vista y miró hacia la semioscuridad que tenía a su derecha, en lo que imaginaba que había sido la dirección de donde venía el llanto. Pudo discernir una valla de alambre, caída en la mayor parte de su longitud, que se extendía unos cuarenta metros por una callejuela transversal. Volvió a echar un vistazo al edificio próximo.

«Seguramente las octoarañas me necesitan ahí dentro», pensó. «¿Pero cómo puedo no…?» El llanto resonó en la noche, con más claridad esta vez, subiendo y bajando como el típico gemido de un bebé humano desesperado.

Caminó con premura hacia la valla derribada. En el suelo, delante de la verja, había un cartel roto escrito en idioma cromático. Nicole se agachó y levantó el trozo de cartel. Cuando reconoció los colores octoarácnidos que indicaban «zoológico», se le aceleró el corazón. «Richard oyó el llanto cuando estaba en el zoológico», recordó.

Hubo una explosión a cerca de un kilómetro, hacia la izquierda, y después, otra, mucho más cercana. Los helicópteros habían regresado para hacer otra pasada. El gemido del bebé se hizo continuo. Nicole trató de seguir caminando en la dirección del llanto, pero su avance era lento. Resultaba difícil aislar el gemido por entre el ruido de las explosiones.

Una bomba estalló delante de ella, a menos de cien metros. En el silencio posterior, no oyó nada. «¡Oh, no!», gritó su corazón, «No ahora, no cuando estoy tan cerca». Hubo otra explosión en la distancia, a la que siguió otro período de silencio. «Pudo haber sido alguna otra clase de animal», recordó haberle dicho a Richard. «En alguna parte del universo podría existir un ser que emita sonidos como los de un bebé humano».

Todo lo que podía oír era el sonido de su propia respiración. «¿Qué debo hacer ahora», se preguntó, «suspender la búsqueda y conservar la esperanza de que, de alguna manera… o dar la vuelta y regresar…?»

Sus pensamientos fueron interrumpidos por la reanudación del penetrante gemido. Nicole caminó lo más rápido que pudo. «No», se decía, con su corazón de madre desgarrado por el desesperado llanto, «es inconfundible. No puede haber otro sonido como ése». Una verja derribada se extendía a lo largo de la acera derecha de la estrecha callejuela. Nicole cruzó la verja. En las sombras que tenía delante distinguió cierto movimiento.

El bebé que lloraba estaba sentado en el suelo, al lado de la forma inerte de un ser humano adulto, su madre presuntamente. La mujer yacía boca abajo en el polvo. Tenía la mitad inferior de su cuerpo cubierta de sangre. Después de comprobar con rapidez que estaba muerta, Nicole extendió los brazos con sumo cuidado y levantó el bebé de cabello negro. Asombrado, el bebé luchó contra Nicole y quebró la noche con un poderoso berrido. Ella se puso al niño contra el hombro y lo palmeó suavemente en la espalda.

—Ya está, ya está —dijo, mientras el bebé seguía dando alaridos—, todo va a estar bien.

En la escasa iluminación, Nicole pudo ver que la extraña ropa del bebé, que era una niña, que se componía de dos capas de pesados costales en las que se habían practicado agujeros en los sitios adecuados, estaba manchada con sangre. A pesar de sus protestas y sacudidas de brazos y piernas, Nicole la sometió a un examen rápido. Con la salvedad de una herida superficial en la pierna, y de la suciedad que le cubría todo el cuerpo, la niñita aparentaba estar muy bien. Nicole estimó que tendría alrededor de un año.

Siempre con la misma delicadeza, la tendió sobre una pequeña tela limpia que sacó del maletín. Mientras la limpiaba, la sentía estremecerse y retroceder cada vez que una bomba estallaba en las proximidades. Trató de calmarla cantándole la «Canción de cuna» de Brahms. En una ocasión, mientras le vendaba la herida de la pierna, la niña temporalmente dejó de llorar y contempló a Nicole con sus ojos enormes y sorprendentemente azules. No protestó ni siquiera cuando Nicole tomó un apósito de limpieza empapado y le empezó a quitar la suciedad de la piel. Poco después, empero, cuando Nicole estaba limpiando debajo de las batitas hechas con trapo de costal y descubrió, para su asombro, un collarcito de cuerda apoyado contra el diminuto pecho de la bebé, ésta empezó a aullar de nuevo.

Nicole acurrucó a la sollozante bebé en sus brazos y se puso de pie. «Indudablemente tiene hambre», pensó, buscando en derredor alguna clase de choza o refugio. «Debe de haber comida por aquí cerca». Debajo de una roca profunda y sobresaliente, que evidentemente había sido un sector cerrado antes de que empezaran las incursiones, encontró una cacerola grande con agua, algunos objetos pequeños de propósito desconocido, una almohadilla para dormir y varios costales más de la clase con la que se había hecho la ropa, tanto de la mujer como de la bebé. Pero no había comida. Trató infructuosamente de hacer que la niña bebiera de la cacerola. Entonces, se le ocurrió otra idea.

Volvió hasta el cuerpo de la madre y comprobó que en sus pechos todavía quedaba buena leche. Era evidente que la mujer había muerto hacía poco. Le levantó el torso y, agachándose en el suelo, se colocó detrás de ella, apoyando el cuerpo de la madre contra el suyo, sostuvo a la bebé contra los pechos de la madre y la miró alimentarse.

La niña mamó con hambre. En medio de la succión, el estallido de una bomba iluminó las facciones de la muerta. Era la misma cara que Nicole había visto en la pintura de la Plaza de los Artistas. «Así que no lo imaginé», pensó.

La bebé se durmió cuando terminó de mamar. Nicole la envolvió en uno de los otros costales y la posó suavemente sobre el suelo. Acto seguido, examinó concienzudamente a la muerta por primera vez. Por la magnitud de las heridas desgarrantes que tenía en el hipogastrio y el muslo derechos, Nicole dedujo que dos esquirlas grandes de una sola bomba habían alcanzado a la mujer que, como consecuencia, se desangró hasta morir. Mientras inspeccionaba la herida del muslo, Nicole palpó una extraña protuberancia en la nalga derecha. Llevada por la curiosidad, separó levemente del suelo el cuerpo de la mujer y pasó los dedos por encima y alrededor del bulto. Al tacto parecía como si debajo de la piel se hubiera implantado un objeto duro.

Tomó el maletín y después, con la tijera de punta fina, hizo una incisión exactamente en uno de los costados del bulto. Sacó un objeto que, bajo la luz mortecina, parecía ser de plata. Tenía el tamaño y la forma de un cigarrillo chico, de entre doce y quince centímetros de largo y unos dos de diámetro. Perpleja, hizo girar el objeto entre los dedos de la mano derecha, y trató de imaginar qué podría ser; era increíblemente suave, sin discontinuidades. «Probablemente es una especie de identificador para el zoológico», estaba pensando, cuando una bomba estalló en las cercanías, despertando a la niña que dormía.

En dirección a la Ciudad Esmeralda, las bombas caían con intensidad cada vez mayor. Mientras Nicole reconfortaba a la bebé, pensaba en qué haría después. Una gran bola de fuego trepó velozmente por el cielo, cuando una de las bombas que cayeron produjo una explosión aún más grande en el suelo. Bajo la luz temporal, pudo ver que ella y la niña estaban en la cima de una pequeña colina, muy cerca de las afueras de la parte desarrollada del Dominio Alternativo. La Llanura Central empezaba a no más de cien metros hacia el oeste.

Nicole se irguió, con la niña cargada sobre el hombro. Estaba cerca del agotamiento.

—Iremos allá afuera, lejos de las bombas —le dijo en voz alta a la bebé, haciendo un ademán hacia la Llanura Central. Arrojó el objeto cilíndrico en el maletín y tomó un par de los costales limpios.

—Pueden ser útiles cuando haga frío —murmuró echándoselos al hombro.

Le tomó una hora, caminando dificultosamente con la bebé y los costales, para llegar hasta un sitio de la Llanura Central que consideró suficientemente alejado de las bombas. Se tendió de espaldas, la niña protegida en su pecho, y envolvió a las dos con los costales. Se durmió en cuestión de segundos.

La despertó el movimiento de la niña. En sus sueños había estado manteniendo una conversación con Katie, pero no podía recordar qué se habían dicho. Se sentó y cambió a la niña, usando una toalla limpia de su maletín. La bebé la contempló, curiosa, con sus grandes ojos celestes.

—Buenos días, niñita, quienquiera que seas —dijo alegremente. La niña sonrió por primera vez.

Ya no estaba completamente oscuro. En la lejanía, enjambres de luciérnagas iluminaban la Ciudad Esmeralda, y los vastos agujeros que había en la cúpula permitían que la luz refulgiera en la zona circundante de Rama.

«La guerra debe de haber terminado», pensó Nicole. «O, cuando menos, las incursiones. De lo contrario, no habría tanta luz en la ciudad».

—Bueno, mi más reciente amiga —dijo, parándose y desperezándose, después de colocar cuidadosamente a la niña en uno de los costales limpios—, veamos qué aventuras nos depara el día de hoy.

La niña gateó rápidamente fuera del costal y se metió en el polvo de la Llanura Central. Nicole la levantó y volvió a ponerla en medio del costal. Una vez más, la niña se arrastró hacia el polvo.

—Bueno, niñita —rio Nicole levantándola por segunda vez.

Le resultaba difícil juntar las pertenencias de ambas mientras sostenía a la niña en los brazos. Por fin lo logró y empezó a caminar lentamente hacia la civilización. Estaban a unos trescientos metros de los edificios más cercanos del Dominio Alternativo. Durante la caminata decidió que primero iría al hospital, para buscar a Doctora Azul. Suponiendo que era correcta su conclusión de que la guerra había terminado o, por lo menos, de que se la había detenido temporalmente, planeaba pasar la mañana averiguando todo lo que pudiera sobre la niña. «¿Quiénes eran los padres», formaba las preguntas en su mente, «y hacía cuánto se los había secuestrado de Nuevo Edén?» Estaba enojada con las octoarañas. «¿Por qué no me dijeron que había otros seres humanos en la Ciudad Esmeralda?» pensaba preguntarle a la Optimizadora Principal. «¿Y cómo pueden justificar el modo en que trataron a esta niña y a su madre?»

La bebé, que estaba completamente despierta, no se le mantenía quieta en los brazos. Nicole se sentía incómoda, decidió detenerse para descansar. Mientras la niña jugaba en el polvo, ella contemplaba la destrucción que tenía delante, tanto en el Dominio Alternativo como, a lo lejos, en la parte de la Ciudad Esmeralda que podía ver. Súbitamente se sintió muy triste. «¿Para qué es todo esto?», se preguntó. Una imagen de Katie se coló en su mente, pero la expulsó, prefiriendo, en cambio, sentarse en el polvo y entretener a la niña. Cinco minutos después oyeron el silbido.

El sonido provenía del cielo, de Rama misma. Nicole se paró de un salto, el pulso se le aceleró locamente de inmediato. Sintió un leve dolor en el pecho, pero nada podía disminuir su excitación.

—¡Mira! —le gritó a la bebé—, ¡mira hacia allí, en el sur!

En la lejana cuenca austral, rayos de luz de colores jugueteaban alrededor de la punta del Gran Cuerno, la inmensa aguja que se lanzaba hacia arriba siguiendo el eje de rotación de la espacionave cilíndrica. Los rayos se reunieron y formaron un anillo rojo cerca de la punta de la aguja. Instantes después, ese enorme anillo rojo flotó lentamente a lo largo del eje de Rama. Alrededor del Gran Cuerno, más colores danzaron, hasta que formaron un segundo anillo, anaranjado, que, finalmente, siguió al rojo, también hacia el norte, en el cielo de Rama.

El silbido continuó. No era áspero ni penetrante. Para Nicole, era casi musical.

—¡Algo va a pasar —le dijo, exultante, a la niña—, algo bueno!

La niñita no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo, pero rio con entusiasmo cuando la mujer la levantó y la alzó hacia el cielo. Y, para ella, los anillos eran atrayentes sin lugar a dudas. Ahora, uno amarillo y otro verde estaban atravesando el negro cielo de Rama, y el rojo que iba al frente de la procesión acababa de llegar al Mar Cilíndrico.

Una vez más, Nicole lanzó a la niña a cerca de medio metro de altura. En esta ocasión, el collar escapó de debajo de la ropita y casi se le sale volando por la cabeza. Nicole recibió a la bebé y le dio un fuerte abrazo.

—Casi había olvidado lo de tu collar —dijo—. Ahora que tenemos adecuada iluminación, ¿puedo echarle un vistazo?

La nena soltó una risita cuando Nicole le sacó el collar de cuerda pasándoselo por encima de la cabeza. En la parte de abajo del collar, tallado sobre un trozo redondo de madera de unos cuatro centímetros de diámetro, estaba el contorno de un hombre con los brazos en alto y rodeado por todos lados por lo que parecía ser llamas. Muchos años atrás, Nicole había visto una talla similar en madera, en el escritorio que Michael O’Toole tenía en su camarote dentro de la Newton.

—San Miguel de Siena —dijo para sí, haciendo girar la talla entre los dedos.

En el reverso, la palabra «María» estaba cuidadosamente impresa en minúscula.

—Ese debe de ser tu nombre —le dijo a la nena—. María… María. —No hubo señal alguna de reconocimiento. La bebé empezó a fruncir el ceño, justo antes de que Nicole riera y la lanzara al aire una vez más.

Pocos minutos después, Nicole volvió a dejar a la inquieta niñita en el suelo. De inmediato, María se arrastró hacia el polvo. Nicole mantenía un ojo sobre la niña y otro sobre los anillos de colores que aparecían en el cielo. Ahora se podían ver los ocho anillos, azul, marrón, rosado y púrpura sobre el hemicilindro austral, y los primeros cuatro en la línea que aparecía en el cielo por encima del norte. Cuando el anillo rojo se desvaneció en la cuenca boreal, otro anillo rojo se formó en la punta del Gran Cuerno.

«Exactamente igual que lo que pasó todos estos años», pensó Nicole. Pero, en realidad, su mente todavía no estaba concentrada en los anillos. Estaba escarbando en la memoria, tratando de recordar cada informe sobre personas desaparecidas que se hubiera registrado en Nuevo Edén. Había ocurrido un puñado de accidentes de navegación en el lago Shakespeare, recordó, y, de vez en cuando, desaparecía uno de los pacientes del hospital psiquiátrico de Avalon… «Pero ¿cómo podía desvanecerse así como así una pareja? ¿Y quién era el padre de María?» Había muchas preguntas que Nicole quería hacer a las octoarañas.

Los deslumbrantes anillos siguieron flotando sobre su cabeza. Nicole recordó ese especial día, hacía mucho ya, cuando Katie, entonces de diez u once años, se sintió tan emocionada que gritó de alegría. «Siempre fue la más desinhibida de mis hijos», pensó, incapaz de contenerse. «Su risa era tan completa, tan auténtica… Katie albergaba tanto potencial».

Las lágrimas le llenaron los ojos. Las enjugó y, con gran esfuerzo, se obligó a concentrarse en María. La niña estaba sentada, comiendo alegremente el polvo de la Llanura Central.

—No, María —le dijo, tocándole las manos con suavidad—. Eso está sucio.

La niñita contrajo su bella carita y empezó a llorar. «Como Katie», pensó Nicole en seguida, «no podía soportar que le dijera “No”». Los recuerdos de Katie empezaron ahora a inundar su mente. Vio a su hija, primero como bebé, después como niña precoz entraba en la adolescencia, en El Nodo; finalmente, como joven mujer en Nuevo Edén. La profunda congoja que acompañaba las imágenes de su hija perdida asoló por completo a Nicole. Las lágrimas rodaron por sus mejillas y el cuerpo se le empezó a sacudir con los sollozos.

—¡Oh, Katie! —gritó—, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?

Hundió la cara en las manos. María había dejado de llorar y la miraba con extrañeza.

—Está bien, Nicole —dijo una voz detrás de ella—. Todo va a terminar pronto.

Nicole creyó que la mente le estaba jugando una mala pasada. Se dio la vuelta con lentitud. El Águila se estaba acercando, con los brazos extendidos.

El tercer anillo rojo había llegado a la cuenca boreal y no había más luces de colores en torno del Gran Cuerno.

—¿Así que todas las luces se van a encender cuando hayan terminado los anillos? —preguntó Nicole a El Águila.

—¡Qué buena memoria! —elogió él—. Podrías tener razón.

Otra vez Nicole sostenía a María en los brazos. La besó suavemente en la mejilla y María sonrió.

—Gracias por la niña —dijo Nicole—. Es maravillosa… y entiendo lo que me estás diciendo.

El Águila miró a Nicole de frente.

—¿De qué estás hablando? —preguntó—. Nosotros nada tenemos que ver con la niña.

Nicole escudriñó los místicos ojos verdeazulados del alienígena. Nunca había visto un par de ojos que tuviera una gama tan amplia de expresiones, pero no había tenido práctica reciente en la lectura de lo que El Águila estaba diciendo con sus ojos. ¿Estaba bromeando respecto de María? ¿O hablaba en serio? Con seguridad que no había sido por azar, únicamente, que hubiera descubierto a la niña tan poco tiempo después de que se matara Katie…

«Estás siendo demasiado rígida en tu modo de pensar», recordó que Richard le había dicho en El Nodo. «Que El Águila no sea biológico como tú y yo, no significa que no esté vivo. Es un robot, de acuerdo, pero es mucho más inteligente que nosotros… y mucho más sutil…»

—¿Así que estuviste oculto en Rama todo este tiempo? —preguntó varios segundos después.

—No —contestó El Águila y no se explayó.

Nicole sonrió.

—Ya me dijiste que no hemos llegado a El Nodo ni a un lugar equivalente, y estoy segura de que no apareciste por aquí para hacer una visita social… ¿Me vas a decir por qué estás aquí?

—Ésta es una intercesión de nivel dos —dijo El Águila—. Hemos decidido interrumpir el proceso de observación.

—Muy bien —aceptó Nicole, volviendo a poner a María en el suelo—, entiendo el concepto… pero ¿qué es, con exactitud, lo que va a ocurrir ahora?

—Todos van a quedar dormidos —informó El Águila.

—¿Y cuando despierten?…

—Todo lo que puedo decirte es que todos van a quedar dormidos.

Nicole dio unos pasos en dirección de la Ciudad Esmeralda y alzó los brazos hacia el cielo. Sólo tres anillos de colores quedaban ahora, y estaban muy lejos, bien por encima del hemicilindro boreal.

—Tan sólo por curiosidad, no me estoy quejando, como comprenderás… —dijo Nicole con un dejo de sarcasmo. Dejó de hablar y se volvió para mirar de frente a El Águila—. ¿Por qué no intercedieron hace mucho tiempo? ¿Antes de que todo esto —con el brazo hizo un ademán en dirección de la Ciudad Esmeralda— ocurriera? ¿Antes de que hubiera tantas muertes…?

El Águila no contestó de inmediato.

—No se puede estar a la vez en la procesión y tocando las campanas —declaró por fin—. No puedes tener, al mismo tiempo, libre albedrío por un lado y un poder superior benévolo que te proteja de ti misma, por el otro.

—Discúlpame —dijo Nicole, con expresión de perplejidad en el rostro—, ¿es que equivocadamente hice una pregunta de índole religiosa?

—En realidad, no —contestó El Águila—. Lo que tienes que entender es que nuestro objetivo es elaborar un catálogo completo de todos los viajeros espaciales de esta región de la galaxia. No juzgamos su comportamiento. Somos científicos. No nos importa si vuestra predilección natural es la de destruirse a sí mismos. Sí nos importa, empero, que el probable rédito futuro de nuestro proyecto ya no justifique los importantes recursos que le hemos asignado.

—¿Uh? —observó Nicole—. ¿Me estás diciendo que no estás intercediendo para detener el derramamiento de sangre sino por algún otro motivo?

—Sí —asintió El Águila—. No obstante, voy a cambiar de tema porque nuestro tiempo es limitado en extremo. Las luces se van a encender dentro de dos minutos. Ustedes estarán dormidos un minuto después de eso… Si tienes algo que desees comunicarle a la niña humana…

—¿Vamos a morir? —preguntó Nicole, súbitamente asustada.

—No de inmediato, pero no puedo garantizar que todos vayan a permanecer vivos durante el período de sueño.

Nicole se dejó caer al suelo junto a la niña. María tenía otro terrón de tierra en la boca y un reborde de polvo mojado alrededor de los labios. Nicole le limpió la cara con mucha delicadeza y le ofreció un sorbo de agua de una taza. Para su sorpresa, María bebió el agua, dejándola chorrear por el mentón.

Nicole sonrió y María lanzó una risita. Nicole le puso un dedo debajo del mentón y le hizo cosquillas. La risita de María estalló en risa franca, la risa pura, mágica, sin inhibiciones, del niño pequeño. El sonido era tan bello y conmovió a Nicole tan profundamente, que los ojos se le llenaron de lágrimas. «Si éste es el último sonido que tengo oportunidad de oír», pensó, «también está bien…»

De repente, toda Rama se inundó de luz. Era un espectáculo que inspiraba temor reverencial. El Gran Cuerno y sus seis acólitos, unidos a él por inmensos contrafuertes, dominaban el cielo que tenían por encima.

—¿Cuarenta y cinco segundos? —Nicole le preguntó a El Águila.

El hombre pájaro alienígena asintió con leve inclinación de cabeza. Nicole extendió los brazos y levantó a la niña.

—Sé que nada de lo que te ha sucedido recientemente tiene lógica alguna, María —dijo, sosteniéndola en el regazo—, pero quiero que sepas que ya has tenido tremenda importancia en mi vida y que te quiero mucho.

Hubo una mirada de asombrada sabiduría en los ojos de la niñita. Se inclinó hacia adelante y puso la cabeza sobre el hombro de Nicole. Durante unos segundos, ésta no supo qué hacer. Después, empezó a palmear suavemente a María en la espalda, y a cantar en voz baja.

—Arrorró, mi niña… arrorró, mi sol… duérmete, pedazo de mi corazón…