9

Katie dejó caer la jeringa en la pileta y se miró en el espejo.

—Eso es —dijo en voz alta—, así es mucho mejor… Ya no estoy temblando. —Llevaba el mismo vestido que usaba durante la audiencia de su padre. También había tomado esa decisión la semana pasada, cuando le contó a Franz lo que estaba planeando hacer.

Dio una vuelta, observando su reflejo con mirada crítica. «¿Qué es esa hinchazón en el antebrazo?», se preguntó; no la había visto antes. En el brazo derecho, a mitad de camino entre el codo y la muñeca, había una protuberancia del tamaño de una pelota de golf. La frotó. La hinchazón era blanda cuando se la apretaba, pero ni dolía ni producía comezón, a menos que se la tocara directamente.

Se encogió de hombros y entró en la sala de estar. Los papeles que tenía preparados estaban tirados sobre la mesita de café. Fumó un cigarrillo mientras organizaba el documento. Después colocó los papeles en un sobre grande.

La llamada telefónica proveniente de la oficina de Nakamura había llegado esa mañana. La dulce voz femenina le informó que Nakamura podría verla a las cinco en punto de la tarde. Cuando volvió a poner el microteléfono sobre la horquilla, apenas podía contenerse, casi no tenía esperanzas de poder verlo siquiera. Tres días atrás, cuando lo llamó para fijar una cita en la que iban a hablar sobre sus negocios en común, la recepcionista de Nakamura le manifestó que su jefe estaba ocupado en extremo con el esfuerzo de la guerra y no concedía citas que no estuviesen relacionadas con ese esfuerzo.

Katie volvió a mirar el reloj de pulsera, faltaban quince minutos para las cinco. Caminar desde su departamento hasta el palacio llevaría diez minutos. Tomó el sobre y abrió la puerta del departamento.

La espera estaba destruyendo su confianza en sí misma. Ya eran las seis de la tarde y todavía ni se la había admitido en el sanctasantórum interior, la sección japonesa del palacio en la que Nakamura trabajaba y vivía. Dos veces, Katie había ido al baño de mujeres, y ambas veces averiguó, mientras regresaba a su asiento, si la espera se iba a prolongar mucho más. La muchacha que estaba en el escritorio junto a la puerta respondió, las dos veces, con un gesto vago de desconocimiento.

Katie estaba luchando consigo misma. El kokomo comenzaba a perder efecto y la estaban invadiendo las dudas. Mientras fumaba en el baño, trató de olvidar su ansiedad pensando en Franz. Recordaba la última vez que hicieron el amor. Cuando ya se iba, su mirada indicó que estaba apesadumbrado. «Sí, me ama», pensó, «a su manera…»

La muchacha japonesa estaba de pie junto a la puerta.

—Puede entrar ahora —dijo. Katie volvió a cruzar la sala de espera y entró en la sección principal del palacio. Se sacó los zapatos, los puso en un anaquel y caminó por el tatami[11] nada más que con las medias puestas. Una escolta, una policía llamada Marge, la saludó y le indicó que la siguiera. Al tiempo que aferraba el sobre con papeles en una mano, Katie caminó detrás de la mujer policía durante diez o quince metros, hasta que se abrió una mampara a su derecha.

—Por favor, entre —dijo Marge.

Otra policía, oriental pero no japonesa, estaba aguardando en la habitación. Portaba un arma de puño en una pistolera sobre la cadera.

—La seguridad en torno de Nakamura-san[12] es especialmente rígida en este preciso momento —explicó Marge—. Tenga a bien quitarse todas sus ropas y joyas.

—¿Todas mis ropas? —preguntó Katie—. ¿Incluso la bombacha?

—Todo —dijo la otra mujer.

Toda la ropa de Katie se dobló con sumo cuidado y colocó en una canasta que se marcó con su nombre. Las joyas fueron a una caja especial. Mientras Katie permanecía desnuda, Marge la revisó por todas partes, incluidas las zonas íntimas. Hasta le inspeccionó el interior de la boca, manteniéndole la lengua bajada durante casi treinta segundos. Después, le entregó un yukata[13] azul y blanco y un par de sandalias japonesas.

—Ahora puede ir con Bangorn a la última sala de espera —señaló Marge.

Katie recogió su sobre y empezó a andar. La policía oriental la detuvo.

—Todo se queda aquí —dijo.

—¡Pero ésta es una reunión de negocios! —protestó Katie—. ¡Lo que quiero discutir con el señor Nakamura está en este sobre!

Las dos mujeres abrieron el sobre y sacaron los papeles. Miraron de contraluz cada papel por separado y, después, lo hicieron pasar por una especie de máquina clasificadora. Finalmente volvieron a poner los papeles en el sobre, y la mujer llamada Bangorn le hizo un ademán para que la siguiera.

La sala final de espera estaba a otros quince metros más adelante, yendo por el vestíbulo. Una vez más, Katie tuvo que sentarse y esperar. Podía sentir que empezaba a temblar. «¿Cómo pudo habérseme ocurrido que esto podría resultar?», se dijo. «¡Qué tonta soy!»

Mientras estaba sentada, empezó a anhelar el kokomo con desesperación. No podía recordar alguna vez en que hubiera deseado algo tan intensamente. Con el temor de ponerse a llorar, le preguntó a Bangorn si podía ir otra vez al baño. La policía la acompañó. Por lo menos, pudo lavarse la cara.

Cuando regresaron las dos, Nakamura en persona estaba parado en la sala de espera. Katie creía que el corazón se le iba a escapar del pecho. «Esto es el fin», le dijo su voz interior. Nakamura llevaba un quimono amarillo y negro cubierto con flores brillantes.

—Hola, Katie —saludó con sonrisa lasciva—. No te he visto desde hace mucho.

—Hola, Toshio-san —contestó ella, con voz quebrada.

Lo siguió al interior de la oficina y se sentó, con las piernas cruzadas, ante una mesa baja. Nakamura estaba enfrente. Bangorn permaneció en la habitación, parada, sin llamar la atención en un rincón.

«¡Oh, no!», se dijo Katie cuando la policía no se fue, «¿qué hago ahora?»

—Pensé —dijo un instante después— que te debía desde hace mucho un informe sobre la marcha de nuestros negocios. —Sacó el documento del sobre—. A pesar de la mala situación económica, hemos logrado incrementar nuestras ganancias en un diez por ciento. En esta hoja con el resumen —dijo, alcanzándosela— puedes ver que, aunque disminuyeron los ingresos de Vegas, la participación local, donde los precios son menores, ascendió de manera importante. Incluso en San Miguel…

Nakamura echó una rápida mirada al papel y, después, lo dejó sobre la mesa.

—No necesitas mostrarme dato alguno —manifestó—. Todos saben qué maravillosa mujer de negocios eres. —Extendió el brazo hacia su izquierda y trajo una caja grande de laca negra—. Tu desempeño ha sido descollante —dijo—. Si los tiempos no fueran tan difíciles, no te quepa la menor duda de que merecerías un aumento de cuantía… Tal como están las cosas, querría ofrecerte este obsequio, como muestra de mi aprecio.

Nakamura empujó la caja sobre la mesa, hacia ella.

—Gracias —dijo Katie, admirando las montañas y la nieve taraceadas en la tapa. En verdad, era hermosa.

—Ábrela —dijo, extendiendo la mano para tomar uno de los caramelos envueltos que había en un bol, sobre la mesa.

Katie abrió la caja. Estaba llena de kokomo. Una legítima sonrisa de deleite le cruzó por el rostro.

—Gracias, Toshio-san. Eres sumamente generoso.

—Puedes probarlo —dijo él ahora, con amplia sonrisa—. No me ofenderás.

Katie se puso una pequeña cantidad del polvo en la lengua. Era de máxima calidad. Sin vacilar, con el pulgar y el índice tomó de la caja una porción grande y, con el meñique, la aplicó contra la ventana izquierda de la nariz. Al tiempo que se tapaba la derecha, inhalaba profundamente. Hizo inspiraciones lentas y profundas, mientras la embestida del estupefaciente hacía su efecto. Después rio.

—¡Huyyy! —comentó sin la menor inhibición—. ¡Ésta es merca de la buena!

—Pensé que te gustaría —dijo Nakamura. Con aire indolente, arrojó la envoltura del caramelo en el pequeño cesto para papeles que había al lado de la mesa.

«Estará ahí, en alguna parte», Katie oyó la voz de Franz dentro de su cabeza. «En algún sitio que pase inadvertido. Mira en los cestos para papeles. Mira detrás de las cortinas».

El dictador de Nuevo Edén le estaba sonriendo desde el otro lado de la mesa.

—¿Había algo más que quisieras decirme? —preguntó.

Katie tomó una profunda bocanada de aire mientras sonreía.

—Nada más que esto —dijo, y se estiró hacia adelante, apoyó los codos sobre la mesa y lo besó en los labios. Instantes después, sintió las rudas manos de la policía en los hombros—. Ésta es una pequeña muestra de mi agradecimiento por el kokomo.

Katie no se había equivocado al juzgarlo. La lujuria que se leía en los ojos de Nakamura era inconfundible. Con un rápido ademán, el tirano ordenó a Bangorn que se fuera.

—Puedes dejarnos ahora —le dijo, mientras se levantaba de su asiento—. Ven acá, Katie. Dame un beso de verdad.

Katie revisó el pequeño cesto para papeles, mientras bailaba en torno de la mesa. No había más que envolturas de caramelos. «Pero claro», pensó, «eso sería demasiado obvio… Ahora debo hacer las cosas bien». Incitó a Nakamura, primero con un solo beso y, después, con otro. Su lengua hizo cosquillas en los labios y la lengua del hombre. Después se apartó de él con rapidez, sin dejar de reír. Nakamura empezó a seguirla.

—No —dijo Katie, retrocediendo de espaldas hacia la puerta—, aún no… apenas estamos empezando.

Nakamura se quedó quieto y sonrió.

—Había olvidado lo talentosa que eres —declaró—. Esas chicas son afortunadas al tenerte como tutora.

—Se necesita un hombre excepcional para hacer que aflore lo mejor que hay en mí —dijo Katie, cerrando la puerta con cerrojo. Su mirada recorrió velozmente la oficina y se posó en otro pequeño cesto para papeles, que estaba más alejado, en el rincón opuesto.

«Ése sería el sitio perfecto», se dijo, agitada.

—¿Vas a quedarte parado ahí, Toshio? —lo desafió entonces—. ¿O vas a conseguirme un trago?

—Claro que sí —asintió Nakamura, yendo hacia el armario de licores, tallado a mano, situado debajo de la única ventana—. Whisky solo, ¿no era así?

—Tu memoria es fenomenal —aprobó Katie.

—Te recuerdo muy bien —declaró Nakamura, mientras preparaba dos tragos—. ¿Cómo podría olvidar todos esos juegos, especialmente la princesa y el esclavo, que era mi favorito? Nos divertimos tanto con eso durante un tiempo…

«Hasta que insististe en traer otras mujeres. Y regadas de orina… y cosas aún más repugnantes», pensó Katie. «Dejaste bien en claro que yo sola no era suficiente».

—Muchacho —ladró de repente, con tono imperativo—, estoy sedienta… ¿Dónde está mi trago?

Un rápido gesto de desagrado cruzó el rostro de Nakamura, antes de que se iluminara con una amplia sonrisa.

—Sí, Su Alteza —dijo llevándole una bebida, con la cabeza muy inclinada hacia abajo. Hizo una reverencia—. ¿Hay algo más, Su Alteza? —preguntó con tono servil.

—Sí —respondió Katie, tomando la bebida con la mano izquierda y hurgando agresivamente con la derecha por debajo del quimono de Nakamura. Lo miró cerrar los ojos. Al tiempo que seguía excitándolo, lo besó con intensidad.

Se alejó de repente. Mientras él la contemplaba, Katie se quitaba lentamente su yukata. Nakamura avanzó. Katie lanzó los brazos hacia adelante.

—Ahora, muchacho —ordenó—, apaga esas luces y tiéndete en la estera, de espaldas, al lado de la mesa.

Nakamura cumplió obedientemente. Katie fue hacia donde él estaba acostado.

—Ahora —dijo Katie, con tono más delicado—, recuerdas lo que tu princesa necesita, ¿no? Lentamente, muy lentamente, sin la menor prisa. —Katie bajó las manos y lo acarició—. Pues sí creo que Musashi está casi a punto…

Besó a Nakamura, acariciándole la cara y el cuello con los dedos.

Ahora, cierra los ojos —le susurró al oído— y cuenta hasta diez, con mucha lentitud.

Ichi, ni, san —dijo él, jadeante.

Con asombrosa celeridad, Katie se lanzó al otro lado de la habitación, en pos del otro cesto. Hizo a un lado algunos papeles y encontró la pistola.

—… shi, go, rioku

Con el corazón martillándole furiosamente, Katie levantó el arma, se volvió y se dirigió de vuelta junto a Nakamura.

—… shichi, jachi, kiu

—Esto es por lo que le hiciste a mi padre —dijo Katie, encajándole el cañón del arma en la frente. Apretó el gatillo en el preciso instante en que el atónito Nakamura abría los ojos.

—Y esto es por lo que me hiciste a mí —continuó, disparándole tres balas contra los genitales en rápida sucesión.

Los guardias derribaron la puerta en cuestión de segundos, pero Katie fue demasiado rápida.

—Y esto, Katie Wakefield —terminó en voz alta, metiéndose el arma en la boca—, es por lo que te hiciste a ti misma.

Ellie despertó cuando oyó las llaves raspando la cerradura de su celda. Se frotó los ojos.

—¿Eres tú, Robert? —preguntó.

—Sí, Ellie —respondió él, entrando en la celda al mismo tiempo que ella se incorporaba. La rodeó con los brazos y la apretó con apasionamiento.

—¡Estoy tan contento de verte! —declaró—. Vine no bien Hans me contó que los guardias habían abandonado la comisaría.

Besó a su perpleja esposa.

—Lo lamento terriblemente, Ellie —confesó—. Yo estaba muy, muy equivocado.

A Ellie le demoró unos segundos ubicarse.

—¿Que abandonaron la comisaría? —repitió—. ¿Por qué, Robert? ¿Qué pasa?

—Un completo y total caos —informó, deprimido. Se lo veía irremediablemente derrotado.

—¿Qué quieres decir, Robert? —preguntó Ellie, súbitamente asustada—. Nikki está bien, ¿no?

—Está muy bien, Ellie… Pero la gente está muriendo a carradas… y no sabemos por qué… Ed Stafford se desplomó hace una hora y murió antes que yo pudiera examinarlo siquiera… Es una especie de monstruosa peste.

«Las octoarañas», pensó Ellie de inmediato, «finalmente devolvieron el golpe». Sostuvo a su marido contra su pecho, mientras él sollozaba. Después de varios segundos, Robert se apartó.

—Lo siento, Ellie… Hubo tanta baraúnda… ¿Tú estás bien?

—Estoy muy bien, Robert… Nadie me interrogó ni torturó desde hace varios días… pero ¿dónde está Nikki?

—Está con Brian Walsh en nuestra casa. ¿Recuerdas a Brian, el amigo con el que Richard mantenía contacto a través de la computadora? Estuvo ayudándome a cuidar de Nikki desde que te fuiste… Pobre tipo, encontró a los padres muertos anteayer, cuando despertó.

Ellie salió de la comisaría con Robert, que hablaba sin parar divagando de un tema a otro; pero de su cháchara casi incoherente, Ellie consiguió comprender algunas cosas. Según él, en Nuevo Edén se habían producido más de trescientas muertes inexplicables tan sólo en los dos días pasados. Y no se vislumbraba la terminación de todo eso.

—Es extraño —murmuró él—, murió nada más que un niño… La mayor parte de las víctimas era gente mayor.

Frente a la comisaría de Beauvois, una mujer desesperada, de algo más de treinta años, reconoció a Robert y lo asió con fuerza.

—¡Debe venir conmigo, doctor, en seguida! —aulló, con voz chillona—. Mi marido está inconsciente… Estaba sentado ahí conmigo, almorzando, y empezó a quejarse de una jaqueca. Cuando volví de la cocina, estaba tendido en el piso… Temo que esté muerto.

—Ya ves… —murmuró Robert, volviéndose hacia su esposa.

—Ve con ella —dijo Ellie—, y después al hospital, si tienes que hacerlo… Yo iré a casa y cuidaré de Nikki. Te estaré esperando. —Se inclinó y lo besó; empezó a decirle algo sobre las octoarañas, pero decidió no hacerlo.

—¡Mami, mami! —gritó Nikki. Corrió por el vestíbulo y saltó hacia los brazos de su madre—. ¡Te extrañé, mamita!

—Y yo a ti, ángel mío. ¿Qué has estado haciendo?

—Estuve jugando con Brian. Es un hombre muy bueno. Lee para mí y me enseña todo sobre los números.

Brian Walsh, que tenía poco más de veinte años, apareció con un libro de cuentos infantiles.

—Hola, señora Turner —saludó—. No sé si me recuerda…

—Claro que sí, Brian. Y puedes llamarme Ellie, a secas… Verdaderamente quiero agradecerte por ayudar con Nikki…

—Me complace hacerlo, Ellie. Es una gran niña… Mantuvo mi mente alejada de muchos pensamientos dolorosos…

—Robert me contó lo de tus padres —interrumpió Ellie—. Lo lamento profundamente.

Brian meneó la cabeza.

—Fue tan extraño… ambos estaban perfectamente bien la noche anterior, cuando se fueron a dormir. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Parecían tan serenos…

Giró la cara y sacó un pañuelo para secarse los ojos.

—Varios de mis amigos dicen que esta peste, o lo que sea, fue ocasionada por las octoarañas. ¿Crees que podría ser que…?

—Posiblemente —convino Ellie—. Puede ser que las hayamos empujado más allá de su límite de tolerancia.

—¿Y ahora vamos a morir todos? —preguntó Brian.

—No lo sé. Verdaderamente, no lo sé.

Permanecieron en incómodo silencio durante varios segundos.

—Bueno, por lo menos tu hermana se deshizo de Nakamura —dijo Brian de repente.

Ellie estaba segura de no haber oído bien.

—¿De qué estás hablando, Brian?

—¿No te enteraste…? Hace cuatro días, Katie asesinó a Nakamura, y después se suicidó.

Ellie quedó pasmada. Permaneció mirando a Brian con fijeza, sin poder dar crédito a sus oídos.

—Ayer, papito me habló sobre la tía Katie —intervino Nikki—. Dijo que él quería ser quien me lo contara.

Ellie no podía articular palabra. La cabeza le daba vueltas. Logró despedirse de Brian y agradecerle otra vez. Después, se sentó en la otomana. Nikki se trepó hasta quedar junto a su madre y le puso la cabeza sobre el regazo. Estuvieron sentadas juntas en silencio, durante largo rato.

—¿Y cómo ha estado tu padre mientras estuve afuera? —preguntó Ellie al fin.

—En general, bien —contestó la niñita— salvo por la hinchazón.

—¿Qué hinchazón?

—En el hombro. Grande como mi puño. La vi cuando él se estaba afeitando, hace tres días. Papi dijo que debía de ser la picadura de una araña, o algo así.