—Verdaderamente no creo que a Nikki se le deba permitir mirar el discurso —manifestó Robert—. No hay duda de que la va a asustar.
—Lo que diga Nakamura afectará su vida tanto como la nuestra —contestó Ellie—. Si ella quiere mirar, creo que debemos permitirle que lo haga… Después de todo, Robert, Nikki vivió con las octoarañas…
—Pero no le será posible entender el significado real de algo de esto —argumentó Robert—. Ni siquiera tiene cuatro años.
El tema quedó sin resolverse hasta unos minutos antes de la hora para la que estaba programado que apareciera en televisión el dictador de Nuevo Edén. En ese momento, Nikki se acercó a su madre en la sala de estar.
—No voy a mirar —le anunció la niñita con asombrosa perspicacia—, porque no quiero que tú y papito peleen.
Una de las salas del palacio de Nakamura estaba convertida en estudio de televisión. Era desde ese estudio de donde el tirano normalmente se dirigía a los ciudadanos de Nuevo Edén. Su último discurso había tenido lugar tres meses atrás, cuando anunció que iba a desplegar las tropas en el hemicilindro austral para enfrentar una «amenaza alienígena». Aunque en forma regular los periódicos y televisión controlados por el gobierno habían incluido noticias provenientes del frente, muchas de las cuales inventaban mentiras sobre la «intensa resistencia» que oponían las octoarañas, ése iba a ser su primer comentario público sobre el progreso y la dirección de la guerra en el sur.
Para la alocución, Nakamura había encargado a sus sastres que le hicieran una nueva vestimenta completa de shogun[10], incluidos sable y daga ornamentados. Iba a aparecer con indumentaria marcial japonesa, dijo a sus asistentes, para hacer hincapié en su papel de «principal guerrero y protector» de los colonos. El día de la trasmisión, los asistentes lo ayudaron a ponerse dos corsés tremendamente apretados, de modo que Nakamura proyectara la apariencia «poderosa y amenazadora» del guerrero.
El señor Nakamura habló de pie, mirando con fijeza hacia la cámara. Su gesto ceñudo no varió durante todo el discurso.
—Todos nos hemos sacrificado en estos últimos meses —empezó—, para brindar apoyo a nuestros valerosos soldados, que están dando batalla, al sur del Mar Cilíndrico, contra un enemigo alienígena infame y despiadado. Nuestros servicios de inteligencia nos informan ahora que estas octoarañas, que a vosotros os fueron descritas en detalle por el doctor Robert Turner después de su denodada fuga, están planeando un ataque de gran envergadura contra Nuevo Edén en un futuro muy próximo. En este momento crítico de nuestra historia tenemos que redoblar nuestra firmeza y permanecer unidos contra el agresor alienígena.
»Los generales que tenemos en el frente recomendaron que penetremos más allá del bosque barrera que protege la mayor parte de los dominios alienígenas, e interceptemos el paso de sus abastecimientos y material de guerra antes que puedan lanzar su ataque. Nuestros ingenieros, que están trabajando día y noche en pro de la supervivencia de la colonia, introdujeron modificaciones en nuestra flota de helicópteros, lo que permitirá que esta intercepción tenga lugar. Atacaremos pronto. Convenceremos a los alienígenas de que no nos pueden atacar con impunidad.
»Mientras tanto, nuestros guerreros terminaron de afianzar toda la zona de Rama comprendida entre el Mar Cilíndrico y el bosque barrera. Durante las furiosas batallas destruimos muchos centenares de enemigos, así como instalaciones para suministro de agua y electricidad. Nuestras bajas fueron modestas, debido, primordialmente, a nuestros excelentes planes de batalla y al heroísmo de nuestras tropas. Pero no debemos tener exceso de confianza. Por el contrario, tenemos todos los motivos para estar convencidos de que todavía no nos hemos trabado en combate con la división de élite Regimiento de la Muerte, de la que el doctor Turner oyó hablar mientras estuvo prisionero. Es este Regimiento de la Muerte, estamos seguros, el que habrá de estar en la vanguardia alienígena si no nos movemos con rapidez para evitar un ataque contra Nuevo Edén. Recuerden, el tiempo es nuestro enemigo. Debemos golpear ahora y demolerles la capacidad bélica.
»Hay otro breve asunto que querría informar esta noche. Hace poco, el traidor Richard Wakefield y un compañero octoaraña se rindieron a nuestras tropas en el sur. Dicen que representan al comando militar alienígena y que se adelantaron para hablar de paz. Sospecho que aquí hay una estratagema, una especie de caballo de Troya, pero es mi deber, en mi condición de vuestro adalid, llevar a cabo una audiencia en el curso de los días venideros. Estad seguros de que no voy a sacrificar nuestra seguridad. Informaré sobre el resultado de esta audiencia muy poco después de que se la haya cumplido.
—Pero, Robert —dijo Ellie—, tú sabes que mucho de lo que está diciendo es mentira… No existe un Regimiento de la Muerte y las octoarañas no opusieron resistencia alguna. ¿Cómo puedes estar sin decir algo? ¿Cómo puedes permitirle que te atribuya afirmaciones que nunca hiciste?
—Todo es política, Ellie —contestó Robert—. Todos saben eso. Nadie cree realmente que…
—Pero eso es aún peor. ¿No ves lo que está ocurriendo?
Robert empezó a salir de la casa.
—¿A dónde vas ahora? —preguntó Ellie.
—De vuelta al hospital. Tengo recorridos para hacer.
Ellie no podía dar crédito a sus oídos. Se quedó inmóvil unos segundos, mirando con fijeza a su marido. Entonces, estalló.
—¡Ésa es tu reacción! —gritó—. Negocios, como siempre. Un demente anuncia un plan que, con toda probabilidad, va a redundar en la muerte de todos nosotros, y para ti no es más que negocios, como siempre… Robert, ¿quién eres tú? ¿No hay algo que te importe?
Robert avanzó hacia ella, iracundo.
—¡No empieces de vuelta con esa actitud de «yo soy más santa que tú»! No siempre tienes la razón, Ellie, y no sabes con certeza que nos vayan a matar a todos. A lo mejor, el plan de Nakamura funciona…
—Sabes que te quieres engañar, Robert. Miras para otro lado y te dices que, mientras tu mundito no resulte afectado, a lo mejor todo está bien… Estás equivocado, Robert. Equivocado a muerte. Y si no haces algo al respecto, yo lo haré.
—¿Y qué vas a hacer? —replicó Robert, alzando el tono—. ¿Decirle al mundo que tu marido es un mentiroso? ¿Tratar de convencerlos a todos de que esas viscosas octoarañas son pacíficas? Nadie te va a creer, Ellie… Y te diré algo más, en el preciso instante en que abras la boca, te arrestarán y juzgarán por traición. Te matarán, Ellie, tal como lo van a hacer con tu padre… ¿Es eso lo que deseas? ¿No volver a ver jamás a tu hija?
Ellie reconoció la mezcla de dolor e ira en la mirada de Robert. «No lo conozco», fue el pensamiento que centelleó en su mente, seguido por «¿Cómo puede ser éste el mismo hombre que pasa miles de horas sin retribución alguna, cuidando de pacientes con enfermedades terminales? No existe la menor lógica».
Ellie optó por no decir nada más.
—Me voy ahora —dijo Robert por fin—. Volveré cerca de medianoche.
Ellie fue hacia la parte de atrás de la casa y abrió la puerta de Nikki. Por suerte, la niña había estado durmiendo durante toda la reyerta. Ellie se sentía profundamente impresionada cuando volvió a la sala de estar. Deseaba, más que nunca, haber permanecido en la Ciudad Esmeralda, pero no lo había hecho, así que, ¿qué iba a hacer ahora?
«Sería tan sencillo si no tuviera que pensar en Nikki», se dijo. Meneó la cabeza con lentitud, hacia atrás y hacia adelante, y, por último, se permitió verter las lágrimas que había estado conteniendo.
—Así que, ¿cómo estoy? —preguntó Katie, haciendo una pirueta delante de Franz.
—Hermosa, cautivadora —contestó él—. Mejor de lo que nunca te vi.
Katie llevaba un sencillo vestido negro ajustado sobre su delgada silueta. Una banda blanca corría a ambos costados. Un escote profundo realzaba el collar de diamantes y oro, pero no era tan profundo como para resultar inadecuado.
Katie le echó un vistazo a su reloj.
—Bien —dijo—. Por una vez estoy lista temprano. —Cruzó la habitación hasta la mesa, y encendió un cigarrillo.
El uniforme de Franz estaba recién planchado y sus zapatos, perfectamente lustrados.
—Entonces, creo que tenemos tiempo —dijo éste, siguiéndola hasta el canapé—, para mi sorpresa. —Le entregó una cajita de terciopelo.
—¿Qué es esto? —preguntó Katie.
—Ábrelo.
En el interior había un anillo con un diamante, un solitario.
—Katie —dijo Franz desmañadamente—, ¿quieres casarte conmigo?
Katie le lanzó una rápida mirada, y después desvió la vista hacia otro lado. Inhaló con lentitud de su cigarrillo y lanzó el humo hacia arriba.
—Me siento halagada, Franz —contestó, parándose y besándolo en la mejilla—. De veras que lo estoy… pero no marcharía. —Cerró el estuche y le devolvió el anillo.
—¿Por qué no? ¿No me amas?
—Sí te amo… creo… si es que soy capaz de sentir una emoción así… Pero, Franz, ya pasamos por esto antes. Sencillamente no soy la clase de mujer con la que debas casarte.
—¿Por qué no dejas que yo decida eso, Katie? ¿Cómo sabes qué «clase de mujer» necesito?
—Mira, Franz —dijo Katie, algo agitada—, mejor no hablemos de eso ahora… Como dije, me siento muy halagada… pero estoy nerviosa por este proceso contra mi padre, y ya sabes que no atino a manejar bien mucha mierda al mismo tiempo…
—Siempre tienes algún motivo para no querer hablar de eso —protestó Franz, con enojo—. Si me amas, creo que merezco más explicaciones. Y ahora…
Los ojos de Katie centellearon.
—¡Usted quiere una explicación ahora, capitán Bauer…! Muy bien, le voy a dar una… Sígame, por favor… —Katie lo condujo a su cuarto de vestir—. Ahora quédate ahí, Franz, y mira con mucha atención.
Katie buscó en la cómoda. Sacó una jeringa y un trozo de tubo plástico negro, apoyó la pierna derecha sobre la banqueta del tocador y se alzó el borde inferior del vestido, exponiendo las laceraciones que tenía en el muslo. Instintivamente, Franz giró la cara hacia un costado.
—No —dijo Katie, tomándole la cara con la mano libre y volviéndosela para que la mirase—. No puedes mirar para otro lado, Franz… Tienes que verme tal como soy.
Se bajó la media y colocó el tubo, atándoselo. Katie alzó la vista, para asegurarse de que Franz todavía estaba mirando. En los ojos de ella se leía el dolor.
—¿No te das cuenta, Franz? No puedo casarme contigo porque ya estoy casada… con esta medicina mágica que nunca me decepciona… ¿No lo entiendes…? No existe manera de que puedas competir alguna vez con el kokomo.
Katie se hundió la aguja en una vena y esperó varios segundos hasta que llegara la acometida de la droga.
—Podrías estar bien durante unas semanas, meses inclusive —continuó, hablando con más rapidez—, pero más tarde o más temprano me resultarías insuficiente… y otra vez te cambiaría, en mi corazón, por mi viejo y confiable amigo.
Se enjugó las dos gotas de sangre con un pañuelo de papel y puso la jeringa en la pileta. Franz estaba perturbado.
—¡Arriba ese ánimo! —lo consoló Katie, palmeándolo levemente en la mejilla—. No perdiste tu compañerita de cama… Voy a seguir estando aquí para hacer cualquier cosa retorcida que se nos pueda ocurrir…
Franz dio media vuelta y volvió a ponerse la cajita de terciopelo en uno de los bolsillos del uniforme. Katie fue hacia la mesa y dio una profunda pitada final al cigarrillo que se consumía en el cenicero.
—Y ahora, capitán Bauer —dijo—, tenemos una audiencia a la que asistir.
La audiencia se efectuó en el salón de baile del piso principal del palacio de Nakamura. Alrededor de sesenta asientos en cuatro hileras estaban dispuestos a lo largo de las paredes, para los «invitados especiales». Nakamura llevaba la misma indumentaria japonesa con la que había aparecido en televisión dos días atrás y se sentó en un gran sillón recamado sobre un estrado, en uno de los extremos del salón. Dos guardaespaldas, también vestidos con ropa de samurai, estaban a su lado. El salón de baile estaba decorado por completo según el estilo japonés del siglo XVI, lo que aumentaba la imagen que Nakamura trataba de crearse, la del todopoderoso shogun de Nuevo Edén.
Richard y Archie, a quienes sólo cuatro horas antes de que se fueran del sótano se les dijo que iba a tener lugar la audiencia, fueron conducidos por tres policías y se les dieron instrucciones de sentarse en pequeños cojines que había en el piso, a veinte metros de Nakamura. Katie, que observó que su padre parecía estar muy cansado y muy viejo, resistió el impulso de ir corriendo y hablarle.
Un funcionario anunció que la audiencia comenzaba y recordó a todos los espectadores que no podrían hablar en absoluto ni interferir en modo alguno con los procedimientos. No bien se hubo completado el anuncio, Nakamura se puso de pie y, contoneándose con jactancia, descendió los dos anchos escalones que conectaban su sillón con el estrado.
—El gobierno de Nuevo Edén convocó esta audiencia —manifestó con aspereza, caminando de un lado al otro— para establecer si el representante del enemigo alienígena está preparado para, en nombre de su especie, aceptar la rendición incondicional que exigimos como requisito previo necesario para cesar las hostilidades entre nosotros. Si el ex ciudadano Wakefield, que tiene la capacidad de comunicarse con el alienígena, logró convencer a éste sobre la cordura de aceptar nuestras demandas, incluyendo entre ellas que abandonen todas sus armas de guerra y se preparen para nuestra ocupación y administración de todas las tierras alienígenas, entonces estamos dispuestos a ser misericordiosos. Como recompensa por sus servicios para poner fin a este terrible conflicto, aceptaríamos de buen grado conmutar la sentencia de muerte del señor Wakefield por la de reclusión por tiempo indeterminado.
»Si, no obstante —ahora Nakamura alzó la voz—, este traidor convicto y su cómplice alienígena se rindieron a nuestras victoriosas tropas como parte de algún pérfido complot para socavar nuestra voluntad colectiva de castigar a los alienígenas por sus agresivos ataques contra nosotros, entonces usaremos a estos dos como ejemplos, para enviar un mensaje completamente claro a nuestro enemigo. Queremos que los líderes alienígenas sepan que la ciudadanía de Nuevo Edén está absolutamente resuelta a oponerse a sus designios expansionistas.
Hasta ese momento, Nakamura había estado perorando para todos los asistentes. Ahora se volvió para mirar directamente a los dos prisioneros, aislados en medio del piso del salón de baile.
—Señor Wakefield —dijo—, ¿el alienígena que está al lado de usted tiene autoridad para hablar en nombre de su especie?
Richard se puso de pie.
—Por lo que yo sé, sí —respondió.
—¿Y está el alienígena dispuesto a ratificar el documento de rendición incondicional que se les exhibió?
—Sólo recibimos el documento hace unas horas, y todavía no tuvimos tiempo de hablar sobre su contenido. Le expliqué los puntos más importantes a Archie, pero todavía no sé…
—¡Le están dando largas al asunto! —tronó Nakamura, dirigiéndose al público presente y blandiendo un papel—. Esta sola hoja contiene todos los términos de la rendición. —Se volvió otra vez para mirar a Richard y Archie—. La pregunta reclama nada más que una sencilla respuesta. ¿Es «sí» o «no»?
Bandas de color se desplazaron alrededor de la cabeza de Archie y hubo un murmullo entre el público. Richard miró a Archie, le susurró una pregunta y, después, interpretó la respuesta. Luego miró a Nakamura.
—La octoaraña quiere saber con exactitud —dijo— qué ocurre si se ratifica el documento. Cuáles serán los acontecimientos que tendrán lugar después, y en qué orden. Nada de esto se explica con claridad en el documento.
Nakamura hizo un breve silencio.
—Primero, todos los soldados alienígenas tienen que adelantarse con sus armas, y rendirse a nuestras tropas que están ahora en el sur. Segundo, el gobierno alienígena, o cualquiera que fuere su equivalente, tiene que suministrarnos el inventario completo de todo lo que exista en sus dominios. Tercero, tienen que anunciar a todos los miembros de su especie que vamos a ocupar su colonia y que todos los alienígenas van a cooperar en todo aspecto con nuestros soldados y ciudadanos.
Richard y Archie sostuvieron otra breve conversación.
—¿Qué les va a pasar a las octoarañas y a los demás animales que mantienen la sociedad octoarácnida? —preguntó Richard.
—Se les permitirá que reanuden su vida normal, con algunas restricciones, claro está. Nuestras leyes y nuestros ciudadanos constituirán el gobierno en ejercicio de las tierras ocupadas.
—¿Y entonces usted —preguntó Richard— introducirá una reforma, o un apéndice, en este documento de rendición, garantizando la vida y la seguridad de las octoarañas, así como de los demás animales, siempre y cuando no violen ley alguna de las que se promulguen para el territorio ocupado?
Los ojos de Nakamura se convirtieron en dos ranuras.
—Menos para aquellos alienígenas individuales a los que se halle responsables de la guerra de agresión que se lanzó contra nosotros, yo, personalmente, garantizo la seguridad de las octoarañas que obedezcan las leyes de ocupación… Pero éstos son detalles. No es preciso que se los redacte en el documento de rendición.
Esta vez, Richard y Archie se trabaron en una larga discusión. Desde el costado del salón, Katie miraba con atención el rostro de su padre. Al principio creyó que estaba en desacuerdo con la octoaraña, pero, ya más avanzada la conversación, Richard pareció deprimido, casi resignado. Daba la impresión de que estaba grabando algo en la memoria…
El largo intervalo en el procedimiento estaba irritando a Nakamura. Los invitados especiales estaban empezando a murmurar entre ellos. Finalmente, Nakamura volvió a hablar.
—Muy bien —señaló—. Ya tuvieron suficiente tiempo. ¿Cuál es su respuesta?
Alrededor de la cabeza de Archie seguían formándose bandas cromáticas. Al fin, los diseños cesaron y Richard dio un paso al frente en dirección de Nakamura. Vaciló un instante antes de hablar.
—Las octoarañas quieren paz —declaró con lentitud—, y les gustaría encontrar la manera de poner fin a este conflicto. Si no fueran una especie con sentido de la ética podrían acceder a ratificar este documento de rendición, tan sólo para ganar tiempo… pero las octoarañas no son así. Mi amigo alienígena, cuyo nombre es Archie, no celebraría un acuerdo para su especie a menos que estuviera seguro de que tanto el tratado es adecuado para su colonia, como de que sus congéneres iban a respetarlo.
Richard hizo una pausa.
—No necesitamos un discurso —dijo Nakamura con impaciencia—; limítese a responder la pregunta.
—Las octoarañas —continuó Richard en voz más baja— nos enviaron a Archie y a mí para gestionar una paz honorable, no para rendirnos incondicionalmente. Si Nuevo Edén no está dispuesto a negociar y a celebrar un acuerdo que respete la integridad del dominio octoarácnido, entonces ellas no tendrán otro remedio… ¡Por favor! —gritó Richard ahora, mirando hacia atrás y hacia adelante a los invitados que estaban en ambos lados del salón—, entended que no podéis vencer si las octoarañas verdaderamente pelean. Hasta ahora no opusieron la menor resistencia. Vosotros debéis convencer a sus gobernantes para que inicien discusiones equilibradas…
—¡Sujeten a los prisioneros! —ordenó Nakamura.
—… o todos vosotros pereceréis. Las octoarañas están mucho más evolucionadas que nosotros. Créanme, lo sé, estuve viviendo con ellas durante más de…
Uno de los policías golpeó a Richard en la parte de atrás de la cabeza, y éste cayó al suelo, sangrando. Katie se levantó de un salto, pero Franz la retuvo con ambos brazos. Richard se tomaba el costado de la cabeza, mientras Archie y él eran conducidos fuera del salón.
Los dos amigos estaban en un pequeño calabozo de la comisaría de Hakone, no lejos del palacio de Nakamura.
—¿Está bien tu cabeza? —preguntó Archie con colores.
—Creo que sí, aunque todavía se está hinchando.
—Nos van a matar, ¿no? —dijo Archie después de un breve silencio.
—Probablemente —contestó Richard, con tono sombrío.
—Gracias por intentar —dijo Archie después de un breve silencio.
Richard se encogió de hombros.
—No sirvió de mucho… De todos modos, es a ti a quien se debe agradecer. Si no te hubieses ofrecido como voluntario, todavía estarías sano y salvo en la Ciudad Esmeralda.
Richard fue hacia el lavabo que había en el rincón de la celda, para limpiar la tela que apretaba contra la herida de su cabeza.
—¿No me dijiste que la mayoría de los seres humanos cree en la vida después de la muerte? —le preguntó Archie, después que Richard volvió junto a él.
—Sí. Alguna gente cree que estamos reencarnados y que volvemos para vivir otra vez, ya sea como otro ser humano o, inclusive, como algún otro animal. Mucha otra cree que si se llevó una vida de bondad, hay una recompensa, una vida eterna en un sitio hermoso, desprovisto de tensiones, llamado Paraíso…
—Y tú, Richard —lo interrumpieron los colores de Archie—, personalmente, ¿en qué crees?
Richard sonrió y pensó durante varios segundos antes de responder.
—Siempre he creído que lo que sea que haya en nosotros que es único y define nuestra personalidad especial, individual, desaparece en el momento de la muerte. Oh, sí, claro, nuestros componentes químicos pueden reciclarse y producir otros seres vivos, pero no hay verdadera continuidad, no en el sentido que algunos seres humanos llaman «alma»…
Rio.
—En este preciso momento, sin embargo, cuando mi mente lógica dice que no es posible que me quede mucho más tiempo de vida, una voz dentro de mí me suplica que adopte uno de esos cuentos de hadas sobre la vida después de la muerte… Sería fácil, lo admito… Pero una conversión de último minuto de tal naturaleza no sería coherente con el modo en que viví todos estos años…
Richard caminó despacio hasta la parte delantera de la celda. Puso las manos sobre los barrotes y durante varios segundos se quedó con la mirada perdida en el corredor, sin decir palabra.
—¿Y qué piensan las octoarañas de lo que ocurre después de la muerte? —preguntó en voz baja, dándose vuelta para mirar de frente a su compañero de celda.
—Los Precursores nos enseñaron que cada vida es un intervalo finito, con un principio y un final. Cualquier ser individual, aun cuando es un milagro, no es tan importante en la arquitectura general de las cosas. Lo que importa, decían los Precursores, es la continuidad y la renovación. Desde el punto de vista de ellos, cada uno de nosotros es inmortal, no porque algo relacionado con un individuo específico viva para siempre, sino porque cada vida se convierte en un eslabón crítico, ya sea cultural o genéticamente, o ambas cosas, en la interminable cadena de la vida. Cuando los Precursores nos modificaron para que saliéramos de la ignorancia, nos enseñaron a no temer la muerte, sino a ir de buen grado a brindar apoyo para la renovación que habría de sobrevenir.
—¿Así que no experimentan ni pena ni miedo cuando se les acerca la muerte?
—Desde un punto de vista ideal, no —contestó Archie—. Ésta es la manera aceptada en nuestra sociedad para enfrentar la muerte… Es mucho más fácil, empero, si, en el momento de la exterminación, un individuo está rodeado por amigos y por otros que representen la renovación que su muerte va a permitir.
Richard se acercó y pasó el brazo en torno de Archie.
—Tú y yo sólo nos tenemos el uno al otro, amigo mío —dijo—, amén del conocimiento de que hemos tratado, juntos, de detener una guerra que probablemente terminará matando a miles de seres. No pueden existir muchas causas…
Se detuvo cuando oyó abrirse la puerta del bloque de celdas. El capitán de la policía local, junto con uno de sus hombres, se paró al costado, mientras cuatro biots, dos García y dos Lincoln, todos usando guantes, avanzaban por el pasillo hacia la celda de Richard y Archie. Ninguno de los biots habló. Uno de los García abrió la puerta y los cuatro se agolparon en la celda. Instantes después, las luces se apagaron, se oyó el sonido de un forcejeo durante varios segundos, Richard lanzó un alarido, y un cuerpo cayó contra los barrotes de la celda. Después, todo quedó en silencio.
—Ahora, Franz —dijo Katie, mientras abrían la puerta de la comisaría—, no tengas miedo de aplicar el rango, no es más que un capitán local. No te va a decir que no puedes ver a los prisioneros.
Entraron pocos segundos después que los dos funcionarios locales cerraran, detrás de los biots, la puerta que daba al bloque de celdas.
—Capitán Miyazawa —dijo Franz en su tono más oficial—, soy el capitán Franz Bauer, del cuartel central… He venido para visitar a los prisioneros.
—Tengo órdenes estrictas de la máxima autoridad, capitán Bauer —contestó el policía—, de no permitirle a persona alguna el acceso a ese bloque de celdas.
La sala quedó repentinamente sumida en la oscuridad.
—¿Qué pasa? —dijo Franz.
—Debe de habérsenos quemado un fusible —repuso el capitán Miyazawa—. Westermark, salga y revise los interruptores de circuito.
Franz y Katie oyeron un alarido. Después de lo que pareció una eternidad, oyeron abrirse la puerta del bloque de celdas y el sonido de pisadas. Tres biots salieron por la puerta de entrada de la comisaría, y las luces volvieron a encenderse con un parpadeo.
Katie corrió hacia la puerta.
—¡Mira, Franz! —aulló—. ¡Sangre, tienen sangre en la ropa! —Giró sobre sus talones, frenética—. ¡Tenemos que ver a mi padre!
Y pasó corriendo y dejando atrás a los tres policías en el corredor.
—¡Oh, Dios! —gritó, cuando se acercó a la celda y vio a su padre yaciendo en el piso, contra los barrotes. Había sangre por todas partes—. ¡Está muerto, Franz! —gimió—. ¡Papito está muerto!