5

Max estaba agitado.

—Yo, en lo personal, no quiero permanecer en este sitio ni un minuto más de lo necesario. Ya no confío en ellos… Mira, Richard, sabes perfectamente que tengo razón. ¿Viste con qué rapidez Archie sacó de su bolso esa cosa como un tubo, cuando la iguana alienígena saltó sobre la espalda de Benjy? Y no dudó ni un segundo en usarlo. «Pffft» fue todo lo que oí, e inmediatamente, esa lagartija quedó, o bien muerta o bien paralizada. Le habría hecho lo mismo a uno de nosotros, si nos hubiéramos portado mal.

—Max, creo que tu reacción es excesiva —dijo Richard.

—¿De veras? ¿Y es otra reacción excesiva el que todo lo ocurrido ayer reforzara en mi mente la noción de lo indefensos que estamos…?

—Max —interrumpió Nicole—, ¿no crees que ésta es una discusión que deberíamos tener en otro momento, cuando no estemos tan emotivos?

—No —replicó Max con énfasis—. No lo creo… Quiero tenerla ahora, en la mañana de hoy. Por eso es que le pedí a Nai que les sirva el desayuno a los chicos en su casa.

—Pero seguramente no estarás sugiriendo que partamos ahora mismo, cuando Eponine está por dar a luz de un momento a otro —objetó Nicole.

—Claro que no —replicó Max—, pero creo que debemos levantar el culo y largarnos no bien ella pueda viajar… Por Dios, Nicole, ¿qué clase de vida podemos llevar aquí, de todos modos? Nikki y los mellizos ahora están cagados de miedo. Apuesto a que no van a estar dispuestos a salir otra vez de nuestra zona durante semanas, quizá nunca más… Y eso ni siquiera toma en cuenta la pregunta más importante, ¿por qué las octoarañas nos trajeron aquí en primer lugar? ¿Viste ayer a todos esos seres en el estadio? ¿No tuviste la impresión de que todos trabajan para las octoarañas, en una forma o en otra? ¿No es factible que, pronto, nosotros también estemos ocupando algún nicho en su ecosistema?

Ellie habló por primera vez desde que se inició la conversación.

—Siempre confié en las octoarañas —declaró—. Todavía lo hago. No creo que tengan alguna especie de confabulación diabólica para integramos en su esquema general de una manera que sea inaceptable para nosotros… pero sí aprendí algo ayer o, mejor dicho, volví a aprender algo. Como madre, es mi responsabilidad brindarle a mi hija un ambiente en el que ella pueda florecer y tener la oportunidad de ser feliz… y ya no creo que eso sea posible aquí, en la Ciudad Esmeralda.

Nicole la miró con sorpresa.

—¿Así que tú también te querrías ir? —preguntó.

—Sí, madre.

Nicole recorrió con la vista el rostro de los presentes. Por la expresión de Eponine y Patrick se pudo dar cuenta de que estaban de acuerdo con Max y Ellie.

—¿Sabe alguien qué opina Nai sobre este asunto? —preguntó.

Patrick se sonrojó levemente cuando Max y Eponine lo miraron, como si esperasen que él diera una respuesta.

—Hablamos al respecto anoche —dijo al fin—. Nai ha estado convencida, desde hace algún tiempo, de que los niños llevan una vida muy restringida aislados aquí, en nuestra propia zona. Pero también está preocupada, en especial después de lo que pasó ayer, por que puedan existir peligros de importancia para los chicos si tratamos de vivir libremente en la sociedad de las octoarañas.

—Supongo que eso resuelve la cuestión —aceptó Nicole, encogiéndose de hombros—. En la primera oportunidad que se me presente, hablaré con Archie respecto de irnos de acá.

Nai era una buena narradora de cuentos. Los niños adoraban los días de clase en los que ella dejaba de lado las actividades planeadas y simplemente les relataba historias. De hecho, les había estado narrando mitos, tanto griegos como chinos, el primer día que Hércules apareció para observarlos. Los chicos le dieron ese nombre a la octoaraña después que ayudó a Nai a mover los muebles en el aula para lograr una disposición diferente.

La mayoría de las historias que Nai contaba tenían un héroe. Dado que hasta Nikki todavía conservaba algún recuerdo de los biots humanos de Nuevo Edén, los niños estaban más interesados en relatos sobre Albert Einstein, Abraham Lincoln y Benita García que en los personajes históricos o míticos con los que no habían tenido relación personal.

En la mañana posterior al Día de la Munificencia, Nai explicó cómo, durante las últimas etapas del Gran Caos, Benita García utilizó su considerable fama para ayudar a los millones de gente pobre de México. Nikki, que había heredado la compasión de su madre y su abuela, se sintió conmovida por el relato de su valeroso desafío a la oligarquía mejicana y a las grandes compañías multinacionales norteamericanas. La niñita proclamaba que Benita García era su héroe.

—Heroína —corregía el siempre preciso Kepler—. ¿Y qué hay respecto de ti, madre? —preguntó unos segundos después—, ¿tenías un héroe, o una heroína, cuando eras una niña pequeña?

A pesar del hecho de que estaba en una ciudad alienígena a bordo de una espacionave extraterrestre, a una distancia increíble de su ciudad natal de Lamfun, en Tailandia, durante unos extraordinarios quince o veinte segundos la memoria de Nai la transportó de regreso a su niñez, y se vio con claridad con un sencillo vestido de algodón, entrando descalza en el templo budista, para rendir homenaje a la reina Chamatevi. También pudo ver a los monjes con sus vestiduras color azafrán y, por un instante, hasta le pareció oler el incienso del pebetero en el oratorio ubicado frente al Buda principal del templo.

—Sí —dijo, sumamente conmovida por la fuerza de la imagen retrospectiva—. Sí, tuve una heroína… la reina Chamatevi, de los jaripunchai.

—¿Quién era, señora Watanabe? —preguntó Nikki—. ¿Era como Benita García?

—No exactamente —empezó Nai—. Chamatevi era una hermosa joven que vivió en el reino de los mons, en el sur de Indochina, hace más de mil años. Su familia era rica y estaba íntimamente conectada con el Rey de los mons. Pero Chamatevi, que tenía una educación extraordinariamente buena para una mujer de su época, anhelaba hacer algo diferente y fuera de lo común. Una vez, cuando Chamatevi tenía diecinueve o veinte años, un augur visitó…

—¿Qué es un augur, mamá? —preguntó Kepler.

Nai sonrió.

—Alguien que predice lo futuro o que, por lo menos, intenta hacerlo —respondió.

»El hecho es que este augur le informó al Rey que una antigua leyenda decía que una bella joven de los mons, de noble cuna, iría hacia el norte a través de todas las selvas, hasta el valle de los jaripunchai, y uniría a todas las tribus de la región que estaban en guerra. Esa joven, prosiguió el augur, crearía, un reino cuyo esplendor igualaría al de los mons, y se la conocería en muchas tierras por su descollante capacidad de mando. El augur narró esa historia durante un banquete que se hacía en la corte, y Chamatevi lo escuchó con atención. Cuando el relato terminó, la joven se presentó ante el Rey de los mons y le dijo que ella debía de ser la mujer de la leyenda.

»A pesar de la oposición de su padre, Chamatevi aceptó la oferta del Rey, de dinero, provisiones y elefantes, aun cuando sólo había la cantidad de alimentos suficiente como para durar los cinco meses de travesía por la jungla hasta la tierra de los jaripunchai. Si la leyenda no fuera cierta, y las muchas tribus del valle no aceptaran a Chamatevi como su reina, entonces ella no podría regresar a los mons y se vería forzada a venderse como esclava. Pero ni por un instante tuvo miedo.

»Por supuesto, la leyenda se cumplió, las tribus del valle aceptaron a Chamatevi como reina y ella gobernó durante muchos años, en lo que se conoce, en la historia tailandesa, como la Edad de Oro de los Jaripunchai… Cuando Chamatevi ya era muy anciana, dividió cuidadosamente el reino en dos partes iguales, que entregó a sus dos mellizos. Después se retiró a un monasterio budista para agradecer a Dios por Su amor y protección. Chamatevi se mantuvo alerta y sana hasta su muerte, ocurrida a la edad de noventa años.

Por motivos que no entendía del todo, Nai sentía que se emocionaba mucho mientras narraba la historia. Cuando terminó todavía podía ver, con los ojos de la mente, las pinturas murales del templo de Lamfun que ilustraban la historia de Chamatevi. Nai estaba tan absorbida por el relato, que ni siquiera se dio cuenta de que Patrick, Nicole y Archie habían entrado en el aula y estaban sentados en el piso, detrás de los niños.

—Tenemos muchos relatos similares —informó Archie unos minutos después, y Nicole tradujo— que también les contamos a nuestras crías. La mayoría son muy, muy antiguos. ¿Son ciertos? Realmente eso no le importa a una octoaraña. Los relatos entretienen, instruyen e inspiran.

—Estoy segura de que a los chicos les encantaría oír uno de tus relatos —le dijo Nai—. A decir verdad, a todos nos encantaría.

Archie no dijo nada durante casi un nillet. El fluido de su lente estaba muy activo, desplazándose de un lado para otro, como si estuviera estudiando con cuidado a los seres humanos que lo contemplaban. Al fin, las bandas de color empezaron a emanar de su ranura y a circunnavegarle la cabeza.

—Hace mucho, pero mucho tiempo —empezó—, en un mundo muy distante bendecido con abundancia de recursos y belleza que trascendía cualquier descripción, todas las octoarañas moraban en un vasto océano. En la tierra había muchos seres, uno de los cuales, el…

—Lo siento —interrumpió Nicole—, no sé cómo traducir el patrón cromático siguiente.

Archie usó varias oraciones nuevas para intentar decir lo que quería con otros términos.

—Aquéllos que se fueron antes… —dijo Nicole para sí—. Oh, bien, probablemente no sea esencial para el relato que cada palabra sea la que corresponde con exactitud… Simplemente los voy a llamar Precursores.

—En las partes emergidas de ese hermoso planeta —continuó traduciendo— había muchos seres, de los cuales los más inteligentes eran los Precursores. Fabricaban vehículos que podían volar por los aires, exploraban todos los planetas y estrellas próximos, hasta sabían cómo crear vida a partir de compuestos químicos sencillos, donde nunca antes la había habido. Pero alteraron la naturaleza de la tierra y de los océanos con sus increíbles conocimientos.

»Y ocurrió que los Precursores decidieron que la especie de las octoarañas tenía un inmenso potencial virgen, facultades que nunca se habían expresado durante sus muchos, muchos años de existencia, y empezaron a mostrarles a las octoarañas cómo desarrollar y utilizar su capacidad latente. A medida que transcurrieron los años, la especie de las octoarañas, gracias a los Precursores, se convirtió en la segunda especie más inteligente del planeta y desarrolló una relación muy complicada e íntima con los Precursores.

»Durante esos tiempos, los Precursores ayudaron a las octoarañas a aprender a vivir fuera del agua, tomando oxígeno directamente del aire del hermoso planeta. Colonias enteras de octos empezaron a pasar toda su vida en tierra. Un día, después de una reunión cumbre entre los principales optimizadores de los Precursores y las octoarañas, se anunció que todas las octoarañas se transformarían en seres terrestres y abandonarían sus colonias en los océanos.

»Muy abajo, en las grandes profundidades del mar, había una sola colonia pequeña de octoarañas, no más de mil en total, que estaba regida por un optimizador local que no creía que los principales optimizadores de las dos especies hubieran tomado una decisión correcta. Este optimizador local resistió el anuncio y, aunque él y su colonia estaban excluidos por las demás y no compartían la munificencia ofrecida por los Precursores, él y muchas generaciones que le siguieron continuaron llevando su vida aislada y sin complicaciones en el fondo del océano.

»Aconteció que una gran calamidad azotó el planeta y se volvió imposible sobrevivir en tierra. Muchos millones de seres murieron, y únicamente aquellas octoarañas que podían vivir cómodamente en el agua sobrevivieron durante los miles de años en los que el planeta estuvo devastado.

»Cuando, finalmente, éste se recuperó y unas pocas de las octoarañas oceánicas se aventuraron a emerger, no encontraron a ninguna de sus congéneres… ni a ninguno de los Precursores. El optimizador local que había vivido miles de años antes fue un visionario. Sin su actitud, todas y cada una de las octoarañas pudieron haber fenecido… Y ésa es la razón de que, aun hoy en día, las octoarañas inteligentes retengan la capacidad de vivir en tierra o en el agua.

Nicole reconoció, ya en los comienzos del relato, que Archie estaba compartiendo con ellos algo por completo diferente de todo lo que les hubiera dicho hasta ahora. ¿Se debía eso a la conversación sostenida esa mañana, cuando ella le comunicó que el grupo humano quería volver a Nuevo Edén no bien hubiera nacido el hijo de los Puckett? No estaba segura, pero sí sabía que la leyenda que Archie acababa de contarles dijo cosas sobre las octoarañas que los humanos nunca podrían haber supuesto de alguna otra manera.

—Eso fue verdaderamente maravilloso —declaró Nicole, tocando levemente a Archie—. No sé si los niños lo disfrutaron…

—Creo que fue bonito —aprobó Kepler—. No sabía que vosotros podíais respirar agua.

—Exactamente igual que un bebé nonato —estaba diciendo Nai, cuando un excitado Max Puckett entró corriendo por la puerta.

—¡Ven pronto, Nicole! —exclamó—. ¡Las contracciones se producen cada cuatro minutos nada más!

Nicole se paró y se volvió hacia Archie.

—Por favor, dile a Doctor Azul que traiga al ingeniero en imágenes y al sistema de cuadroides… ¡y que se apresure!

Resultaba asombroso observar un nacimiento desde afuera y desde adentro en forma simultánea. A través de Doctor Azul, Nicole le daba instrucciones a Eponine, así como al ingeniero octoaraña en imágenes.

—¡Respira, debes respirar durante tus contracciones! —le gritaba a Eponine—. Desplázalos más cerca, más bajo en el canal de parto, con un poco más de luz —le decía a Doctor Azul.

Richard estaba completamente fascinado. Se había corrido hacia uno de los costados del dormitorio, con los ojos yendo como un relámpago de un lado para otro, desde las imágenes que se proyectaban sobre la pared hacia las dos octoarañas y su equipo. Lo que se mostraba en las imágenes estaba demorado toda una contracción respecto de lo que estaba ocurriendo en la cama. Al final de cada contracción, Doctor Azul le alcanzaba a Nicole un pequeño apósito redondo, que Nicole adhería en la cara interna del muslo de Eponine, en la zona más cercana a la ingle. En cuestión de segundos, los diminutos cuadroides que habían estado dentro de Eponine durante la última contracción iban a la carrera hasta el apósito y, entonces, los nuevos ascendían presurosos por el canal de parto. Después de veinte o treinta segundos de demora para el procesamiento de los datos, otro juego de imágenes aparecía sobre la pared.

Max los estaba volviendo locos a todos. Cuando oía a Eponine gritar o gemir, como lo hacía en ocasiones cerca del pico de cada contracción, se acercaba velozmente a su lado y le aferraba la mano.

—Tiene dolores terribles —le decía a Nicole—. Debes hacer algo para ayudarla.

Entre contracciones, cuando, por sugerencia de Nicole, Eponine se ponía de pie al lado de la cama para permitir que la gravedad artificial la ayudara en el proceso de parto, Max se ponía aún peor. La imagen de su hijo por nacer atascado en el canal de parto, luchando contra la incomodidad proveniente de la presión de la contracción anterior, lo hacía lanzarse en una perorata.

—¡Oh, mi Dios, mira, mira! —decía, después de una contracción particularmente intensa—. Tiene la cabeza machacada. ¡Oh, mierda! No hay suficiente lugar. No lo va a lograr.

Nicole tomó dos decisiones importantes pocos minutos antes de que Marius Clyde Puckett hiciera su ingreso en el universo. Primero, llegó a la conclusión de que el bebé no iba a nacer sin algo de ayuda; iba a ser necesario, decidió, que ella practicara una episiotomía para mitigar los dolores y el desgarramiento del parto en sí. También llegó a la conclusión de que se debía sacar a Max del dormitorio antes que se volviera histérico o hiciera algo que interfiriera con el proceso de parto o ambas cosas.

Ellie esterilizó el escalpelo, a pedido de Nicole. Max lo miró con ojos desorbitados.

—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó.

—Max —manifestó Nicole con tono calmo, mientras Eponine sentía la llegada de otra contracción—, te quiero profundamente, pero deseo que salgas de la habitación. Por favor. Lo que estoy a punto de hacer facilitará el nacimiento de Marius, pero no va a ser agradable de mirar…

Max no se movió. Patrick, que estaba parado en el vano de la puerta, pasó una mano por sobre el hombro de su amigo, mientras Eponine empezaba a gemir otra vez. La cabeza del bebé estaba haciendo presión, con toda claridad, contra la abertura vaginal. Nicole empezó a cortar. Eponine lanzó un alarido de dolor.

—¡No! —aulló un desesperado Max ante la primera sangre que apareció—. ¡No…! Oh, mierda… Oh, mierda.

—¡Ahora… sal ahora! —gritó Nicole con tono imperioso, mientras concluía la episiotomía. Ellie estaba restañando la sangre tan rápido como podía. Patrick hizo dar vuelta a Max, lo abrazó con fuerza y lo condujo hacia la sala de estar.

No bien la tuvo disponible, Nicole revisó la imagen que apareció en la pared. El pequeño Marius estaba en posición perfecta.

«Qué tecnología fantástica», pensó fugazmente Nicole. «Cambiaría por completo el trabajo de parto».

No tuvo más tiempo para reflexionar, otra contracción estaba comenzando. Extendió la mano y tomó la de Eponine.

—Ésta podría ser la definitiva —le advirtió—. Quiero que empujes con alma y vida… y que no dejes de hacerlo durante toda la contracción. —Después le informó a Doctor Azul que no iba a necesitar más imágenes.

—¡Empuja! —gritaron juntas Nicole y Ellie.

Empezó a asomar la cabeza del bebé. Nicole y su hija pudieron advertir que tenía cabello castaño claro.

—Una vez más —insistió Nicole—. Empuja otra vez.

—No puedo —sollozó Eponine.

—Sí puedes… empuja.

Eponine arqueó la espalda, tomó una profunda bocanada de aire e, instantes después, el bebé Marius salió disparado hacia las manos de Nicole. Ellie estaba lista con la tijera para cortar el cordón umbilical. El niño lloró en forma natural, sin necesidad de que se lo estimulara. Max entró corriendo en la habitación.

—Tu hijo acaba de llegar —anunció Nicole. Terminó de limpiar el exceso de fluido, ató el cordón umbilical y le alcanzó el bebé al orgulloso padre.

—Válgame… válgame… ¿Qué hago ahora? —dijo el aturdido pero radiante Max, que sostenía al bebé como si fuese tan frágil como el vidrio y tan precioso como los diamantes.

—Podrías besarlo —sugirió Nicole con una sonrisa—. Ése sería un buen comienzo.

Max bajó la cabeza y besó a Marius con mucha delicadeza.

—Y podrías traerlo para que conozca a su madre —añadió Eponine.

Lágrimas de gozo corrían por las mejillas de la nueva madre cuando miró al hijo de cerca, por primera vez. Nicole ayudó a Max a tender al niño sobre el pecho de Eponine.

—Oh, francesita —dijo entonces él, estrujando la mano de Eponine—, ¡cómo te amo… cómo te amo con todo mi corazón!

Marius, que había estado llorando sin parar desde instantes después de nacer, se calmó en su nueva posición sobre el pecho de la madre. Eponine bajó la mano que Max no le tenía tomada y, con ternura, acarició a su hijo. De pronto, los ojos de Max se llenaron de lágrimas.

—Gracias, querida —le dijo a Eponine—. Gracias, Nicole. Gracias, Ellie.

Les agradeció muchas veces a todos los que estaban en la habitación, incluidas las dos octoarañas. Durante los cinco minutos siguientes, también fue una verdadera máquina de apretujar con los brazos. Ni siquiera las octoarañas escaparon a sus abrazos de agradecimiento.