3

Nicole terminó de cepillarse los dientes y contempló su reflejo en el espejo.

«Galileo tenía razón», pensó, «soy una vieja».

Empezó a frotarse la cara con los dedos, masajeándose metódicamente las arrugas, que parecían estar por todas partes. Oyó a Benjy y los mellizos jugando afuera y, después, tanto a Nai como a Patrick, que los llamaban para que fueran a la escuela.

«No siempre fui vieja», se dijo. «Hubo una época en la que yo también iba a la escuela».

Cerró los ojos, tratando de recordar qué aspecto tenía cuando era jovencita. No logró evocar una imagen clara de sí misma como niña. Demasiadas imágenes de los años intermedios difuminaban y distorsionaban la imagen que tenía de sí misma como niña en edad escolar.

Al fin, volvió a abrir los ojos y se quedó con la mirada fija en el espejo. En su mente se borró todas las bolsas y arrugas del rostro; se cambió el color del cabello y de las cejas, pasándolo de gris a negro intenso. Por último, se las arregló para verse como hermosa mujer de veintiún años. Experimentó un breve pero intenso anhelo por aquellos días de su juventud. «Éramos jóvenes, y sabíamos que nunca moriríamos», recordó.

Richard asomó la cabeza desde la esquina, y dijo:

—Ellie y yo estaremos trabajando con Hércules en el estudio. ¿Por qué no te nos unes?

—Dentro de unos minutos —contestó. Mientras se retocaba el cabello, reflexionaba sobre las pautas cotidianas del clan humano en la Ciudad Esmeralda. Por lo común, todos se reunían en el comedor de los Wakefield para tomar el desayuno. La escuela terminaba antes del almuerzo. Después, todo el mundo, excepto Richard, dormía la siesta, que era la adaptación del grupo humano a un día ocho horas más largo. La mayor parte de las tardes, Nicole, Ellie y Richard estaban con las octoarañas, aprendiendo más sobre sus anfitrionas o compartiendo experiencias del planeta Tierra. Los otros cuatro adultos pasaban casi todo su tiempo con Benjy y los chicos en la sección para seres humanos, al final del callejón.

«¿Y adónde nos lleva todo esto?», se preguntó Nicole de repente, «porque, ¿cuántos años más seremos huéspedes de las octoarañas? ¿Y qué va a suceder si Rama llega a su destino, y cuándo ocurrirá eso?»

Todas ésas eran preguntas para las que no tenía respuesta. Hasta Richard aparentemente había dejado de preocuparse por lo que estaba ocurriendo fuera de la Ciudad Esmeralda, estaba completamente absorbido por las octoarañas y el proyecto sobre el traductor. Ahora sólo le solicitaba a Archie datos sobre navegación celeste cada dos semanas, más o menos. Cada vez informaba a los demás, sin comentario editorial, que Rama todavía estaba enfilada en el curso general de la estrella Tau de la Ballena.

«Al igual que el pequeño Marius», pensaba Nicole, «nos contentamos con estar aquí, en nuestro útero. En tanto y en cuanto el mundo exterior no nos fuerce a ser conscientes de él, no formulamos las preguntas agobiantes».

Salió del baño y caminó por el recibidor hasta el estudio. Richard estaba sentado en el suelo, entre Hércules y Ellie.

—La parte sencilla es la de hacer el seguimiento del patrón de colores, y hacer que la secuencia se conserve en el procesador —estaba diciendo—. La parte más difícil de la traducción es la de transformar automáticamente ese patrón en una frase comprensible en inglés.

Richard miró de frente a Hércules y habló con mucha lentitud.

—Como vuestro idioma es tan matemático, y cada color tiene un intervalo aceptable en angstroms, definido a priori, todo lo que el sensor tiene que hacer es identificar el flujo de colores y el ancho de las bandas. Entonces se capta el contenido de toda la información. Como las reglas son tan precisas, ni siquiera resulta difícil cifrar un algoritmo simple para protección contra fallas, para usarlo con crías o con hablantes descuidados, en el caso de que cualquier color unitario yerre hacia la izquierda o hacia la derecha del espectro.

—Transformar a nuestro idioma lo que una octoaraña dijo es, empero, un proceso mucho más complicado. El diccionario para la traducción es bastante directo; cada palabra y los clarificadores apropiados se pueden identificar con facilidad, pero es casi imposible dar el paso siguiente, la conversión a oraciones, sin algo de intervención humana.

—Eso se debe a que el idioma de las octoarañas es fundamentalmente distinto del nuestro —comentó Ellie—. Todo está especificado y cuantificado, para reducir al mínimo la posibilidad de mala comprensión. No hay sutilezas ni matices. Mira cómo usan los pronombres nosotros, ellos y vosotros. Los pronombres siempre vienen señalados por clarificadores numéricos, entre los que figuran gamas cuando hay falta de certidumbre. Una octoaraña nunca dice «unos pocos wodens» o «varios nillets», siempre un número, o una gama numérica, se usa para especificar con precisión la extensión de tiempo.

—Desde nuestro punto de vista —dijo Hércules con colores—, existen dos aspectos del lenguaje humano que son difíciles en extremo. Uno es la falta de especificación precisa, lo que lleva a un vocabulario enorme. El otro es el uso que hacéis vosotros de la forma indirecta de comunicarse… Todavía tengo problemas para entender a Max porque, a menudo, lo que dice no es literalmente lo que quiere decir.

—No sé cómo hacer esto en tu computadora —le comentó Nicole a Richard—, pero, de algún modo, toda la información cuantitativa que contiene cada declaración octoarácnida debe ser reflejada por la traducción. Casi todo verbo o adjetivo que usan lleva conectado un clarificador numérico. ¿Cómo, por ejemplo, Ellie tradujo «extremadamente difícil» y «vocabulario enorme»? Lo que Hércules dijo, en octoarácnido, fue «difícil», empleando el número cinco para clarificarlo, y «vocabulario grande», con el número seis como clarificador de «grande». Todos los clarificadores comparativos se dirigen a la cuestión de la fuerza del adjetivo. Puesto que la base de su sistema numérico es octal, el intervalo para los comparativos está entre uno y siete. Si Hércules hubiera usado un siete para clarificar la palabra «difícil», Ellie habría traducido la frase como «imposiblemente difícil». Si hubiera usado un dos como clarificador en la misma frase, Ellie podría haber dicho «ligeramente difícil».

—Los errores en la intensidad de los adjetivos, si bien importantes —dijo Richard, mientras jugueteaba distraídamente con un pequeño procesador—, casi nunca producen malentendidos. La no interpretación correcta de los clarificadores de los verbos, empero, ya es otra cuestión completamente distinta… como pude aprender recientemente de mis ensayos preliminares. Tomemos el simple verbo octoarácnido «ir», que significa, como ya saben, desplazarse sin ayuda, sin transporte. La banda rojo oscuro-púrpura-amarillo limón, cada color del mismo ancho, cubre una gran cantidad de palabras en inglés, que comprenden todo desde «caminar» hasta «pasear», «deambular», «correr», y hasta «correr a toda velocidad».

—Ése es el mismo punto sobre el que insistía yo —acotó Ellie—, no hay traducción sin una plena interpretación de los clarificadores… Para ese verbo en especial, cuando las octos deben referirse al punto de «¿cuán rápido?», emplean un clarificador doble. En cierto sentido, hay sesenta y tres velocidades diferentes a las que las octoarañas «van»… Para complicar aún más las cosas, pueden utilizar un clarificador de ámbito también, con lo que la oración «vamos» se ve sujeta a muchas, muchas traducciones posibles.

Richard hizo una mueca y meneó la cabeza con desánimo.

—¿Qué pasa, papá? —preguntó Ellie.

—Estoy decepcionado —respondió—. Había tenido la esperanza de contar, para estos momentos, con una versión completa del traductor, pero hice la suposición de que el meollo de lo que se estaba diciendo se podía determinar sin hacer el seguimiento de todos los clarificadores. Incluir todas esas bandas cortas de colores va, al mismo tiempo, a incrementar las necesidades de espacio para almacenamiento y a retardar de modo importante la traducción. Hasta puedo llegar a tener problemas para diseñar un traductor que opere en tiempo real.

—¿Y qué hay con eso? —preguntó Hércules—. ¿Por qué estás tan preocupado por ese traductor? Ellie y Nicole ya entienden muy bien nuestro idioma.

—En realidad, no —intervino Nicole—. Ellie es la única de nosotros que tiene verdadera fluidez con vuestros colores. Yo todavía estoy aprendiendo día tras día.

—Aunque originariamente empecé este proyecto como si fuera un desafío, tanto como un medio para obligarme a adquirir familiaridad con vuestro idioma —le aclaró Richard a Hércules—, la semana pasada Nicole y yo estábamos hablando sobre lo importante que se volvió el traductor. Ella dice, y estoy de acuerdo, que aquí, en la Ciudad Esmeralda, nuestro clan de seres humanos se está dividiendo en dos grupos. Ellie, Nicole y yo hemos vuelto nuestra vida más interesante debido a la constante interacción con tu especie. El resto de los seres humanos, dentro del cual se cuentan los niños, se mantiene esencialmente aislado. Con el tiempo, si los componentes de ese resto no tienen alguna manera de comunicarse con vosotros, se sentirán insatisfechos o desdichados, o ambas cosas. Un buen traductor automático es la clave que abrirá la vida de ellos en este sitio.

El planisferio estaba arrugado y desgarrado en algunas partes. Patrick ayudó a Nai a desenrollarlo lentamente y a clavarlo con tachuelas en la pared del comedor de ella, que también se usaba como aula para los chicos.

—Nikki, ¿recuerdas qué es esto? —preguntó Nai.

—Claro, señora Watanabe —contestó la niñita—. Es nuestro mapa de la Tierra.

—Benjy, ¿puedes mostrarnos dónde nacieron tus padres y tus abuelos?

—Otra vez no —comentó Galileo entre dientes, pero de modo audible, a Kepler—. Nunca lo va a hacer bien. Es demasiado estúpido.

—¡Galileo Watanabe! —llegó la rápida reacción—. ¡Ve a tu habitación y siéntate en la cama durante quince minutos!

—No importa, Nai —dijo Benjy, mientras iba hacia el mapa—. Ya estoy a-a-cos-costumbrado.

Galileo, de casi siete años según el cómputo humano, se detuvo en la puerta, para ver si la sentencia que se le había aplicado se suspendía.

—¿Qué estás esperando? —lo increpó su madre—. ¡Te dije que te fueras a tu cuarto!

Benjy se paró delante del mapa, permaneciendo en silencio durante unos veinte segundos.

—Mi ma-dre —dijo por fin— nació aquí, en Fr-Francia. —Se alejó un poco del mapa y ubicó los Estados Unidos de Norteamérica, en el lado opuesto del Océano Atlántico.

—Mi pad-dre —continuó— nació aquí, en Bos-ton, en A-mé-ri-ca.

Y empezó a sentarse.

—¿Y qué nos dices de tus abuelos? —le dio pie Nai—. ¿Dónde nacieron?

—La mad-dre de mi mad-dre, mi abe… ab-bue-la nació en… África —se quedó mirando el mapa durante varios segundos—. Pero no re… re-cu-er-do dónde está eso.

—Yo lo sé, señora Watanabe —dijo la pequeña Nikki de inmediato—. ¿Puedo mostrarle a Benjy?

Benjy se dio vuelta y miró a la hermosa niña de cabello negro como ala de cuervo, y sonrió.

—¿Puedes decirm-me a mí, Nik-ki?

La niña se levantó de su asiento y cruzó la habitación. Puso el dedo en la sección occidental de África.

—La madre de Nonni nació aquí —dijo con orgullo—, en este país verde… Se llama Costa de Marfil.

—Eso está muy bien, Nikki —aprobó Nai.

—Lo l-la-ment-to, Nai —se disculpó entonces Benjy—. Est-tuve traba-jando tanto con fra… frac-fracciones que no tuve tem… tiem-po para ge-geo-graf-fía. —Su mirada siguió a su sobrina, de tres años, cuando ella volvía a su asiento. Cuando se dio vuelta para mirar a Nai otra vez, tenía las mejillas mojadas por las lágrimas—. Nai —dijo—, no tengo ganas de es-escu-e-la hoy… Creo que voy a mi pr-propia casa ah-ahora.

—Muy bien, Benjy —accedió Nai con suavidad. Benjy fue hacia la puerta y Patrick empezó a acercarse a su hermano, pero Nai le indicó con un movimiento de la mano que se quedara.

El aula estuvo incómodamente silenciosa durante casi un minuto.

—¿Es mi turno ahora? —preguntó Kepler finalmente.

Nai asintió inclinando levemente la cabeza, y el chico fue hacia el mapa.

—Mi madre nació acá, en Tailandia, en el pueblo de Lamfun. Ahí es donde también nació su padre. Mi abuela por parte de madre también nació en Tailandia, pero en otra ciudad, llamada Chiang Saen. Aquí está, al lado de la frontera con China.

Kepler dio un paso hacia el este y señaló el Japón.

—Mi padre, Kenji Watanabe, así como sus padres, nació en la ciudad japonesa de Kioto.

Luego retrocedió, alejándose del mapa. Parecía estar pugnando por decir algo.

—¿Qué pasa, Kepler? —preguntó Nai.

—Madre —inquirió el chico después de un silencio angustiante—, ¿papito era un mal hombre?

—¿Quééé? —exclamó Nai, completamente estupefacta. Se inclinó hasta ponerse a la altura de su hijo y lo miró directamente en los ojos.

—Tu padre era un ser humano maravilloso… Era inteligente, sensible, cariñoso, ocurrente, una persona verdaderamente principesca. Él…

Nai tuvo que detenerse. Podía sentir sus propias emociones listas para aflorar. Se irguió, miró con fijeza el techo durante un instante, y recuperó la compostura.

—Kepler —dijo entonces—, ¿por qué haces una pregunta semejante? Adorabas a tu padre, ¿cómo es posible que hayas…?

—El tío Max nos dijo que el señor Nakamura vino de Japón. Sabemos que es un hombre malo. Galileo dice que, como papito vino del mismo lugar…

—¡Galileo! —tronó la voz de Nai, asustando a todos los niños. ¡Ven aquí de inmediato!

El niño entró corriendo en la habitación y miró con perplejidad a su madre.

—¿Qué le estuviste diciendo a tu hermano sobre tu padre?

—¿Qué quieres decir? —dijo Galileo, tratando de aparentar inocencia.

—Tú me dijiste que papito puede haber sido un hombre malo, ya que vino de Japón, como el señor Nakamura…

—Bueno, no recuerdo muy claramente a papá. Todo lo que dije es que, a lo mejor…

Nai necesitó de todo su autocontrol para no abofetearlo. Lo sujetó por los hombros y masculló:

—Jovenzuelo, si alguna vez te oigo decir de nuevo una sola palabra contra tu padre…

No pudo terminar la frase. No sabía con qué amenazar o, siquiera, qué decir después. De repente se sintió completamente abrumada por todo lo que había pasado en su vida.

—Siéntense, por favor —indicó al fin a sus mellizos—, y escuchen con mucha atención. —Hizo una profunda inspiración y continuó—. Este mapa que hay en la pared muestra todos los países del planeta Tierra. En cada nación hay toda clase de gente, alguna buena, alguna mala, la mayoría una compleja mezcla de buena y mala. Ningún país tiene solamente gente buena o gente mala. Su padre creció en Japón. Al igual que el señor Nakamura. Estoy de acuerdo con el tío Max en que el señor Nakamura es un hombre malvado, pero el hecho de que sea malo nada tiene que ver con que sea japonés. Su padre, el señor Kenji Watanabe, que también era japonés, era uno de los hombres más buenos que hayan existido. Lamento que no lo puedan recordar, y que nunca supieran cómo era realmente…

Nai se detuvo un instante. Después siguió:

—Yo nunca olvidaré a su padre —dijo en voz más suave, casi como para sí misma—. Todavía puedo verlo volviendo a nuestro hogar de Nuevo Edén, ya avanzada la tarde. Vosotros dos siempre gritaban juntos «Hola, papito, hola papito», cuando él entraba en la casa. Me daba un beso, os levantaba a vosotros dos en los brazos, y se os llevaba al columpio montado en el patio de atrás. Siempre, no importaba cuán difícil hubiera sido su día, vuestro padre era paciente y solícito…

La voz se le fue apagando. Las lágrimas le anegaron los ojos y sintió que empezaba a temblar. Dio media vuelta y quedó mirando el mapa.

—La clase terminó por hoy —anunció.

Media hora después Patrick se paró al lado de Nai, mientras los dos observaban a los mellizos y Nikki jugar en el callejón con una gran pelota azul.

—Lo siento, Patrick —se disculpó Nai—. No esperaba volverme…

—Nada tienes que lamentar —contestó el joven.

—Sí, lo tengo. Hace años me prometí que nunca demostraría tales sentimientos ante Kepler y Galileo. No pueden entender.

—Ya lo olvidaron —señaló Patrick después de un breve silencio—. Míralos, están completamente absorbidos en su juego…

En ese momento los mellizos tenían una de sus típicas disputas.

Como siempre, Galileo estaba tratando de obtener una ventaja, en un juego que no tenía reglas rigurosas. Nikki, parada junto a ellos, seguía cada palabra de su reyerta.

—¡Chicos, chicos! —gritó Nai—. Basta ya… Si no pueden jugar sin discutir, entonces tendrán que venir adentro.

Segundos después, la pelota azul rebotaba por la calle hacia la plaza, y los tres niños corrían jubilosamente detrás de ella.

—¿Querrías algo para beber? —le preguntó Nai a Patrick.

—Sí, querría… ¿tienes más de ese jugo de melón verde claro que Hércules trajo la semana pasada? Era verdaderamente sabroso.

—Sí —contestó Nai, inclinándose hacia el pequeño armario en el que conservaban bebidas frías—. A propósito, ¿dónde está Hércules? No lo veo desde hace varios días.

Patrick rio.

—Tío Richard lo reclutó para que trabaje todo el tiempo en el traductor. Ellie y Archie están allá con ellos todas las tardes. —Le agradeció a Nai el vaso de jugo.

Nai tomó un sorbo de su propia bebida y regresó a la sala de estar.

—Sé que hoy a la mañana quisiste reconfortar a Benjy —dijo—. Te detuve porque conozco tan bien a tu hermano… Es muy orgulloso. No quiere piedad de nadie.

—Entendí.

—Benjy se dio cuenta esta mañana, en algún nivel, de que hasta la pequeña Nikki, a la que todavía considera como un bebé, pronto lo va a sobrepasar en la escuela. El descubrimiento lo conmocionó y le hizo recordar sus limitaciones una vez más.

Nai estaba parada delante del planisferio de la Tierra, fijado en la pared.

—Nada de lo que aparece en este mapa significa algo importante para ti, ¿no? —preguntó.

—Realmente, no. He visto muchas fotografías y películas, claro, y, cuando tenía la edad aproximada de los mellizos, mi padre me habló sobre Boston, sobre el color de las hojas de los árboles de Nueva Inglaterra durante el otoño y sobre el viaje que hizo a Irlanda con su padre… pero mis recuerdos son de otros sitios. El de la madriguera de Nueva York es muy intenso, así como el del asombroso año que pasamos en El Nodo. —Permaneció en silencio un instante—. ¡Y El Águila! ¡Qué ente! Lo recuerdo con más claridad aún que a mi padre.

—Entonces, ¿te consideras un habitante de la Tierra?

—Ésa es una pregunta interesante. Sabes, verdaderamente nunca pensé en eso… Por cierto que me considero un ser humano, pero ¿un habitante de la Tierra…? Creo que no.

Nai extendió el brazo y tocó el mapa.

—Mi ciudad natal de Lamfun, si fuera más grande, aparecería acá, justo al sur de Chiang Mai. A veces no me parece posible que realmente haya vivido ahí durante mi niñez.

Los dedos de la muchacha recorrían el contorno de Tailandia, mientras ella permanecía en silencio al lado de Patrick.

—La otra noche —continuó por fin—, Galileo me tiró un vaso de agua en la cabeza, mientras los bañaba a él y al hermano y, de repente, experimenté un recuerdo increíblemente intenso de los tres días que pasé en Chiang Mai con mis primos, cuando tenía catorce años… Era la época de la festividad del Songkran, en abril, y toda la gente de la ciudad estaba celebrando el Año Nuevo tailandés. Había desfiles y discursos, las cosas de siempre sobre cómo todos los reyes chakri, desde el primer Rama, habían preparado al pueblo tai para el importante papel que iba a desempeñar en el mundo, pero lo que recuerdo con más claridad es que yo estaba viajando de noche por la ciudad, en la parte de atrás de una camioneta eléctrica, junto con mi prima Oni y sus amigas.

Por dondequiera que íbamos le arrojábamos un baldazo de agua a alguien… y los demás nos lo arrojaban a nosotras. Reíamos todo el tiempo.

—¿Por qué todos se tiraban agua? —preguntó Patrick.

—Lo olvidé ahora —admitió Nai, encogiéndose de hombros—. Tenía algo que ver con la ceremonia… Pero la experiencia en sí, las carcajadas compartidas, y hasta cómo me sentía al tener la ropa absolutamente empapada y, de pronto, recibir otro baldazo de agua… todo eso puedo rememorarlo en detalle.

Otra vez quedaron en silencio, mientras Nai alzaba los brazos para sacar el planisferio de la pared.

—Así que supongo que Kepler y Galileo tampoco se van a considerar habitantes de la Tierra —reflexionó. Enrolló el planisferio con mucho cuidado—. Quizás hasta estudiar la geografía y la historia de la Tierra sea una pérdida de tiempo.

—No opino así —replicó Patrick—. ¿Qué otra cosa van a estudiar los chicos? Y, además, todos nosotros precisamos entender de dónde vinimos.

Desde el patio interior, tres rostros jóvenes escudriñaron el interior de la sala de estar.

—¿Ya es la hora de almorzar? —preguntó Galileo.

—Casi —contestó Nai—. Primero vayan y lávense… de a uno por vez —recalcó, mientras los jóvenes pies se iban atronando por el vestíbulo.

Nai se dio vuelta bruscamente y se encontró con Patrick, que la contemplaba de una manera no frecuente en él. Ella sonrió.

—He disfrutado mucho tu compañía esta mañana —declaró—. Hiciste que me resultara más fácil lidiar con todo. —Extendió ambos brazos y tomó las manos de Patrick en las de ella—. Has sido una gran ayuda para mí, para atender a Benjy y a los niños estos dos meses pasados, y sería una necedad de mi parte no reconocer que no me sentí tan sola desde que empezaste a pasar tus días con nosotros.

Patrick dio un desmañado paso hacia Nai, pero ella le retuvo las manos con firmeza donde estaban.

—Aún no —dijo con suavidad—. Todavía es demasiado pronto.