El pequeño transporte sin conductor se detuvo en una plaza circular, desde la cual se extendían calles en cinco direcciones. Una mujer negra con cabello canoso, y su compañera octoaraña, descendieron del coche, dejándolo vacío. Cuando la octoaraña y la mujer caminaron alejándose lentamente de la plaza, el transporte partió con sus luces interiores ahora apagadas.
Una solitaria luciérnaga gigante precedía a Nicole y Doctor Azul, mientras ellos dos continuaban su conversación en la semioscuridad. Nicole tenía la precaución de exagerar cada palabra, de modo que su amigo alienígena no tuviera dificultades para leerle los labios. Doctor Azul contestaba con amplias bandas de colores, utilizando oraciones sencillas que sabía que Nicole entendía.
Cuando llegaron a la primera de cuatro moradas blanco crema de un solo piso, situadas al final del callejón, la octoaraña levantó del suelo uno de sus tentáculos y estrechó la mano de Nicole.
—Buenas noches —contestó Nicole con una débil sonrisa—. Fue un día ajetreado… Gracias por todo.
Después que Doctor Azul entró en su casa, Nicole fue hacia la fuente decorativa que formaba una isla en el centro de la calle y bebió de uno de los cuatro grifos que arrojaban un chorro continuo de agua a la altura de la cintura. Parte del agua que la tocó cayó de vuelta en la pila, produciendo una súbita actividad en el poco profundo estanque. Aun bajo la mortecina luz, Nicole podía ver los seres nadadores que se desplazaban velozmente de un lado a otro. «Los limpiadores están en todas partes», pensó, «especialmente cuando nosotros estamos cerca. El agua que tocó mi cara va a estar purificada en cuestión de segundos».
Se dio la vuelta y se acercó a la más grande de las tres moradas que quedaban en el callejón. Cuando cruzó el umbral de su casa, la luciérnaga exterior voló con rapidez desde el otro extremo de la calle hasta la plaza. En el patio interior, Nicole tocó levemente la pared, una sola vez, y, al cabo de pocos segundos, delante de ella, en el vestíbulo, apareció una luciérnaga más pequeña, que apenas refulgía. Nicole se detuvo en uno de los dos baños de la familia y, después, se paró un instante en el vano de la puerta que daba a la habitación de Benjy. Éste roncaba ruidosamente. Durante casi un minuto, Nicole observó cómo dormía su hijo y, después, continuó por el vestíbulo hasta la alcoba principal, que compartía con su marido.
Richard también estaba dormido. No respondió al suave saludo de Nicole, que se quitó las botas y salió de la habitación. Cuando llegó al estudio, dio dos suaves toques más a la pared, y la iluminación aumentó. El estudio estaba repleto con los componentes electrónicos de Richard, que él había hecho que las octoarañas le juntaran durante un período de varios meses. Nicole rio para sus adentros, mientras pisaba cuidadosamente por entre toda esa cantidad de cosas, para llegar a su propio escritorio. «Richard siempre tiene un proyecto», pensó. «Por lo menos, el traductor va a ser muy útil».
Se sentó en la silla junto al escritorio y abrió la gaveta del medio. Extrajo su computadora portátil, para la cual las octoarañas finalmente habían suministrado corriente nueva y subsistemas aceptables de almacenamiento. Después de traer del menú su diario personal, empezó a escribir en el teclado, echando intermitentes vistazos a la pequeña pantalla del monitor para leer lo que estaba redactando.
DÍA 221
Volví a casa muy tarde y, tal como esperaba, todos están durmiendo. Tuve la tentación de sacarme la ropa y acurrucarme en la cama al lado de Richard, pero el día de hoy fue tan extraordinario, que me siento obligada a escribir mientras mis pensamientos y sensaciones todavía están frescos en mi mente.
Tomé el desayuno aquí, como siempre, con todo nuestro clan de seres humanos, alrededor de una hora después de rayar el alba. Nai hablaba sobre lo que los niños iban a hacer en la escuela antes de su larga siesta, Eponine informó que tanto la acidez estomacal como las náuseas de embarazo habían disminuido, y Richard se quejó de que los «magos biológicos» (nuestras anfitrionas octoaraña, claro) eran mediocres ingenieros en electricidad. Traté de tomar parte en la conversación, pero mi creciente expectación y angustia por las reuniones de hoy a la mañana con los médicos octoaraña seguían ocupando mis pensamientos.
Mi vientre cosquilleaba cuando llegué a la sala de conferencias, en la pirámide, inmediatamente después del desayuno. Doctor Azul y sus colegas médicos estaban prontos, y las octos emprendieron de inmediato una prolongada discusión de lo que habían aprendido de las pruebas hechas a Benjy. La jerga médica ya es suficientemente difícil de entender en el propio idioma de una, por lo que, a veces, me era casi imposible seguir lo que estaban diciendo con sus colores. A menudo tenía que pedirles que repitieran.
No pasó mucho tiempo para que su respuesta se hiciera manifiesta. Sí, las octoarañas pudieron ver, con toda precisión, en qué parte el genoma de Benjy difería del de todos los demás. Sí, coincidían en que la cadena específica de genes del cromosoma 14 era, casi con certeza, la fuente del síndrome de Whittingham. Pero no, y lo lamentaban mucho, no veían manera alguna —ni siquiera recurriendo a algo que interpreté como trasplante de genes— en la que pudieran curar el problema de Benjy. Era demasiado complejo, dijeron, entrañaba demasiadas cadenas de aminoácidos, no tenían suficiente experiencia con seres humanos, había demasiadas probabilidades de que algo pudiera salir terriblemente mal…
Lloré cuando entendí lo que me estaban diciendo. ¿Es que esperaba que me dijeran lo contrario? ¿Creía que, de algún modo, las mismas aptitudes médicas milagrosas que habían liberado a Eponine de la maldición del virus RV-41 podrían tener éxito en la curación del defecto congénito de Benjy? Me di cuenta, en mi desesperación, de que, en verdad, había albergado la esperanza de que ocurriera un milagro, aun cuando mi cerebro reconocía con mucha claridad la diferencia importante que había entre una deficiencia congénita y un virus contraído. Doctor Azul hizo lo mejor que pudo para consolarme. Permití que mis lágrimas de madre brotaran allá, ante las octoarañas, pues sabía que iba a necesitar todas mis fuerzas cuando volviera a casa para contarles a los demás.
Tanto Nai como Eponine supieron el resultado no bien vieron mi rostro. Nai adora a Benjy y nunca deja de elogiar su decisión de aprender, a pesar de los obstáculos. Benjy es sorprendente. Pasa horas y horas en su habitación, trabajando arduamente en todas sus lecciones, luchando durante días para comprender un concepto sobre fracciones o decimales que un niño talentoso de nueve años podría aprender en media hora. Apenas la semana pasada, rebosaba de alegría al mostrarme que podía hallar el mínimo común denominador para sumar las fracciones 1/4, 1/5 y 1/6.
Nai había sido su maestra principal. Eponine, su compinche; Ep probablemente se sentía peor que nadie esta mañana. Había estado segura de que, como las octoarañas la curaron con tanta rapidez, el problema de Benjy también sucumbiría a la magia médica de estos seres. No iba a ser así. Eponine sollozó con tanta intensidad y durante tanto tiempo esta mañana, que me preocupé por el bienestar de su bebé. Se palmeó suavemente el hinchado vientre y me dijo que no me preocupara; rio y acotó que su reacción probablemente se debía, sobre todo, a que las hormonas estaban hiperactivas.
Era evidente que los tres hombres estaban perturbados, pero no dejaban traslucir mucho sus emociones. Patrick salió de la habitación con rapidez, sin decir palabra; Max expresó su decepción con un conjunto desusadamente colorido de malas palabras; Richard se limitó a esbozar una mueca de disgusto y meneó la cabeza.
Todos estuvimos de acuerdo, antes que empezaran, en no decirle a Benjy cuál era el propósito verdadero de todos los exámenes que estaban llevando a cabo las octoarañas. ¿Pudo haberlo sabido? ¿Podría haber conjeturado lo que estaba pasando? Quizá. Pero hoy a la mañana, cuando le dije que las octoarañas habían llegado a la conclusión de que él era un joven sano, nada vi en sus ojos que insinuara, siquiera, que estaba al tanto de lo que había tenido lugar. Después que lo abracé muy fuertemente, luchando contra una nueva oleada de lágrimas que amenazaba destruir mi apariencia, volví a mi habitación y permití que la congoja por la deficiencia de mi hijo me agobiara una vez más.
Estoy segura de que Richard y Doctor Azul conspiraron juntos para mantener mi mente ocupada durante el resto del día. Yo no había estado en mi habitación desde hacía más de veinte minutos, cuando se oyó un suave toque en la puerta. Richard explicó que Doctor Azul estaba en el patio interior y que otras dos octoarañas científicos estaban esperando por mí en la sala de conferencias. ¿Me había olvidado de que para hoy se había programado una detallada presentación sobre el sistema digestivo octoarácnido?
La discusión con las octoarañas resultó ser tan fascinante que, en verdad, pude olvidarme por un rato de que la deficiencia de mi hijo estaba más allá de la magia de su medicina. Los colegas de Doctor Azul me mostraron complejos diagramas anatómicos de las entrañas octoarácnidas, identificando todos los órganos principales de su secuencia digestiva. Los diagramas hechos en una especie de pergamino o cuero, estaban extendidos sobre una mesa grande.
Me explicaron, en su maravilloso idioma de colores, absolutamente todo lo que le ocurre al alimento dentro de su cuerpo.
El rasgo más inusitado del proceso digestivo de las octoarañas consiste en los dos grandes sacos, o amortiguadores, que hay en ambos extremos del sistema. Todo lo que comen va directamente a un amortiguador de ingesta, donde puede reposar durante hasta treinta días. El cuerpo mismo de la octoaraña, en función del nivel de actividad del individuo, determina, en forma automática, la velocidad a la que se va a tener acceso a la comida que hay en el fondo del saco, se la va a descomponer por medios químicos y se la va a distribuir entre las células para suministrarles energía.
En el otro extremo hay un amortiguador de excreción, dentro del cual se descarga todo el material al que el cuerpo de la octoaraña no puede convertir en energía útil. Toda octoaraña saludable, según me enteré, tiene un animal llamado «descomponedor» (ésa es mi mejor traducción de los colores con los que se referían a unos seres diminutos, parecidos a ciempiés, y de los que uno de los médicos depositó dos en mis manos cuando me describían el ciclo de vida de estos seres), que habitan en el amortiguador de excreción. Este animalito nace de un huevo minúsculo que su predecesor depositó dentro de la octoaraña hospedante. El descomponedor es, esencialmente, omnívoro. Consume el noventa y nueve por ciento de los desechos depositados en el amortiguador, durante el mes —medido según la cronología humana— que tarda en llegar a la madurez. Cuando llega a la adultez, el descomponedor deposita dos huevos nuevos, sólo uno de los cuales germina y, después, sale para siempre de la octoaraña en la que estuvo viviendo.
El amortiguador de ingesta está situado justo por detrás y debajo de la boca. Las octoarañas comen muy raramente; sin embargo, lo hacen hasta hartarse cuando tienen comida preparada. Sostuvimos una larga discusión sobre sus hábitos alimentarios. Dos de los hechos que Doctor Azul me contó eran sorprendentes en extremo. Primero, que el amortiguador de ingesta vacío lleva a la octo a una muerte inmediata, y en menos de un minuto; y segundo, que a una octoaraña bebé se le debe enseñar a vigilar el estado de su provisión de alimento. ¡Imagínense, no sabe instintivamente cuándo tiene hambre! Cuando Doctor Azul vio el asombro en mi cara, rio (una secuencia todo revuelta de breves estallidos de color) y, después, se apresuró a asegurarme de que la inanición inesperada no es una de las principales causas de muerte entre las octoarañas.
Después de mi siesta de tres horas (todavía no consigo mantenerme durante el largo día octoarácnido sin dormir un poco… de nuestro grupo, sólo Richard es capaz de abstenerse de la siesta en forma regular), Doctor Azul me informó que, debido a mi vivo interés por el proceso digestivo de sus congéneres, las octoarañas habían decidido mostrarme algunas otras características inusitadas de su biología.
Abordé un transporte con las tres octos, pasé por uno de los portones que salían de nuestra zona y cruzamos la Ciudad Esmeralda. Sospecho que esta salida también fue planeada para mitigar mi decepción por lo de Benjy. Doctor Azul me recordó, mientras viajábamos (me resultaba difícil prestar profunda atención a lo que me estaba diciendo, una vez que estuvimos fuera de nuestra zona hubo toda suerte de seres fascinantes al lado de nuestro vehículo y por la calle, entre ellos muchos de las mismas especies que vi brevemente durante mis primeros momentos en la Ciudad Esmeralda), que las octoarañas eran un género polimorfo y que había seis manifestaciones adultas separadas de la especie octo particular que había colonizado nuestra espacionave Rama.
—Recuerda —me dijo con colores— que una de las posibles variaciones de parámetro es el tamaño.
No era posible que yo pudiera haber estado preparada para lo que vi unos veinte minutos después. Descendimos del transporte afuera de un gran depósito. En cada extremo del edificio, desprovisto de ventanas, había dos octoarañas gigantescas, babeantes, con una cabeza de siete metros de diámetro por lo menos, cuerpo que parecía como un dirigible chiquito y tentáculos largos de color gris pizarra, en vez del negro y dorado usual. Doctor Azul me informó que este morfo en particular tenía una, y sólo una, función, servir como depósito de alimento para la colonia.
—Cada «atiborrado» (mi traducción de los colores de Doctor Azul) puede almacenar una cantidad de alimento equivalente, en una octoaraña común y corriente, a varios centenares de amortiguadores llenos de comida —informó Doctor Azul—. Dado que nuestros amortiguadores individuales de ingesta retienen lo que corresponde a treinta días de sustento normal, cuarenta y cinco en el caso de una dieta de energía reducida, podrás ver qué vasto almacén representa una docena de estos atiborrados.
Mientras yo miraba, cinco octoarañas se acercaron a una de sus enormes hermanas y dijeron algo con colores. En cuestión de segundos, el ente se inclinó hacia adelante, dobló la cabeza hacia abajo, casi hasta el suelo, y arrojó una espesa pasta líquida por la boca agrandada, que estaba justo debajo de su lechosa lente. Las cinco octos de tamaño normal se juntaron en torno del montículo de pasta y se alimentaron con los tentáculos.
—Practicamos esto varias veces por día, con cada atiborrado —dijo Doctor Azul—. Estos morfos deben tener práctica, pues no son muy inteligentes. Puede ser que hayas notado que ninguno de ellos habló con colores. Carecen por completo de la facultad de trasmisión idiomática, y su movilidad es extremadamente limitada. A sus genomas se los diseñó de modo que puedan almacenar alimento en forma eficiente, conservarlo durante largos períodos y regurgitarlo por pedido para alimentar la colonia.
Todavía estaba pensando en los enormes atiborrados, cuando nuestro transporte llegó a lo que se me dijo que era una escuela para octoarañas. Comenté, mientras estábamos cruzando el terreno del edificio, que esa gran construcción parecía desierta. Una de las otras octoarañas médicos dijo algo respecto de que la colonia no había tenido un «reabastecimiento completo reciente», si es que interpreté correctamente los colores, pero nunca recibí una clara explicación de exactamente qué era lo que se había querido decir con esa observación.
Por uno de los extremos de la instalación escolar entramos en un pequeño edificio sin mobiliario. En el interior había dos octoarañas adultas y alrededor de veinte crías, quizá de la mitad del tamaño de sus compañeras más grandes. Por la actividad era evidente que se estaba desarrollando una especie de ejercicio de repetición. No pude seguir, empero, la conversación entre las crías y sus maestros, tanto debido a que las octoarañas estaban utilizando todo su alfabeto, incluidos el ultravioleta y el infrarrojo, como a que el «habla» de las crías no fluía como las bandas nítidas y regulares que yo había aprendido a leer.
Doctor Azul explicó que estábamos asistiendo a parte de la «clase de medición», en la que a las crías se las educaba para efectuar evaluaciones de su propia salud, lo que comprendía la estimación de la magnitud de comida que contenían sus amortiguadores de ingesta. Después de que Doctor Azul me dijo que «medir» era parte integral del plan de aprendizaje para primeros estudios de las crías, averigüé sobre la irregularidad de los colores que exhibían las crías. Doctor Azul me informó que estas octos en particular eran muy jóvenes, que no habían llegado mucho más allá del «primer color», y que apenas si podían comunicar ideas con claridad.
Después que retornamos a la sala de conferencias, se me formuló una serie de preguntas sobre los sistemas digestivos humanos. Las preguntas eran extremadamente complejas (recorrimos, etapa por etapa, el ciclo de Krebs para el ácido cítrico, por ejemplo, y discurrimos sobre otros elementos de la bioquímica humana que apenas podía recordar), y nuevamente me impresionó cuánto más sabían las octoarañas sobre nosotros, que lo que nosotros sabíamos sobre ellas. Como siempre, nunca me fue necesario repetir una respuesta.
¡Qué día! Empezó con el dolor de descubrir que las octoarañas no iban a poder ayudar a Benjy. Más tarde se me hizo recordar cuán flexible es la psiquis humana, cuando realmente se me alzó de mi abatimiento mediante el estímulo de aprender más sobre las octoarañas. Quedé estupefacta por la gama de emociones que poseemos los seres humanos… y con cuánta rapidez podemos cambiar y adaptarnos.
Eponine y yo estábamos hablando anoche sobre nuestra vida aquí, en la Ciudad Esmeralda, y sobre cómo nuestras insólitas condiciones de vida afectarán las aptitudes del hijo que ella está llevando. En un momento dado, Ep meneó la cabeza y sonrió.
—¿Sabes qué es lo asombroso? —dijo—. Henos aquí, un contingente humano aislado, viviendo en dominios alienígenas en el interior de una gigantesca espacionave que se precipita hacia un destino desconocido… Y, sin embargo, nuestros días están llenos de risas, júbilo, tristeza y decepciones, exactamente igual que como serían si estuviéramos aún allá, en la Tierra.
—Esto puede parecer un panqueque[*] —dijo Max—, y puede sentirse como un panqueque cuando se lo pone en la boca por primera vez, pero en realidad esta maldita cosa no tiene el sabor de un panqueque.
—Ponle más dulce —dijo Eponine riendo—, y pasa la bandeja para este lado.
Max le alcanzó los panqueques por encima de la mesa.
—Demonios, francesita —dijo—, estas últimas semanas estuviste comiendo todo lo que te caía bajo los ojos. Si no te conociera bien, pensaría que tú y ese niño nuestro por nacer tienen uno de esos «amortiguadores de ingesta» de los que nos hablaba Nicole.
—Sería útil sin embargo —terció Richard distraídamente—, se podría cargar comida y no tener que detener el trabajo tan sólo porque el estómago lo reclama.
—Este cereal es lo mejor hasta ahora —opinó el pequeño Kepler desde el otro extremo de la mesa—. Apuesto a que hasta a Hércules le gustaría…
—Y hablando de Hércules —interrumpió Max en voz más baja, echando furtivas miradas hacia un extremo y el otro de la mesa—, ¿cuál es el propósito de él, o de eso? Esa condenada octoaraña aparece todas las mañanas, dos horas después del alba, y se limita a quedarse por ahí. Si los niños están teniendo clase con Nai, él se sienta en el fondo del aula…
—Él juega con nosotros, tío Max —gritó Galileo—. En realidad, Hércules es muy divertido. Hace todo lo que le pedimos… Ayer me permitió usar la parte de atrás de su cabeza como bolsa para practicar box.
—Según Archie —terció Nicole, entre bocado y bocado—, Hércules es el observador oficial. Las octoarañas tienen curiosidad por todo. Quieren saber todo sobre nosotros, aun los detalles más insignificantes.
—Eso es grandioso —contestó Max—, pero tenemos un leve problema. Cuando tú, Ellie y Richard se van, ninguno de los que quedamos puede entender lo que nos dice. Oh, sí, claro, Nai conoce algunas frases simples, pero nada que sea complicado. Ayer, por ejemplo, mientras todos los demás estaban haciendo su larga siesta, ese maldito Hércules me siguió hasta el cagadero. Ahora bien, no sé cómo es para vosotros, pero a mí me resulta difícil hacer lo que tengo que hacer cuando alguien, incluso Eponine, me puede oír. Con un alienígena que me está mirando fijo a unos metros de distancia, el esfínter se me paraliza por completo.
—¿Por qué no le dijiste que se fuera? —preguntó Patrick, riendo.
—Lo hice —contestó Max—, pero se limitó a quedarse mirándome fijo, con fluido dándole vueltas dentro de la lente, y siguió repitiendo el mismo patrón cromático que era totalmente ininteligible para mí.
—¿Puedes recordar ese patrón? —preguntó Ellie—. A lo mejor te puedo aclarar qué te estaba diciendo.
—Demonios, no, no puedo recordarlo. Además, ahora no tiene la menor importancia, no estoy sentado aquí tratando de cagar.
Los mellizos Watanabe prorrumpieron en aullidos de risa y Eponine miró con desaprobación a su marido. Benjy, que había dicho muy poco durante el desayuno, pidió permiso para retirarse.
—¿Estás bien, querido? —preguntó Nicole.
El niño-hombre asintió con una leve inclinación de cabeza y salió del comedor, yéndose hacia su dormitorio.
—¿Sabe algo? —preguntó Nai en tono quedo.
Nicole lo negó, con rápida sacudida de la cabeza, y se dio la vuelta hacia su nieta.
—¿Terminaste tu desayuno, Nikki?
—Sí, Nonni —contesto a niñita. Ella también pidió permiso para retirarse e, instantes después, se le unieron Kepler y Galileo.
—Creo que Benjy sabe más de lo que cualquiera de nosotros está dispuesto a reconocerle —manifestó Max no bien los chicos se fueron.
—Puede que tengas razón —asintió Nicole en tono suave—. Pero ayer, cuando hablé con él, no vi señal de que… —Se detuvo en mitad de la frase y se volvió hacia Eponine.
—A propósito, ¿cómo te sientes tú esta mañana?
—Fantástico —contestó Eponine—. El bebé estuvo muy activo antes del alba. Pateó con fuerza durante casi una hora… Hasta pude observar sus pies moviéndose por mi panza. Traté de hacer que Max sintiera una de sus patadas, pero él fue demasiado tímido.
—¿Y ahora por qué hablas del bebé llamándolo «él», francesita, cuando sabes muy bien que quiero una niñita que se parezca exactamente a ti…?
—No te creo ni por un instante, Max Puckett —lo interrumpió Eponine— únicamente dices que quieres tener una niña, de modo de no decepcionarte. Nada te complacería más que un varón al que pudieras criar para que fuera tu compinche… Además, como ya sabes, es práctica frecuente hablar de el bebé, cuando el sexo no es conocido o no está especificado.
—Lo que me lleva a otra pregunta para nuestras expertas en octoarañas —dijo Max, después de tomar un sorbo de cuasicafé. Primero le lanzó una mirada a Ellie y, después, a Nicole—. ¿Alguna de vosotras sabe de qué sexo, si es que lo tienen, podrían ser nuestras amigas octoarañas? —Rio—. Por cierto que en su cuerpo desnudo no he visto cosa alguna que me dé un indicio…
Ellie negó sacudiendo la cabeza.
—En realidad, no lo sé, Max. Archie me dijo que Jamie no es su hijo, y que tampoco lo es de Doctor Azul, no, por lo menos, en el sentido biológico más estricto.
—Así que Jamie debe de ser adoptado —dedujo Max—. Pero ¿es Archie el hombre y Doctor Azul la mujer, o viceversa…? ¿O es que los vecinos de al lado son una pareja de homosexuales que está criando un hijo?
—Quizá las octoarañas no tengan lo que llamamos sexo —intervino Patrick.
—Entonces, ¿de dónde vienen las nuevas octoarañas? —preguntó Max—. Sin duda, no es que sencillamente se materializan de la nada.
—Las octoarañas son tan evolucionadas en el aspecto biológico —explicó Richard— que pueden tener un proceso de reproducción que a nosotros nos parezca mágico.
—Varias veces le pregunté a Doctor Azul respecto de su reproducción —intervino Nicole—. Dice que es un tema complicado, en especial desde el momento en que las octoarañas son polimorfas, y que me lo van a explicar después que yo entienda los demás aspectos de su biología.
—Ahora, si yo fuese una octoaraña —dijo Max con una amplia sonrisa—, querría ser uno de esos patanes gordos que Nicole vio ayer. ¿No sería grandioso que la única función que uno tuviera que desempeñar en la vida fuese la de comer y comer, almacenando comida para todos tus hermanos de congregación…? ¡Qué vida! Allá en Arkansas conocí al hijo de un criador de cerdos, que era como un atiborrado, con la única diferencia de que conservaba toda la comida para sí; ni siquiera la compartía con los cerdos… Creo que pesaba casi trescientos kilos cuando murió, a la edad de treinta años.
Eponine terminó su panqueque.
—Los chistes sobre gordos en presencia de una mujer embarazada demuestran falta de sensibilidad —afirmó, fingiendo indignación.
—¡Oh, demonios, Ep! —se defendió Max—, tú sabes que nada de esa basura rige más. Aquí, en Ciudad Esmeralda, somos animales de zoológico y estamos obligados a vivir todos juntos. Los seres humanos únicamente se preocupan por el aspecto que tienen si les preocupa que los comparen con alguien más.
Nai pidió permiso para levantarse de la mesa.
—Tengo que completar algunos preparativos más para las lecciones de hoy de los niños —se excusó—. Nikki va a comenzar con el sonido de las consonantes. Ya pasó con facilidad los ejercicios de repetición del alfabeto.
—De tal madre, tal hija —dijo Max. Después que Patrick salió del comedor, dejando nada más que a las dos parejas y a Ellie a la mesa, Max se inclinó hacia adelante, con una sonrisa maliciosa en el rostro.
»¿Mis ojos me están engañando o el joven Patrick está pasando mucho más tiempo con Nai que el que pasaba cuando recién llegamos?
—Estoy convencida de que tienes razón, Max —convino Ellie—. Observé lo mismo. Él me dijo que se siente útil ayudando a Nai con Benjy y los chicos. Después de todo, tú y Eponine están absorbidos el uno con el otro y con el hijo que está por venir, mi tiempo está completamente ocupado entre Nikki y las octoarañas, mamá y papá siempre están atareados…
—No entiendes lo que quiero decir, jovencita —aclaró Max—, me estoy preguntando si tenemos otra pareja formándose en nuestro seno.
—¿Patrick y Nai? —preguntó Richard, como si la idea se le acabara de ocurrir por primera vez.
—Sí, querido —asintió Nicole, y rio—. Richard pertenece a esa categoría de genios que poseen aptitudes de observación muy selectiva. Ningún detalle de uno de sus proyectos, no importa cuán pequeño, se le escapa. No obstante, no alcanza a ver modificaciones evidentes en la conducta de la gente. Recuerdo una vez, en Nuevo Edén, cuando Katie empezó a usar vestidos muy escotados…
Nicole se detuvo. Todavía le era difícil hablar de Katie sin ponerse emotiva.
—Tanto Kepler como Galileo se dieron cuenta de que Patrick anda rondando todo el día —atestiguó Eponine—. Nai dice que Galileo se puso sumamente celoso.
—¿Y qué hace Nai respecto de las atenciones de Patrick? —preguntó Nicole—. ¿Está feliz con ellas?
—Ya conoces a Nai, siempre amable, siempre pensando en los demás. Creo que se preocupa por cómo cualquier posible relación entre Patrick y ella pueda afectar a los mellizos.
Todas las miradas se dirigieron hacia el visitante que apareció en el vano de la puerta.
—Bueno, bueno. Buenos días, Hércules —saludó Max, levantándose de su silla—. ¡Qué agradable sorpresa!… ¿Qué puedo hacer por ti esta mañana?
La octoaraña entró en el comedor, mientras los colores se deslizaban alrededor de su cabeza.
—Dice que vino para ayudar a Richard con su traductor automático —tradujo Ellie—… especialmente con las partes que están fuera del espectro que nos es visible.