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—Biología para las luces, biología para el equipo de labranza y construcción… ¿no tienes la impresión de que nuestras amigas, las octoarañas, o quizá, lo que fuere que está por encima de ellas en alguna asombrosa jerarquía simbiótica, son los grandes biólogos de la galaxia?

—No lo sé, Richard —respondió Nicole, cuando terminó su desayuno—. Pero por cierto que parece como si su evolución tecnológica hubiera seguido una trayectoria netamente diferente de la nuestra.

Ambos habían observado, admirados, cuando la gigantesca luciérnaga, al oír los primeros movimientos de la pareja después de dormir, se autoencendió y tomó su acostumbrada posición de revoloteo por encima de ellos. Minutos después, un segundo ser, similar al primero, se les acercó desde el sur. Entonces las dos luces se combinaron para brindar una iluminación local equivalente a la luz del día en Nuevo Edén.

Tanto Richard como Nicole habían dormido bien y estaban muy descansados. Sus dos guías los llevaron por senderos que cruzaban varios kilómetros más de campos, entre ellos uno que se caracterizaba por la presencia de hierbas de más de tres metros de alto. Cien metros después de hacer una cerrada curva hacia la izquierda entre las hierbas altas, se encontraron en el borde de un vasto ordenamiento de tanques de agua poco profundos, que se extendía por delante hasta donde podía alcanzar la vista.

Caminaron hacia la izquierda durante varios minutos, hasta que llegaron a lo que Richard identificó correctamente como el ángulo nordeste del ordenamiento. El sistema consistía en una serie de tanques rectangulares largos y estrechos, fabricados con una aleación metálica gris. Cada uno de los tanques individuales del ordenamiento tenía alrededor de veinte metros de ancho, en la dirección este-oeste, y varios centenares de metros de largo. Los tanques tenían un metro de alto y en sus tres cuartas partes estaban llenos con un líquido que parecía ser agua. En los cuatro vértices de cada rectángulo estrecho había cilindros rojos gruesos y brillantes, de dos metros de alto quizá, rematados con esferas blancas.

Richard y Nicole recorrieron por completo los ciento sesenta metros que había de este a oeste, examinando cada tanque y los ocho postes cilíndricos gruesos que señalaban el sitio en el que tanques adyacentes compartían lados comunes. Nada vieron en los tanques, salvo agua.

—¿Así que ésta es una especie de planta de purificación? —conjeturó Nicole.

—Lo dudo —contestó Richard. Se detuvieron en el borde occidental—. Mira esa masa de piezas pequeñas, elaboradas con mucho detalle, fijada en la pared interior de este tanque, justo adelante del cilindro… Yo supondría que ésos son una especie de complicados componentes electrónicos, no habría necesidad de todo eso en un simple sistema de purificación de agua.

Nicole miró a su marido con desconfianza.

—Oh, vamos, Richard, ése es todo un salto gigantesco de fe en ti mismo. ¿Cómo te animas a afirmar que conoces el funcionamiento de un montón de garabatos tridimensionales puestos en el interior de un tanque alienígena de agua?

—Dije que estaba suponiendo —respondió Richard con una carcajada—. Sólo estaba tratando de insistir en el hecho de que éste parece ser un lugar demasiado complejo como para purificar agua.

Las luces de guía instaban a seguir hacia el sur. La segunda fila de tanques estrechos tampoco contenía otra cosa más que agua. Sin embargo, cuando llegaron al tercer conjunto de tanques rectangulares y postes cilíndricos, descubrieron que el agua tenía diminutas esferas de muchos colores cubiertas de pelusa. Richard se subió una manga y metió la mano en el agua, extrayendo varios centenares de esos objetos.

—Éstos son huevos —afirmó Nicole—. Lo sé con la misma certeza con la que tú supiste que esos aparatitos que había en la cara interior de las paredes de los tanques eran componentes electrónicos.

Richard volvió a reír.

—Mira —dijo, poniendo su montículo de pequeños objetos ante los ojos de Nicole—. Realmente hay sólo cinco clases diferentes, si los estudias de cerca.

—¿Cinco clases diferentes de qué?

Las cosas parecidas a huevos llenaban toda la longitud del tercer conjunto de tanques. Cuando Richard y Nicole se aproximaban a la cuarta hilera de cilindros y a otro conjunto de tanques, que estaban varios centenares de metros hacia el sur, ambos se sentían cansados.

—Si no vemos algo nuevo aquí —propuso Nicole—, ¿qué te parece si almorzamos?

—Trato hecho.

Pero ya pudieron discernir algo nuevo cuando todavía estaban a cincuenta metros de la cuarta hilera de tanques. Un vehículo robot cuadrado, quizá de treinta centímetros de longitud y de ancho, y diez centímetros de alto, se desplazaba raudamente de un lado a otro entre los postes cilíndricos:

—Ya sabía yo que esos carriles eran para alguna clase de vehículo —apuntó Nicole, tomándole el pelo a Richard.

Éste estaba demasiado fascinado como para responder. Además del robot corredor, que cada tres minutos, más o menos, describía un ciclo completo de este a oeste a través del ordenamiento, había varias maravillas más para contemplar. Cada uno de los tanques individuales estaba subdividido en dos partes largas, mediante un cerco de alambre tejido paralelo a las paredes, que era nada más que un poco más alto que el nivel del agua. De un lado del cerco había un enjambre de diminutos seres nadadores de cinco colores diferentes. Del otro lado, círculos centelleantes, parecidos a erizos de mar aplanados, estaban esparcidos por toda la longitud del tanque. El cerco estaba colocado de modo tal que los tres cuartos del volumen del tanque estuvieran a disposición de los círculos centelleantes, dándoles mucho más lugar para maniobrar que a los densamente amontonados nadadores.

Richard y Nicole se inclinaron para estudiar la actividad. Los erizos se desplazaban en todas direcciones. Como el agua estaba atestada con tantos seres y con mucha actividad, tardaron varios minutos en percibir el patrón común. A intervalos irregulares, cada uno de los erizos se autopropulsaba por encima del cerco usando las cilias en forma de látigos que tenían debajo y, mientras se sujetaban del cerco, empleaban otro par de cilias para capturar un diminuto nadador y hacerlo pasar por uno de los agujeros del cerco. Mientras el erizo estaba aferrado, su luz se amortiguaba; si permanecía ahí el tiempo suficiente y capturaba varios nadadores para comerlos, entonces su destello se desvanecía por completo.

—Observa lo que ocurre ahora, cuando deja el cerco —le hizo notar Richard a Nicole, señalando un erizo en particular, que se encontraba justo debajo de ellos—. Mientras nada junto con los compañeros, su luz se regenera lentamente.

Richard se apresuró a volver al poste cilíndrico más próximo, se puso de rodillas y cavó en el suelo con una de las herramientas que llevaba en la mochila.

—Hay mucho más de este sistema debajo —dijo, entusiasmado—. Apuesto a que todo este ordenamiento es parte de un gigantesco generador de electricidad.

Dio tres zancadas, medidas, hacia el sur, registró su posición con todo cuidado y se inclinó sobre el tanque para contar los erizos aplanados que había en la región existente entre el polo cilíndrico y él mismo. Era un cómputo difícil, debido al constante movimiento de los centelleantes círculos.

—A grosso modo, trescientos en tres metros de longitud de tanque, lo que hace un total aproximado de veinticinco mil por tanque completo o bien, doscientos mil en una hilera completa —calculó.

—¿Supones que estos postes cilíndricos son una especie de sistema de almacenamiento? ¿Cómo pilas secas?

—Probablemente. ¡Qué idea fabulosa! Hallar un ser vivo que genere electricidad internamente. Forzarlo a que entregue la carga que tiene acumulada para poder comer. ¿Qué podría ser mejor?

—Y ese vehículo robot que va de acá para allá entre los postes, ¿cuál es su propósito?

—Yo diría que es una especie de monitor.

Almorzaron y después terminaron la inspección de la supuesta planta de electricidad. En total había ocho columnas y ocho filas en el ordenamiento, lo que daba una cantidad de sesenta y cuatro tanques. Sólo veinte estaban activos en ese momento.

—Mucha capacidad en exceso —comentó Richard—. Sus ingenieros entienden con claridad los conceptos de crecimiento y margen.

Las luciérnagas gigantescas enfilaron hacia el este, siguiendo lo que aparentaba ser una especie de carretera principal. Dos veces Richard y Nicole se encontraron con pequeños rebaños de los grandes seres parecidos a hormigas, que iban en dirección opuesta, pero no hubo interacciones.

—¿Esos seres tendrán la inteligencia suficiente como para operar sin supervisión? —preguntó Nicole—, ¿o simplemente no se nos permite ver a los seres, quienesquiera que sean, que les dan órdenes?

—Ésa es una pregunta interesante —consideró Richard—. ¿Recuerdas lo rápido que la octoaraña se acercó a la cosa-parecida-a-una-hormiga, cuando la golpeó la pelota? A lo mejor tienen alguna forma limitada de inteligencia, pero no pueden funcionar bien en ambientes nuevos o desconocidos.

—¿Cómo alguna gente que conocemos? —rio Nicole.

La larga marcha hacia el este terminó cuando las dos luces de guía revolotearon sobre un campo grande de polvo, situado justo al salir de la carretera. Estaba vacío, salvo por lo que, a la distancia, parecía ser cuarenta postes de meta de rugby cubiertos con hiedra, dispuestos en cinco filas de ocho postes cada una.

—¿Podrías buscar información en la guía de turismo, por favor? —bromeó Richard—. Resulta más fácil entender lo que estamos viendo si primero leemos sobre eso.

Nicole sonrió.

—Realmente están haciéndonos dar una especie de paseo, ¿no? ¿Por qué supones que nuestros anfitriones quieren que veamos todo esto?

Richard permaneció en silencio un instante.

—Estoy absolutamente seguro de que las octoarañas son las dueñas y señoras de todo este territorio —dijo por fin—, o, por lo menos, que son la especie dominante de una complicada jerarquía. Quienquiera que fuese que nos eligió personalmente para esta excursión, debe de creer que informarnos sobre su capacidad hará más fáciles las futuras interacciones.

—Pero si en realidad se trata de las octoarañas —objetó Nicole—, ¿por qué sencillamente no nos secuestran a todos, como hicieron con Ellie y Eponine?

—No lo sé. A lo mejor su sentido de la moralidad es mucho más complicado de lo que imaginamos.

Ambas luciérnagas gigantes estaban danzando en el aire, sobre la colección de postes de meta cubiertos por hiedra.

—Creo que nuestras guías turísticas se están poniendo impacientes —dedujo Nicole.

Si no hubieran estado tan fatigados por los dos días de ardua caminata, y si aún no hubieran visto tantos lugares interesantes en ese mundo alienígena del hemicilindro austral de Rama, habrían quedado tan cautivados como abrumados por la compleja simbiosis que descubrieron en las siguientes horas.

Lo que recubría por completo los postes de meta no era hiedra. Lo que desde cierta distancia parecía ser hojas eran, en realidad, pequeños nidos en forma de cono, hechos por miles de diminutos seres semejantes a áfidos, que se adherían entre sí para formar el nido mediante la sustancia dulce, pegajosa, parecida a la miel, que los seres humanos se habían deleitado comiendo debajo de la cúpula. Los áfidos extraterrestres la fabricaban en grandes cantidades, como parte de su actividad diurna normal.

Durante el tiempo en que Richard y Nicole estuvieron mirando, convoyes de gorgojos, que vivían en montículos de varios metros de alto alrededor de todo el enclave, salían abruptamente de sus hogares cada cuarenta minutos, más o menos, y se arrastraban por encima de toda la superficie de los postes, recogiendo el exceso de sustancia pegajosa que caía de los nidos. Los seres gorgojo, que tenían unos diez centímetros de largo cuando estaban vacíos, se hinchaban hasta alcanzar el triple o el cuádruple de su tamaño normal, antes de completar su ciclo de recolección y de regurgitar el contenido de sus expandidos cuerpos en tinas hundidas al pie de los postes.

No hablaron mucho mientras observaban la actividad. Todo el sistema biológico que se exhibía ante ellos era, al mismo tiempo, intrincado y maravilloso, otro ejemplo de los asombrosos avances en simbiosis que habían logrado sus anfitriones.

—Apuesto —dijo un agotado Richard, mientras él y Nicole se preparaban para dormir no lejos de uno de los montículos de los gorgojos— a que si esperamos el tiempo suficiente, alguna bestia de carga hará su aparición para extraer del suelo las tinas de esta miel, o lo que sea, para, después, transportarlas a otro sitio.

Mientras yacían lado a lado en el polvo, observaron que las dos luciérnagas descendían a lo lejos. Entonces, todo se puso súbitamente oscuro.

—No puedo creer que todo esto haya ocurrido —dijo Nicole—, no en otro planeta. No en alguna parte. La evolución natural simplemente no produce la clase de armonía interespecífica que hemos presenciado estos dos últimos días.

—¿Qué estás sugiriendo, querida? ¿Qué a todos estos seres de alguna manera se los diseñó, como máquinas, para desempeñar sus funciones?

—Es la única explicación que puedo aceptar. Las octoarañas, o alguien, deben de haber alcanzado el nivel en el que pueden manipular los genes para producir una planta o un animal que haga exactamente lo que quieren. ¿Por qué esas cosas-como-gorgojos depositan la sustancia melosa en las tinas? ¿Cuál es su rédito biológico por ese acto?

—Se los debe de recompensar en alguna otra forma que todavía no hemos descubierto.

—Por supuesto. Y detrás de esa compensación hay algún increíble arquitecto o ingeniero en sistemas biológicos que está sintonizando todas las interrelaciones, no sólo de modo que cada especie esté feliz, no importa cómo elijamos definir esa palabra, sino, también, de modo que los arquitectos extraigan algún provecho como, por citar algo, alimento, en forma de un exceso de miel… Ahora bien, ¿crees que sería posible que esa clase de ascenso a niveles óptimos pueda tener lugar sin que intervenga una ingeniería genética muy compleja?

Richard permaneció en silencio durante casi un minuto.

—Imagina —comenzó al fin— un ingeniero en biología muy experto sentado ante un teclado, diseñando un organismo vivo que satisfaga ciertas especificaciones sistémicas… Es un concepto que a uno lo deja pasmado.

Una vez más, los gorgojos salieron en masa de sus montículos, esquivando a duras penas a los seres humanos acostados mientras corrían hacia los postes de meta y hacia su tarea de recolección. Nicole los observó hasta que desaparecieron en la oscuridad. Después bostezó y se acurrucó sobre un costado. Antes de dormirse, pensó:

«Nosotros, los seres humanos, ingresamos en una nueva era: en lo futuro, toda la historia se va a registrar como aC, “antes del Contacto”, y dC, “después del Contacto”, pues a partir de ese primer instante en el que supimos, inequívocamente, que algunas sustancias químicas simples habían ascendido hasta el nivel de adquisición de conciencia e inteligencia en alguna otra parte de la vastedad de nuestro universo, la historia pasada de nuestra especie se convirtió nada más que en un paradigma aislado, un fragmento pequeño y relativamente insignificante del tapiz infinito que describe la asombrosa variedad de vida sensible».

Después del desayuno, a la mañana siguiente, Richard y Nicole discurrieron brevemente sobre su cada vez más escasa provisión de alimentos y, entonces, decidieron tomar un poco de la sustancia melosa de una de las tinas.

—Imagino que si no se espera que hagamos esto —dijo Nicole, echando un vistazo en derredor mientras llenaba un pequeño recipiente—, algún policía alienígena vendrá a impedirlo.

Sus luces de guía al principio se desplazaron directamente hacia el sur, guiándolos hacia un bosque espeso de árboles muy altos, que se extendía en dirección este-oeste hasta tan lejos como llegaba la vista. Las luciérnagas doblaron hacia la derecha y volaron en forma paralela a la línea hasta la que llegaban los árboles. El bosque que los dos seres humanos tenían a su izquierda era oscuro y amenazador. De vez en cuando oían sonidos extraños, fuertes, que provenían del interior de esa parte del bosque.

Una vez, Richard se detuvo y fue hasta donde empezaba la espesa vegetación. Entre los árboles había muchas plantas más chicas, con hojas grandes en colores verde, rojo y marrón, así como varias clases diferentes de enredaderas que enlazaban entre sí las ramas medias y superiores de los árboles. Richard dio un salto hacia atrás, cuando oyó un aullido agudo que sonó como si hubiera estado a no más que unos metros de distancia. Los ojos de Richard escudriñaron el bosque, pero no pudieron hallar el origen del aullido.

—Hay algo misterioso en relación con este bosque —señaló, volviendo junto a Nicole—; da la sensación de estar fuera de lugar, como si no perteneciera a este sitio.

Durante más de una hora, las luciérnagas siguieron volando hacia el oeste. Los rarísimos sonidos se hacían más frecuentes a medida que Richard y Nicole caminaban trabajosamente, en silencio.

«Richard tiene razón», pensó Nicole, fatigada, en un momento dado. Contempló la estructura y el orden de los campos que tenía a la derecha y los comparó con el crecimiento indisciplinado de los que tenía a la izquierda. «Hay algo diferente e inquietante en este bosque».

Tomaron un breve descanso en mitad de la mañana. Richard calculó que, desde que despertaron, ya habían caminado más de cinco kilómetros. Nicole quiso un poco de la miel fresca que Richard llevaba en la mochila.

—Me duelen los pies —declaró, una vez que comió y tomó un largo trago de agua—, y las piernas no dejaron de dolerme durante toda la noche. Espero que lleguemos a donde estamos yendo antes que pase mucho más tiempo.

—Yo también estoy cansado, pero no lo estamos haciendo mal, si se tiene en cuenta que somos una pareja que está en los comienzos de los sesenta.

—En estos momentos me siento mucho más vieja que eso —dijo Nicole. Se puso de pie y se desperezó—. ¿Sabes?, nuestro corazón debe de tener casi noventa años. Puede no haber trabajado mucho durante todo ese tiempo que pasamos dormidos, pero, de todos modos, tenía que seguir bombeando.

Mientras hablaban, un extraño animalito esférico que tenía un único ojo, pelambre blanca y enrulada, y una docena de patas larguiruchas salió como una flecha del bosque próximo y arrebató el recipiente con miel. Él y el alimento desaparecieron en un santiamén.

—¿Qué fue eso? —preguntó Nicole, todavía sobresaltada.

—Algo que tiene debilidad por los dulces —contestó Richard. Se quedó con la mirada fija en el bosque, donde el animal había desaparecido—. No hay la menor duda de que por ahí hay otro mundo.

Media hora más tarde, el par de luciérnagas viró hacia la izquierda y revoloteó sobre un sendero que llevaba hacia el interior del bosque. El sendero tenía cinco metros de ancho y corría rodeado por densa vegetación. La intuición le decía a Nicole que no siguiera a las luciérnagas, pero no dijo nada. Su recelo aumentó cuando, después que Richard y ella dieron un par de pasos adentrándose en el bosque, de todos los árboles que los rodeaban surgió una erupción de ruidos. La pareja humana se detuvo, se tomó de las manos y escuchó.

—Parece como pájaros, monos y ranas —dijo Richard.

—Deben de estar señalando nuestra presencia —añadió Nicole. Se dio vuelta y miró hacia atrás—. ¿Estás seguro de que estamos haciendo lo debido?

Richard señaló las luces que tenían al frente.

—Estuvimos siguiendo a esos bichos durante dos días y medio; no tiene mucha lógica perder la confianza en ellos ahora.

Reanudaron la marcha por el sendero. Los graznidos, aullidos y cantos de ranas los acompañaron. De vez en cuando, la clase de follaje que tenían a ambos lados cambiaba un poco, pero siempre permanecía denso y oscuro.

—Debe de haber un grupo de jardineros alienígenas —dijo Richard en un momento dado— que trabaja varias veces por semana en el sector que rodea este sendero. Mira lo perfectamente podados que están todos los arbustos y árboles… No sobresalen un ápice hacia el espacio aéreo que hay sobre nuestra cabeza.

—Richard —dijo Nicole un rato después—, si los sonidos que estamos oyendo provienen de animales alienígenas, ¿por qué nunca vemos alguno? Ni uno solo cruzó por el sendero. —Se agachó y examinó la tierra que tenía a sus pies—. Y aquí no hay evidencias de forma alguna de vida animal, ni ahora ni nunca… Ni siquiera una hormiga…

—Debemos de estar caminando por un sendero mágico —apuntó Richard con una sonrisa—. A lo mejor conduce a una casa de mazapán en la que vive una bruja vieja y malvada… Cantemos, Gretel, y quizá nos sentiremos mejor.

El sendero, que había sido absolutamente recto durante algo así como el primer kilómetro, empezó a serpentear. Debido a su tortuosidad, los sonidos de los seres del bosque rodearon a Richard y Nicole. Richard cantaba canciones populares de sus años de adolescencia en Gran Bretaña; Nicole se le unía parte del tiempo, cuando conocía la canción pero, fundamentalmente, para liberar la energía tratando de contener su angustia cada vez mayor. Se ordenó a sí misma no pensar en qué blanco fácil serían para cualquier animal alienígena grande que pudiera estar acechando en el bosque.

De repente, Richard se detuvo. Hizo dos aspiraciones profundas de aire por la nariz, llenándose los pulmones.

—¿Hueles eso? —preguntó.

Ella olfateó el aire.

—Sí, lo huelo… Se parece un poco al aroma de gardenias.

—Sólo que mucho mejor —dijo Richard—. Es absolutamente divino.

Delante de ellos el sendero doblaba bruscamente hacia la derecha. En el recodo había un gran matorral cubierto con enormes flores amarillas, las primeras que Richard y Nicole veían desde que entraron en el bosque. Cada flor tenía el tamaño de una pelota de baloncesto. A medida que la pareja humana se acercaba al arbusto, el seductor aroma se intensificaba.

Richard no pudo contenerse. Antes que Nicole pudiera decir algo, salió unos metros del sendero, hundió la cara en una de las enormes flores e inhaló profundamente. El aroma era magnífico. Mientras tanto, una de las luciérnagas desandó el camino y empezó a zigzaguear en el cielo sobre ellos.

—No creo que nuestras guías aprueben tu intempestiva salida —dijo Nicole.

—Probablemente no —contestó Richard—, pero valió la pena.

Más flores, de todos los tamaños, formas y colores, empezaron a aparecer en ambos lados del sendero. Ninguno de los dos había visto jamás tal profusión de color. Al mismo tiempo, los sonidos disminuyeron de intensidad; poco más tarde, cuando estaban en medio de la región de las flores, los ruidos desaparecieron por completo.

El sendero se estrechó hasta quedar en un par de metros, apenas el ancho suficiente como para que la pareja caminara lado a lado sin rozar las plantas en las que crecían las flores. Richard salió varias veces del camino para inspeccionar u oler alguna, o para hacer ambas cosas a la vez. Cada excursión hacía que las luciérnagas regresaran en picada hacia la pareja. A pesar del entusiasmo de Richard por sus viajes hacia el interior del bosque, Nicole hacía caso de las guías y se mantenía en el sendero.

Richard estaba a unos ocho metros hacia la izquierda, tratando de hacer una observación más detallada de una flor gigantesca que parecía una alfombra oriental, cuando desapareció de la vista.

—¡Auch! —le oyó gritar Nicole, cuando cayó al suelo.

—¿Estás bien? —preguntó ella de inmediato.

—Sí. Acabo de tropezar con unas enredaderas y caí sobre un montón de espinas… El arbusto que me rodea tiene hojas rojas, así como flores diminutas, rarísimas, que parecen balas… A propósito, tienen olor a canela.

—¿Necesitas ayuda? —preguntó Nicole.

—No… Voy a levantarme de aquí en un abrir y cerrar de ojos.

Nicole echó un vistazo hacia lo alto y observó que una de las luciérnagas se alejaba volando con suma celeridad. «¿Qué pasa ahora?», se estaba preguntando, cuando oyó a Richard otra vez.

—Puede que necesite algo de ayuda, después de todo. Parece que estoy trabado.

Nicole dio un cauteloso paso fuera del sendero. La luciérnaga que quedaba se volvió loca, lanzándose en picada hasta casi tocarle la cara. Nicole quedó temporalmente cegada.

—¡No vengas para acá, Nicole! —exclamó Richard bruscamente segundos después—. A menos que esté perdiendo la razón, creo que esta planta se está preparando para comerme.

—¿¡Qué!? —chilló Nicole, ahora asustada—. ¿Hablas en serio? —Aguardó con impaciencia a que sus ojos se recuperaran del exceso de luz.

—Sí, hablo en serio —contestó Richard—. Vuelve al sendero… Este extraño arbusto enrolló zarcillos amarillos en torno de mis brazos y piernas… algunos bichos que se arrastran ya están bebiendo la sangre causada por las espinas… y hay una abertura en el arbusto, hacia la que se me está arrastrando lentamente, que parece un primo lejano de las bocas, más desagradables, que vi en los jardines zoológicos… Hasta puedo ver algunos dientes.

Nicole podía oír el pánico en la voz de Richard. Dio otro paso en dirección de él pero, una vez más, la luciérnaga la cegó.

—¡No puedo ver en absoluto! —gritó—. ¿Richard, estás ahí todavía?

—Sí, pero no sé por cuánto tiempo más.

Oyeron el sonido de animales que se desplazaban con celeridad por el bosque, junto con un gemido muy agudo y, después, tres figuras oscuras armadas con peculiares armas rodearon a Richard. Las octoarañas atacaron al arbusto carnívoro con rociadores. En cuestión de segundos, el arbusto soltó a Richard y escondió la boca detrás de sus muchas ramas.

Richard salió a los tropezones y abrazó fuertemente a Nicole. Ambos gritaron «¡Gracias!», mientras las tres octoarañas se desvanecían en el bosque con la misma rapidez con que habían aparecido. Ni Richard ni Nicole advirtieron que las dos luciérnagas otra vez estaban revoloteando sobre sus cabezas.

Nicole examinó a Richard cuidadosamente, pero no encontró nada, salvo cortes y raspones.

—Creo que me voy a quedar en el sendero por un rato —declaró Richard, esbozando una sonrisa.

—Probablemente ésa no es una mala idea —contestó Nicole.

Conversaban sobre lo que había pasado, mientras seguían caminando a través del bosque. Richard todavía estaba perturbado.

—Las ramas que estaban cerca de mi hombro izquierdo se apartaron —contó—, y entonces apareció ese agujero que, al principio, tenía el tamaño de una pelota de béisbol, pero, a medida que la acción ondulatoria me transportaba en esa dirección, el agujero se hacía más grande. —Se estremeció—. Ahí fue cuando vi los dientecitos, ubicados todo alrededor de la circunferencia. Justo empecé a pensar en qué se sentiría al ser comido, cuando llegaron nuestras amigas, las octoarañas.

—Pero entonces, ¿qué pasa aquí? —dijo Nicole poco después. Habían salido de la región de las flores, y otra vez estaban rodeados por árboles y follaje de jungla e intermitentes ruidos de animales.

—No tengo la más remota idea —contestó Richard.

El bosque terminó bruscamente, justo cuando empezaban a sentirse insoportablemente hambrientos. Salieron a una llanura vacía. Delante de ellos, a unos dos kilómetros quizá, una gran cúpula verde ocupaba todo el campo visual.

—Ahora qué es…

—Es la Ciudad Esmeralda, querida —dijo Richard—. Naturalmente, la reconoces de la antigua película… Y dentro de ella está el Mago de Oz, listo para concedernos todos los deseos.

Nicole sonrió y besó a su marido.

—El mago era falso, ya sabes. En realidad, no tenía poder alguno.

—Eso se presta a un debate —adujo Richard con amplia sonrisa.

Mientras hablaban, las dos luces que los guiaban volaron rápidamente hacia la cúpula verde, dejándolos en una semioscuridad, de modo que extrajeron las linternas de las mochilas.

—Algo me dice que estamos cerca del final de nuestra caminata —dijo Richard, avanzando a zancadas hacia la Ciudad Esmeralda.

Desde una distancia de más de un kilómetro pudieron ver los portones mediante los prismáticos y empezaron a sentirse animados.

—¿Crees que ésa es la ciudad de origen de las octoarañas? —preguntó Nicole.

—Por cierto que sí. Debe de ser un sitio digno de verse. La parte más alta de esa cúpula verde está por lo menos a trescientos metros sobre el suelo. Yo diría que la superficie que hay por debajo supera los diez kilómetros cuadrados…

—Richard —se inquietó Nicole, cuando estaban a nada más que unos seiscientos metros de distancia—, ¿cuál es tu plan? ¿Simplemente vamos a acercamos y llamar a la puerta?

—¿Por qué no? —respondió Richard, acelerando el paso.

Al llegar a unos doscientos metros de la ciudad, el portón se abrió y surgieron tres figuras. Richard y Nicole oyeron un grito cuando una de las figuras empezó a caminar velozmente hacia ellos. Richard se detuvo y volvió a usar los prismáticos.

—¡Es Ellie! —gritó—. Y Eponine… ¡Están con una octoaraña!

Nicole ya había dejado caer la mochila y empezado a cruzar la llanura rápidamente. Apretó entre los brazos a su amada hija y la levantó del suelo con la fuerza del abrazo.

—Oh, Ellie, Ellie —dijo, y las lágrimas se derramaron como un río por sus mejillas.