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En la mañana, el subterráneo regresó con nueva comida y agua. Después que partió y que todos inspeccionaron la estructura cilíndrica, Max argumentó que había llegado la hora de que los seres humanos demostraran que estaban «cansados de ser empujados de un lado para otro» por las octoarañas, y sugirió que él, y quienquiera que quisiera acompañarlo, tomaran el único rifle que quedaba y marcharan de regreso por el túnel que pasaba debajo del Mar Cilíndrico.

—Pero ¿qué es, con exactitud, lo que tratas de conseguir? —preguntó Richard.

—Quiero que me capturen y me lleven al sitio en el que retienen a Eponine y Ellie; entonces sabré con certeza si están bien. Los sueños de Nicole realmente no son suficiente…

—Pero, Max —replicó Richard—, tu plan no es lógico. Piensa en ello. Aun suponiendo que no te atropelle el subterráneo mientras estás en el túnel, ¿cómo les vas a explicar lo que quieres a las octoarañas?

—Tenía la esperanza de obtener algo de ayuda de ti, Richard —dijo Max—. Recuerdo cómo tú y Nicole se comunicaron con los avianos. A lo mejor yo podría utilizar tu pericia con la computadora para que me hagas una imagen por gráficos de Eponine. Entonces, podría mostrársela a las octoarañas empleando mi monitor…

Nicole percibió la súplica en la voz de Max. Tocó la mano de Richard y dijo:

—¿Por qué no? Alguien podría explorar a dónde lleva la escalera, mientras tú creas para Max imágenes por computadora de Eponine y Ellie.

—Me gustaría ir con Max —declaró Robert Turner de repente—. Si existe la más mínima posibilidad de encontrar a Ellie, quiero aprovecharla… Nikki va a estar perfectamente bien aquí, con sus abuelos.

Aunque tanto Richard como Nicole se sentían preocupados por lo que estaban oyendo, prefirieron no expresar su angustia delante de todos los demás. A Patrick se le pidió que subiera por la escalera y efectuara una exploración mínima, mientras Richard ejecutaba su magia con las representaciones gráficas por computadora. Max y Robert fueron a sus dormitorios para prepararse para su travesía. Nicole y Nai quedaron solas con Benjy y los niños en la cámara principal.

—Crees que es un error que Max y Robert regresen, ¿no, Nicole? —la pregunta de Nai se formuló, como siempre, en el tono cortés que caracterizaba la personalidad de la madre de los mellizos.

—Sí; pero no estoy segura de que mis pensamientos sean adecuados en esta situación. Para ellos es importante que se tome alguna acción dirigida a reunirlos con sus compañeras… incluso si la acción no tiene mucha lógica.

—¿Qué crees que pueda ocurrirles? —preguntó Nai.

—No sé, pero no creo que Max y Robert encuentren a Eponine y Ellie. En mi opinión, cada una de las mujeres fue secuestrada por un motivo específico… Si bien no tengo la más remota idea de cuáles fueron esos motivos, estoy convencida de que las octoarañas no les harán daño y que, con el tiempo, nos las van a devolver.

—Eres muy confiada —opinó Nai.

—En realidad, no. Mis experiencias con las octoarañas me llevaron a la convicción de que estamos tratando con una especie dotada de un elevado sentido de la moralidad. Admito que los secuestros no parecen estar de acuerdo con esa imagen y no culpo ni a Max ni a Robert por arribar a sus propias, y muy diferentes, conclusiones sobre las octoarañas, pero apostaría a que, a la larga, hasta vamos a entender el propósito de los secuestros.

—Mientras tanto —dijo Nai—, enfrentamos una situación difícil. Si tanto Max como Robert se van y nunca vuelven…

—Lo sé —la interrumpió Nicole—, pero no hay nada que realmente podamos hacer al respecto. Han tomado la decisión, Max en particular, de que tienen que emitir hoy una especie de declaración. Es un poco anticuado, hasta machista, pero comprensible. El resto de nosotros debe adaptarse a las necesidades de ellos, aun si, en nuestra opinión, sus actos parecen caprichosos.

Patrick volvió en menos de una hora. Informó que la escalera terminaba en un rellano que se estrechaba hasta convertirse en un pasillo detrás de la cúpula. Ese pasillo desembocaba en otra escalera, más chica, que ascendía otros diez metros y entraba en una cabaña con forma de iglú, a unos cincuenta metros al sur del acantilado que daba al Mar Cilíndrico.

—¿Y qué tal estaba ahí afuera, en Rama? —preguntó Richard.

—Igual que en el norte, frío, alrededor de cinco grados Celsius estimaría yo, y oscuro, con nada más que indicios de luz de fondo… La cabaña iglú es abrigada y está bien iluminada; hay camas y un solo baño, indudablemente diseñados para nosotros, pero, en total, no hay mucho espacio habitable.

—¿No hay otros corredores o pasadizos? —preguntó Max.

—No.

—El ti-o Ri-Richard hizo lindas im-imá-genes de El-lie y Epo-Eponine —le informó entonces Benjy a su hermano—. Deberí-í-as verlas.

Max oprimió dos botones en su computadora portátil, y apareció una excelente versión del rostro de Eponine.

—Richard no representó bien los ojos de Eponine la primera vez —dijo Max—, pero se los hice arreglar… Ellie fue una representación mucho más fácil para él.

—¿Así que están completamente listos para ir? —preguntó Patrick.

—Prácticamente, sí. Vamos a esperar hasta la mañana, de modo que la luz proveniente de esta sala ilumine más del túnel.

—¿Cuánto tiempo creen que va a ser necesario para llegar al otro lado?

—Una hora, o algo así, caminando rápido —calculó Max—. Espero que Robert pueda hacerlo.

—¿Y qué van a hacer si oyen que se acerca el subterráneo? —preguntó Patrick.

—No hay mucho que podamos hacer —contestó Max, encogiendo los hombros en señal de no concederle importancia al asunto—. Ya hemos explorado el túnel, y hay muy poco espacio libre. Tu tío Richard dice que tenemos que depender del «sistema de protección contra fallas» del subterráneo.

Durante la cena se produjo una discusión respecto del rifle. Tanto Richard como Nicole se oponían decididamente a que Max lo llevara no porque particularmente desearan que el arma permaneciera con el resto de la familia, sino, en cambio, porque temían un «incidente» que, en última instancia, podría afectar a todos. Richard no tuvo mucho tacto para expresar sus observaciones y eso irritó a Max.

—Así que, Señor Experto —replicó éste en un momento dado—, ¿tendrías inconveniente en expresarme cómo es que sabes que mi rifle va a ser «inútil» para encontrar a Eponine?

—¡Max! —gritó Richard—, las octoarañas deben…

—Déjame a mí, por favor, querido —intercedió Nicole—. Max —dijo con un tono más suave—, no puedo imaginar una situación en la que el rifle les represente una utilidad en este viaje. Si tuvieran que habérselas con las octoarañas, de la manera que fuese, entonces deben de ser hostiles, y el destino, tanto de Eponine como de Ellie, se habría decidido hace mucho… Simplemente no queremos…

—¿Qué pasa si nos topamos con algunos otros seres hostiles que no sean octoarañas —arguyó Max, con tozudez—, y tenemos que protegernos…? ¿O si necesitara usar el rifle para hacer, de alguna manera, una señal a Robert? Se me ocurren muchas situaciones…

El grupo no consiguió resolver la controversia. Richard todavía se sentía frustrado cuando Nicole y él se desvestían para irse a la cama.

—¿Max no puede entender —dijo Richard—, que el verdadero motivo por el que quiere llevar un arma es para que le dé una sensación de seguridad… y una sensación falsa, si es por eso? ¿Qué pasará si hace algo precipitado y las octoarañas nos retiran los alimentos y el agua?

—No podemos preocuparnos por eso ahora, Richard. En esta etapa no creo que haya algo que podamos hacer, excepto pedirle a Max que sea cuidadoso y recordarle que es nuestro representante. Nada de cuanto se le diga le va a hacer cambiar de idea.

—Entonces, quizá debamos pedir una votación para decidir si debe llevar el rifle o no, y mostrarle que todos se oponen a lo que está haciendo.

—Mi instinto me dice —contestó rápidamente Nicole— que cualquier especie de voto sería totalmente contraproducente para manejar a Max. Él ya percibe lo que opinan todos. Una censura coordinada lo segregaría y podría hacer más factible que ocurra un «incidente»… No, querido, en este caso sólo podemos albergar la esperanza de que no suceda algo adverso.

Richard permaneció en silencio durante casi un minuto.

—Supongo que tienes razón —aceptó por fin—… como siempre… Buenas noches, Nicole.

—Aguardaremos aquí, juntos, cuarenta y ocho horas —les decía Richard a Max y Robert—. Después de ese lapso, algunos podremos empezar a mudar nuestras cosas al iglú de arriba.

—Muy bien —convino Max, ajustándose las correas de la mochila. Sonrió—. Y no se preocupen, no le voy a disparar ni a una sola de tus amigas octoarañas… a menos que sea absolutamente necesario. —Se volvió hacia Robert—. Bueno, amigo, ¿estás listo para una aventura?

Robert no parecía estar cómodo llevando su mochila. Se inclinó de modo desmañado y alzó a su hija.

—Papito solamente se va a ir por un ratito, Nikki —dijo—. Tanto Nonni como Boobah se van a quedar aquí contigo.

Justo antes de que los dos hombres partieran, Galileo vino corriendo desde el otro lado de la cámara, llevando una pequeña mochila sobre la espalda.

—Yo voy también —gritaba—. Quiero pelear con las octoarañas.

Todos rieron, mientras Nai le explicaba por qué no podía ir con Max y Robert. Patrick suavizó la decepción del chico al decirle que podía ser el primero en subir por la escalera, cuando la familia se mudara al iglú.

Los dos hombres penetraron rápidamente en el túnel. Durante los primeros centenares de metros caminaron en silencio, entretenidos con los fascinantes seres marinos que había del otro lado del plástico o vidrio transparente. Dos veces Max tuvo que detenerse para esperar a Robert, que estaba en mal estado atlético. No se toparon con subterráneo alguno. Después de algo más de una hora, el haz de sus linternas iluminó la primera estación, del otro lado del Mar Cilíndrico. Cuando estaban a unos cincuenta metros del andén, todas las luces se encendieron y pudieron ver a dónde iban.

—Richard y Nicole visitaron este lugar —dijo Max—. Detrás de la arcada hay una especie de patio interior y, después, un laberinto de corredores rojos.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —preguntó Robert. Estaba fuera de su elemento y se sentía completamente satisfecho de que Max estuviera al mando.

—No lo he decidido con exactitud. Supongo que vamos a explorar un rato, y a tener la esperanza de encontrar alguna octoaraña.

Para gran sorpresa de Max, más allá del andén de la estación, en mitad del piso del patio interior, había pintado un gran círculo azul del que salía una gruesa línea del mismo color, que doblaba hacia la derecha en el comienzo del laberinto de corredores rojos.

—Richard y Nicole nunca mencionaron una línea azul —comentó.

—Evidentemente es un conjunto de instrucciones a prueba de idiotas —aventuró Robert y rio con nerviosidad—. Seguir la línea azul gruesa es tan fácil como seguir el camino de ladrillos amarillos.[5]

Entraron en el primer corredor. La línea azul pintada en el centro del piso se extendía unos cien metros por delante de ellos y, después, doblaba a la izquierda en una intersección lejana.

—Crees que debemos seguir la línea, ¿no? —lo consultó Max.

—¿Por qué no? —contestó Robert, dando unos pasos por el corredor.

—Es demasiado obvio —opinó Max, tanto para sí como para su compañero. Aferró su rifle y siguió a Robert.

—Oye —continuó, después que dieron su primera vuelta hacia la izquierda—, tú no crees que a esta línea se la puso aquí específicamente para nosotros, ¿no?

—No —contestó Robert, deteniéndose un instante—. ¿Cómo pudo haber sabido alguien que veníamos nosotros?

—Eso es, precisamente, lo que me preguntaba —masculló Max.

Caminaron en silencio y dieron tres vueltas más siguiendo la línea azul antes de llegar a una arcada que estaba a un metro y medio del suelo. Se agacharon e ingresaron en una sala con techos y paredes rojo oscuro. La línea azul gruesa terminaba en un círculo azul grande que había en mitad de la sala.

Menos de un segundo después que ambos se hubieran parado en el círculo, se apagaron las luces de la sala. Una tosca película muda, cuya imagen ocupaba alrededor de un metro cuadrado, apareció de inmediato en la pared que estaba directamente enfrente de Max y Robert. En el centro de la imagen estaban Eponine y Ellie, ambas vestidas con extrañas ropas amarillas, parecidas a batas. Estaban conversando entre sí y con alguna persona, o cosa, desconocida que tenían a su derecha. Instantes después, las dos mujeres se desplazaron unos metros hacia su derecha, más allá de una octoaraña, y aparecieron al lado de un extraño animal gordo, vagamente parecido a una vaca, que tenía una parte inferior plana y blanca. Ellie apoyó una lapicera, parecida a una serpiente, en la superficie blanca, la apretó muchas veces y escribió el siguiente mensaje: «No se preocupen. Estamos bien». Las dos mujeres sonrieron y la imagen terminó bruscamente un segundo después.

Mientras Max y Robert permanecían estupefactos en la sala, la película, de noventa segundos de duración, se repitió por completo dos veces. Para el momento de la segunda repetición, los hombres habían logrado recuperarse lo suficiente como para poder prestar atención a los detalles. Cuando la película hubo terminado, las luces volvieron a iluminar la sala roja.

—¡Jesucristo! —masculló Max, sacudiendo la cabeza por el asombro.

Robert estaba alborozado.

—¡Está viva! —exclamó—. ¡Ellie está viva aún!

—Si es que podemos tenerle fe a lo acabamos de ver —observó Max.

—Oh, vamos, Max —lo reconvino Robert varios segundos después—, ¿qué posible razón podrían tener las octoarañas para hacer una película así que nos engañe? ¿Acaso no les sería mucho más fácil no hacer nada?

—No lo sé —contestó Max—, pero respóndeme una pregunta, ¿cómo supieron que nosotros dos, viniendo aquí juntos en este momento, estábamos preocupados por Ellie y Eponine? Sólo hay dos explicaciones posibles, o bien han estado vigilando todo lo que estuvimos haciendo y diciendo desde que entramos en su madriguera, o bien alguien…

—… de nuestro grupo estuvo suministrando información a las octoarañas. Max, seguramente no creerás, ni por un instante, que Richard o Nicole…

—No, claro que no —lo interrumpió Max—, pero también me está resultando muy cuesta arriba entender cómo se nos estuvo observando tan cuidadosamente. No hemos visto sugerencia alguna de dispositivos de escucha furtiva… A menos que haya trasmisores muy complejos implantados en nosotros o adentro de nosotros, nada de esto tiene la más mínima lógica.

—¿Pero cómo podrían haberlo hecho sin que lo supiéramos?

—¡Qué mierda sé! —contestó Max, agachándose para pasar por la arcada. Se irguió cuando estuvo en el corredor rojo, en el lado opuesto—. Ahora, a menos que mi suposición sea incorrecta, ese condenado subterráneo nos va a estar esperando cuando lleguemos a la estación, y se esperará que volvamos pacíficamente con los demás. Todo esto es sencillamente demasiado bonito y pulcro.

Max estaba en lo cierto. El subterráneo estaba estacionado con la puerta abierta cuando Robert y él doblaron hacia el patio interior, al salir del dédalo de corredores rojos. Max se detuvo. Tenía un fulgor salvaje en los ojos.

—No voy a subir en ese maldito tren —declaró en voz baja.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Robert, un tanto asustado.

—Voy a regresar al laberinto —contestó Max. Apretó el rifle, giró sobre sus talones y volvió corriendo al corredor. Se apartó de la línea azul y corrió unos cincuenta metros, antes de que la primera octoaraña apareciera ante él. Prontamente se le unieron varias octos más, que se extendieron a lo ancho del corredor, de un extremo al otro. Empezaron a moverse hacia Max.

Éste se detuvo, miró las octoarañas que avanzaban y, después, echó un vistazo hacia atrás. En el extremo opuesto del corredor, otro grupo de octoarañas se estaba desplazando hacia él.

—¡Esperen nada más que un maldito minuto! —les gritó—. Tengo algo para decir. Ustedes deben de entender, por lo menos parte, de nuestro idioma, o nunca hubieran podido deducir que estábamos viniendo aquí… No estoy satisfecho. Quiero pruebas de que Eponine está viva…

Las octoarañas, con la cabeza recorrida por ondas de colores, casi estaban encima de él. Una oleada de miedo lo recorrió, y disparó el rifle al aire, a guisa de advertencia. No más de dos segundos después sintió un agudo pinchazo en la nuca y se desplomó de inmediato en el piso.

Robert, cuya indecisión lo hizo quedarse en la estación, corrió por el andén cuando oyó el sonido de disparos. Al llegar al corredor rojo vio dos octoarañas que levantaban del piso a Max. Se hizo a un lado cuando los extraterrestres transportaron a Max al interior del subterráneo y, con delicadeza, lo depositaron en un rincón del coche. Después hicieron gestos señalando la puerta abierta del subterráneo y Robert ascendió al interior, al lado de su amigo. Menos de diez minutos después habían regresado a la cámara situada debajo de la cúpula arco iris.