Pasaron varias horas antes que Patrick pudiera recomponer un relato coherente sobre lo ocurrido después que la partida de exploración hubo abandonado la sala del museo.
Nai todavía estaba al borde de la conmoción nerviosa; Robert no podía hablar durante más de un minuto sin prorrumpir en llanto, y tanto los mellizos como Benjy interrumpían frecuentemente, a menudo diciendo cosas sin sentido. Al principio, todo lo que Patrick supo con certeza fue que las octoarañas habían venido y no sólo secuestrado a Ellie sino, también, llevado a los avianos, los melones maná y el material del sésil. Finalmente, empero, y después de reiteradas indagaciones, creyó entender la mayoría de los detalles de lo acontecido.
Aparentemente, alrededor de una hora después que hubieron partido los cinco exploradores —lo que debió de haber sido durante el lapso en el que Richard, Patrick y los demás estaban en el andén del subterráneo—, los seres humanos que quedaron en la sala del museo oyeron el sonido de escobillas que se arrastraban del otro lado de la puerta. Cuando Ellie salió a investigar, vio octoarañas que se acercaban desde ambas direcciones. Regresó con la noticia a la sala y trató de calmar a Benjy y los niños.
Cuando la primera octoaraña apareció en la entrada, todos los seres humanos se apartaron lo más que pudieron, haciendo lugar para las nueve o diez octos que ingresaron. Al principio, esos seres se mantuvieron unidos formando un grupo, la cabeza brillante con los mensajes móviles, de colores, que usaban para comunicarse. Al cabo de unos minutos, una de las octoarañas se adelantó un poco, señaló directamente a Ellie, levantando para ello uno de sus tentáculos negros y dorados y, después, ejecutó una larga secuencia de colores que se repitió con rapidez. Según Nai, Ellie conjeturó (Robert, por otro lado, insistía en que, de algún modo, Ellie supo lo que estaba diciendo la octoaraña) que los alienígenas estaban pidiendo los melones maná y el material del sésil. Los recogió del rincón y los entregó a la octoaraña principal, que tomó los objetos en tres de sus tentáculos («algo digno de verse», declaró Robert, «el modo en que usan esas cosas con forma de trompa y las cilias que tienen en la parte de abajo») y los pasó a sus subordinadas.
Ellie y los demás creyeron que, entonces, las octoarañas se irían, pero se equivocaron lamentablemente. La octo principal siguió parada frente a Ellie e hizo destellar sus mensajes de color. Otro par de octoarañas empezó a desplazarse con lentitud en dirección de Tammy y Timmy.
—¡No! —gritó Ellie—, ¡no pueden!
Pero era demasiado tarde. Cada una de las dos octoarañas envolvió con muchos de sus tentáculos a los pichones y después, sin prestar atención a parloteos y chillidos, se llevaron a los dos avianos. Galileo Watanabe se lanzó a la carrera y atacó a la octoaraña que tenía tres de sus tentáculos enrollados en torno de Timmy. La octo sencillamente usó un cuarto tentáculo para levantar del piso al niño y se lo entregó a otra de sus colegas. Galileo fue pasado entre ellas hasta que se lo volvió a bajar, indemne, en el rincón opuesto del aposento. Los intrusos permitieron que Nai acudiera corriendo a confortar a su hijo.
Para entonces, tanto tres o cuatro octoarañas, así como los avianos, los melones y el material del sésil, habían desaparecido en el vestíbulo. Todavía quedaban seis de los alienígenas en la habitación. Durante cerca de diez minutos hablaron entre ellos. En todo ese tiempo, según Robert («No estaba prestando plena atención», dijo Nai, «estaba demasiado asustada y preocupada por mis hijos»), Ellie estuvo observando los mensajes de color que se intercambiaban las octoarañas. En un momento dado, Ellie llevó a Nikki hacia Robert y la puso en brazos del padre.
—Creo que entiendo un poco de lo que están diciendo —informó Ellie (la acotación también le pertenece a Robert), con el rostro completamente pálido—; también intentan llevarme a mí.
Una vez más, la octoaraña principal se acercó a ellos y empezó a hablar en colores, concentrándose, aparentemente, en Ellie. Qué ocurrió exactamente durante los diez minutos siguientes, fue tema de considerable controversia entre Nai y Robert, con Benjy tomando partido, mayormente, por Nai. En la versión de Nai, Ellie trató de proteger a todos los demás que estaban en la habitación y hacer una especie de pacto con las octoarañas. Con repetidos ademanes, así como con palabras, les dijo que iría con ellas siempre y cuando las octoarañas garantizaran que a todos los demás seres humanos que había en la habitación se les permitiría abandonar la madriguera sanos y salvos.
—Ellie fue explícita —insistió Nai—; especificó que estábamos atrapados y no teníamos suficiente comida. Por desgracia, la apresaron antes de que se hubiera podido asegurar de que las octoarañas habían entendido el trato.
—Eres ingenua, Nai —manifestó Robert, con la mirada extraviada por la confusión y el dolor—. No comprendes lo siniestros que son realmente esos seres. Hipnotizaron a Ellie. Sí, lo hicieron, durante la primera parte de la visita, cuando ella miraba sus colores con tanta atención. Te lo digo, no estaba en sus cabales. Toda esa cháchara sobre garantizarnos a todos un pasadizo seguro fue un subterfugio. Ella quiso ir con ellos. Le alteraron la personalidad ahí mismo, en el acto, con esos extravagantes patrones de colores… y nadie lo vio salvo yo.
Patrick descartó la versión de Robert, en gran medida porque el marido de Ellie estaba muy perturbado. Nai, empero, concordaba con Robert en los dos últimos puntos. Ellie no luchó ni protestó después que la primera octoaraña la envolvió con los tentáculos, y antes de desaparecer de la sala les recitó a sus compañeros una larga lista de nimiedades relacionadas con el cuidado de Nikki.
—¿Cómo puede alguien que esté en sus cabales —arguyó Robert—, después de haber sido apresada por un ser de otro planeta, recitar a toda velocidad qué mantas abraza la hija cuando duerme, cuándo Nikki fue de cuerpo por última vez y otras cosas por el estilo…? Es obvio que estaba hipnotizada, narcotizada o algo así.
La narración de cómo ocurrió que todos estuvieran en el rellano de debajo de la salida obturada fue relativamente sencilla. Cuando las octoarañas se fueron con Ellie, Benjy salió corriendo al corredor, chillando, aullando y atacando en vano la retaguardia de las octos. Robert se le unió y los dos siguieron todo el tiempo a Ellie y al contingente alienígena hasta la sala catedral. El portón que daba al cuarto túnel estaba abierto. Con cuatro tentáculos largos, una de las octoarañas mantuvo a distancia a Benjy y Robert, mientras las demás partían. Entonces, la última cerró y trabó el portón detrás de sí.
El paseo en subterráneo resultó regocijante para Max, le hacía recordar un viaje que había hecho a los diez años a un gran parque de diversiones, en las afueras de Little Rock. El tren estaba suspendido sobre lo que parecía ser una cinta de metal, y no tocaba cosa alguna mientras se desplazaba con gran velocidad por el túnel. Richard conjeturó que, de alguna manera, era impulsado por magnetismo.
El subterráneo se detuvo después de unos dos minutos y la puerta se abrió rápidamente. Los cuatro exploradores vieron un andén sin detalles, de color blanco crema, detrás del cual había una arcada de unos tres metros de alto.
—Supongo que, según el plan A —dijo Max—, Eponine y yo debemos salir aquí.
—Sí —convino Richard—. Naturalmente, si el subterráneo no vuelve a moverse, entonces Nicole y yo nos reuniremos con vosotros dentro de poco.
Max tomó la mano de Eponine y bajó con cautela al andén. No bien se apartaron del subterráneo, la puerta se cerró. Varios segundos después, el tren se alejó como una exhalación.
—Bueno, ¿no es romántico? —comentó Max, después que se despidieron de Richard y Nicole agitando las manos—. Henos aquí, sólo nosotros dos, por fin completamente solos. —Rodeó a Eponine con los brazos y la besó. Luego dijo—: Simplemente quiero que sepas, francesita, que te amo. No tengo la menor idea de dónde mierda estamos, pero, dondequiera que sea, estoy contento de estar aquí contigo.
Eponine rio.
—En el orfanato tuve una amiga cuya fantasía era la de estar completamente sola, en una isla desierta, con un famoso actor francés llamado Marcel duBois, que tenía un tórax enorme y brazos como troncos. Me pregunto cómo se habría sentido ella en este lugar. —Miró en derredor y agregó—: Imagino que tendremos que pasar por debajo de la arcada.
Max se encogió de hombros.
—A menos que aparezca un conejo blanco al que podamos seguir hacia alguna clase de agujero…
En el otro lado de la arcada había una gran sala rectangular con paredes azules. Estaba completamente vacía y sólo tenía una salida a través de un portal abierto, que daba a un corredor estrecho e iluminado que corría paralelo al túnel del subterráneo. Todas las paredes de ese corredor, que continuaba en ambas direcciones hasta tan lejos como Max y Eponine alcanzaban a ver, eran del mismo color azul que las de la sala de abajo de la arcada.
—¿Hacia qué lado vamos? —preguntó Max.
—En esta dirección puedo ver lo que parecen ser dos puertas que llevan hacia afuera del subterráneo —contestó Eponine, señalando hacia su derecha.
Y también hay otras dos en esta dirección —señaló él, mirando hacia la izquierda—. ¿Por qué no vamos hasta el primer portal, miramos detrás y después decidimos la estrategia a seguir?
Tomados del brazo caminaron cincuenta metros por el corredor azul. Lo que vieron cuando llegaron al portal siguiente los consternó. Otro corredor azul idéntico, con portales ocasionales en toda su longitud, se extendía delante de ellos durante muchos metros.
—¡Mierda! —exclamó Max—, estamos a punto de entrar en una especie de laberinto… Pero no queremos perdernos.
—Entonces, ¿qué crees que debemos hacer? —preguntó Eponine.
—Creo… —contestó Max, vacilante—, creo que debemos fumar un cigarrillo y conversar sobre este asunto.
Eponine rio.
—No podría estar más de acuerdo contigo —dijo.
Avanzaron con mucha cautela. Cada vez que doblaban y entraban en otro corredor azul, Max trazaba marcas en la pared con el lápiz labial de Eponine, para indicar toda la trayectoria de regreso a la sala que estaba detrás de la arcada. También insistió en que Eponine, que era más diestra con la computadora que él, conservara registros duplicados en su computadora portátil.
—Para el caso de que venga algo que borre mis marcas —explicó Max.
Al principio, su aventura era divertida, y las dos primeras veces que volvieron sobre sus pasos hasta la arcada, nada más que para comprobar que lo podían hacer, experimentaron una cierta sensación de logro pero, después de una hora, más o menos, cuando cada vuelta seguía produciendo otro escenario azul idéntico a los demás, el deleite empezó a menguar. Finalmente se detuvieron, se sentaron en el piso y compartieron otro cigarrillo.
—Pregunto, ¿por qué un ser inteligente —planteó Max, exhalando anillos de humo en el aire— tendría que crear un sitio como éste…? O bien estamos interviniendo, sin darnos cuenta, en alguna clase de prueba de laboratorio…
—O bien aquí hay algo que no quieren que se descubra con facilidad —completó Eponine. Le sacó el cigarrillo y dio una profunda pitada—. Ahora, si ése es el caso —prosiguió—, entonces debe de existir un código sencillo que defina la ubicación del lugar o de la cosa especial, un código como el de esas antiguas cerraduras de combinación, dos a la derecha, cuatro a la izquierda, y…
—Así sin parar hasta la mañana siguiente —interrumpió Max con una amplia sonrisa. La besó brevemente y después se irguió—. Así que lo que deberíamos hacer es suponer que estamos buscando algo especial, y organizar nuestra búsqueda en forma lógica.
Cuando Eponine estuvo de pie, miró a Max con la frente fruncida por la duda.
—¿Qué quiere decir, con exactitud, esa última frase que formulaste?
—No estoy seguro —contestó Max, lanzando una carcajada—, pero no puedes negar que sonó inteligente.
Estuvieron recorriendo corredores azules de punta a punta durante casi dos horas, cuando decidieron que era hora de comer. Apenas habían empezado su almuerzo de alimentos ramanos, cuando hacia su izquierda, en una intersección completa de corredores, vieron pasar algo. Max se puso de pie de un salto y corrió hacia la intersección. Llegó no más que unos segundos después que un diminuto vehículo, de diez centímetros de altura quizá, girara hacia la derecha, entrando en el siguiente vestíbulo cercano. Max corrió desmañadamente hacia adelante, para llegar apenas a ver el vehículo desaparecer debajo de una arcada pequeña, recortada en la pared de otro corredor azul, a unos veinte metros de distancia.
—Ven aquí —le aulló a Eponine—. Encontré algo.
Con presteza, ella estuvo a su lado. La parte superior de la arcada pequeña practicada en la pared se alzaba nada más que veinticinco centímetros sobre el piso, así que tuvieron que ponerse de rodillas y, después, inclinarse algo más, para ver adónde había ido el vehículo. Lo que vieron primero fue cincuenta o sesenta diminutos seres, del tamaño aproximado de hormigas, que bajaban del vehículo, parecido a un autobús, para después dispersarse en todas direcciones.
—¿Qué demonios es esto? —exclamó Max.
—Mira —dijo Eponine, excitada—. Mira con cuidado… Esos seres chiquititos son octoarañas… ¿Ves…? Se parecen exactamente a la que me describiste…
—Pues, ¿quién demonios lo diría? Tienes razón… Deben de ser octoarañas bebés.
—No lo creo —contestó Eponine—. El modo en que entran en esas colmenas pequeñas, o casas, o lo que sean… Mira, hay una especie de canal, y un barco…
—¡La cámara! —gritó Max—. ¡Vuelve y trae la cámara… Aquí hay toda una ciudad en miniatura!
Max y Eponine se habían quitado las mochilas y otra impedimenta, entre la que estaba la cámara de Eponine, cuando se sentaron en el piso para comer. Eponine se paró de un salto y corrió a buscarla. Max seguía fascinado por el complejo mundo en miniatura que veía en el otro lado de la arcada. Un minuto después oyó un grito débil, y un frío estremecimiento de miedo lo recorrió de la cabeza a los pies.
«Pedazo de estúpido idiota», pensaba mientras se apresuraba por llegar a donde habían estado comiendo, «nunca, nunca dejes tu rifle».
Dobló la última esquina y, entonces, se detuvo bruscamente. Entre él y el sitio donde había estado comiendo con Eponine había cinco octoarañas. Una tenía envuelta a la joven con tres de sus tentáculos; otra había tomado el rifle de Max; una tercera sostenía la mochila de Eponine, dentro de la cual estaban pulcramente colocados todos sus efectos personales.
La expresión del rostro de Eponine era de puro terror.
—¡Ayúdame, Max… por favor! —suplicó.
Max avanzó, pero fue atajado por dos de las octoarañas. Una de ellas hizo fluir una serie de bandas de color alrededor de la cabeza.
—No entiendo qué mierda me están diciendo —gritó Max, presa de la frustración—. Pero deben soltarla.
Como si fuera un medio zaguero de fútbol norteamericano, Max se lanzó por entre las dos primeras octoarañas y ya casi había alcanzado a Eponine, cuando sintió tentáculos que se enrollaban en torno de él, trabándole los brazos contra el pecho. Luchar era inútil. El ser era increíblemente fuerte.
Tres de las octoarañas, entre ellas la que había capturado a Eponine, empezaron a desplazarse por el corredor azul, alejándose.
—¡Max… Max! —gritaba la aterrorizada Eponine, pero él nada podía hacer. La octoaraña que lo retenía no se movió. Después de otro minuto, ya no pudo oír los gritos de Eponine.
Estuvo envuelto durante unos diez minutos más, antes de sentir que los poderosos músculos que lo retenían se aflojaban.
—¿Y ahora qué sigue? —dijo cuando estuvo libre—. ¿Qué van a hacer ahora, bastardos?
Una de las octos señaló hacia la mochila de Max, que todavía estaba apoyada contra la pared, en el sitio donde él la había dejado. Max se acuclilló al lado de ella y extrajo agua y comida. Las octoarañas conversaron entre sí con colores, mientras Max, que entendía muy bien que se lo estaba vigilando, comió unos bocados de su alimento.
«Estos corredores son demasiado estrechos», pensó, al considerar la posibilidad de huir, «y estos remalditos seres son demasiado grandes, en especial con sus largos tentáculos. Supongo que, simplemente, tendré que aguardar lo que fuere que venga después».
Las dos octoarañas no se movieron de su puesto durante horas. Por fin, Max se durmió en el piso, entre ellas.
Cuando despertó, estaba solo. Fue con cautela hasta la primera esquina y miró hacia ambos extremos del corredor azul. No vio nada. Después de pasar un minuto estudiando las marcas de lápiz labial en la pared, y de agregar algunos garabatos describiendo la ubicación de la ciudad de las octoarañas diminutas, Max regresó a la sala que estaba debajo del andén del subterráneo.
No tenía una idea clara de lo que debía hacer después. Pasó varios infructuosos minutos deambulando por los corredores azules y gritando cada tanto el nombre de Eponine, pero su esfuerzo se desperdició. Al final, decidió sentarse en el andén y esperar el subterráneo. Después de más de una hora, ya estaba casi listo para volver a la ciudad en miniatura de las octoarañas, cuando oyó el rugido de la turbulencia de aire que producía el subterráneo al acercarse, venía desde la dirección opuesta a la de los corredores verticales con púas.
Cuando el subterráneo se acercó, vio a Richard y Nicole a través de las ventanillas.
—¡Max! —le gritaron simultáneamente, aun antes de que la puerta se abriera.
Tanto Richard como Nicole estaban sumamente excitados.
—¡Lo encontramos! —exclamó Richard, mientras saltaba al andén—. ¡Una sala gigantesca, con una cúpula que puede tener cuarenta metros de altura y los colores del arco iris…! Está del otro lado del Mar Cilíndrico. ¡El subterráneo va directamente a través del mar, por un túnel transparente…! —Hizo una pausa cuando el subterráneo se alejó haciendo una rugiente turbulencia.
—Tiene baños, camas y agua corriente —agregó Nicole con rapidez.
—Y, aunque no lo puedas creer, alimentos frescos… algunas frutas y hortalizas de aspecto rarísimo, pero son verdaderamente buenos para todos…
—¿Dónde está Eponine? —preguntó Nicole de repente, interrumpiéndolo a Richard en mitad de su monólogo.
—Se fue —contestó Max lacónicamente.
—¿Fue? —repitió Richard—. Pero ¿cómo… adónde?
—Tus no-hostiles amigos la secuestraron —explicó Max con frialdad.
—¿Quéee?
Max narró lo sucedido lenta y precisamente, sin omitir detalle alguno de importancia. Tanto Richard como Nicole lo escucharon con atención hasta el final.
—Fueron más listos que nosotros —comentó Richard al final, sacudiendo la cabeza con gesto de abatimiento.
—No que nosotros —aclaró Max con frustración—, fueron más listos que yo. Nos apaciguaron a Ep y a mí, haciéndonos creer que estábamos resolviendo una especie de rompecabezas en ese dédalo de corredores azules… Mierda, pura mierda.
—No seas tan duro contigo mismo —dijo Nicole con tono calmo, tocándolo en el hombro—. No tenías forma de saber…
—¡Pero qué colosal estupidez! —interrumpió Max, alzando la voz—, traigo un rifle para protección, ¿y dónde está ese rifle cuando nuestros monstruosos amigos de ocho patas aparecen? Apoyado contra la pared de mierda…
—Al principio estuvimos en un sitio similar —terció Richard—, con la diferencia de que todos nuestros corredores eran rojos en vez de azules. Nicole y yo exploramos durante alrededor de una hora y, después, volvimos al andén. El subterráneo nos recogió de nuevo al cabo de diez minutos, y después nos llevó a través del Mar Cilíndrico.
—De todos modos, ¿buscaste a Eponine? —preguntó Nicole.
Max asintió con la cabeza.
—Algo así. Deambulé por ahí y la llamé a gritos algunas veces.
—A lo mejor deberíamos intentarlo otra vez —sugirió Nicole.
Los tres amigos regresaron al mundo de los corredores azules. Cuando llegaron a la primera intersección, Max explicó a Richard y Nicole las marcas que había hecho con lápiz labial en la pared.
—Creo que deberíamos dividirnos —propuso al terminar—. Probablemente ésa será una forma más eficiente de buscarla… ¿Por qué no nos encontramos en la sala que está detrás de la arcada en, digamos, media hora?
En la segunda esquina, Max, que ahora estaba librado a sí mismo, no halló señal alguna de lápiz labial. Perplejo, trató de recordar si era posible que no hubiera llegado a hacer una en cada recodo… o, quizá, nunca había llegado a ese lugar siquiera… Mientras estaba sumido en sus pensamientos, sintió una mano en el hombro, y el susto casi le produce un ataque.
—Sooo —dijo Richard, al ver la cara de su amigo—. Soy sólo yo… ¿No me oíste gritar tu nombre?
—No —contestó Max, sacudiendo la cabeza.
—Estaba a nada más que dos corredores de distancia… Debe de haber una fantástica atenuación del sonido en este lugar… De todos modos, ni Nicole ni yo encontramos una de tus señales cuando hicimos nuestro segundo recorrido, así que no estábamos seguros…
—Mierda —dijo Max enfáticamente—. Esos astutos bastardos limpiaron las paredes… ¿No se dan cuenta? Planearon todo este asunto desde el principio, e hicimos exactamente lo que ellos esperaban.
—Pero, Max —rebatió Richard—, no hay forma de que puedan haber adivinado con precisión todo lo que íbamos a hacer. Ni siquiera nosotros conocíamos por completo nuestra estrategia. Entonces, ¿cómo pudieron…?
—No puedo explicarlo —replicó Max—, pero puedo percibirlo. Esos seres deliberadamente esperaron hasta que Eponine y yo estuviéramos comiendo, antes de permitimos ver ese vehículo. Sabían que lo perseguiríamos y que eso les daría la oportunidad de atrapar a Eponine… Y, de algún modo, nos estuvieron espiando todo el tiempo…
Incluso Max estuvo de acuerdo en que era inútil buscar por más tiempo a Eponine en el dédalo de corredores oscuros.
—Es casi seguro que ella ya no está aquí —dijo con abatimiento.
Mientras el trío esperaba el subterráneo en el andén, Richard y Nicole proporcionaron a Max más detalles sobre el gran salón con la cúpula arco iris, ubicado en el lado sur del Mar Cilíndrico.
—Muy bien —comentó Max cuando terminaron—, una conexión está clara, inclusive para este granjero de Arkansas. El arco iris de la cúpula evidentemente se relaciona con el del cielo, que distrajo a las tropas de Nakamura. Así que la gente del arco iris, quienquiera que sea, no desea que se nos capture. Y no desea que nos muramos por hambre… Probablemente es la que fabricó el subterráneo o, por lo menos, eso tiene algo de lógica para mí. Pero, querría saber, ¿cuál es la relación entre la gente del arco iris y las octoarañas?
—Antes que me contaras sobre el secuestro de Eponine —contestó Richard—, yo estaba virtualmente seguro de que eran los mismos seres. Ahora no sé. Resulta difícil interpretar lo que vosotros experimentasteis como no otra cosa que un acto hostil.
Max rio.
—Richard, sabes manejar tan bien las palabras… ¿por qué les sigues concediendo el beneficio de la duda a esos repugnantes bastardos? Yo habría esperado eso de Nicole, pero esas octoarañas una vez te tuvieron prisionero durante meses, te metieron seres chiquititos por la nariz y es probable que también te hayan toqueteado los sesos…
—Eso no lo sabemos con seguridad —dijo Richard con calma.
—Está bien —aceptó Max—, pero creo que estás descartando un montón de pruebas…
Se detuvo cuando oyó el familiar rugido de la turbulencia del aire. El subterráneo llegó, enfilado en la dirección de la madriguera de las octoarañas.
—Ahora dime —continuó con un dejo de sarcasmo, justo antes que subieran al tren—, ¿cómo es que este subterráneo siempre se las arregla para estar yendo en la dirección correcta?
Patrick había conseguido por fin convencer a Robert y Nai para que volvieran a la sala museo. No fue fácil. Tanto los adultos como los niños habían quedado gravemente traumatizados por el ataque de las octoarañas. Robert directamente no podía dormir, y los mellizos estaban atormentados por sueños de los que despertaban gritando. Para el momento en que Richard, Nicole y Max hicieron su aparición, la comida que quedaba casi se había terminado y Patrick ya estaba haciendo planes de contingencia.
Fue una reunión alicaída. Ambos secuestros se discutieron en detalle, lo que hizo que todos los adultos, incluso Nicole, quedaran seriamente deprimidos. Había muy poca animación por la novedad sobre la cúpula arco iris que había en el sur, pero no había duda alguna respecto de lo que se debía hacer. Richard fue sucinto para señalar la situación en la que estaban.
—Por lo menos, debajo de la cúpula hay comida —sintetizó.
Todos empacaron sus pertenencias en silencio. Patrick y Max cargaron los niños para el descenso por el corredor vertical con púas. El subterráneo apareció poco después que todos estuvieron en el andén. No se detuvo en las dos estaciones intermedias, tal como Max había pronosticado con ironía, sino que, en vez de eso, se precipitó hacia el interior del túnel transparente que pasaba a través del Mar Cilíndrico.
Los extraños y maravillosos seres marinos que se veían en los otros costados de la pared del túnel, casi con seguridad biots todos ellos, fascinaron a los chicos, y a Richard le hicieron recordar su viaje a Nueva York, años atrás, cuando llegó en busca de Nicole.
La amplia cámara que había debajo de la cúpula, en el otro extremo del recorrido del subterráneo, verdaderamente dejaba sin habla. Aunque Benjy y los niños estuvieron más interesados, al principio, en la variedad de comida nueva y fresca que se extendía encima de una larga mesa en uno de los lados de la habitación, todos los adultos deambulaban llenos de admiración, no sólo contemplando los brillantes colores del arco iris que estaba muy por encima de sus cabezas, sino, también, examinando todos los aposentos que había a partir de la parte posterior del andén, y en los que estaban situados los baños, así como los dormitorios individuales.
Max midió a pasos las dimensiones del piso principal. Tenía cincuenta metros de un lado al opuesto, en la parte más ancha, y cuarenta desde el borde del andén hasta las paredes blancas y las entradas de los dormitorios, en la parte posterior de la sala. Patrick se acercó para hablar con Max, que permanecía parado al lado de la ranura practicada en el andén para el subterráneo, mientras todos los demás discutían la asignación de los dormitorios.
—Lamento lo de Eponine —dijo Patrick, poniendo la mano sobre el hombro de su amigo.
Max se encogió de hombros.
—En cierto sentido es peor que haya desaparecido Ellie. No sé si Robert o Nikki alguna vez se van a recuperar por completo.
Los dos hombres permanecieron de pie, uno al lado del otro, y se quedaron con la mirada perdida en el largo, oscuro, vacío túnel.
—¿Sabes, Patrick? —declaró Max con tono sombrío—, desearía con toda mi alma lograr convencer al granjero que hay en mí de que nuestros problemas se terminaron y la gente del arco iris va a cuidar de nosotros.
Kepler llegó corriendo con una hortaliza larga que parecía una zanahoria verde.
—Señor Puckett —ofreció—, tiene que probar esto. Es de lo mejor.
Max aceptó el obsequio del niñito y se puso la hortaliza en la boca. Dio un mordisco.
—Esto está bueno, Kepler —declaró, despeinando el cabello del chico—. Te lo agradezco mucho.
Kepler volvió a la carrera hasta donde estaban los demás. Max masticó la hortaliza con lentitud.
—Siempre brindé excelente cuidado a mis cerdos y pollos —le contó a Patrick—. Tenían buena comida y maravillosas condiciones de vida. —Con la mano derecha hizo un gesto abarcador de la cúpula y de la mesa repleta de comida—. Pero también sacaba los animales, unos pocos por vez, cuando estaba listo para sacrificarlos o para venderlos en el mercado.