10

La existencia casi perfecta que llevaban en Nueva York continuó hasta una mañana temprano, cuando Richard y Nikki estaban juntos en la parte superior, a lo largo de los terraplenes del norte de la isla. En realidad, fue la niñita la que vio primero la silueta de los barcos. Señaló al otro lado del agua oscura.

—Mira, Boobah —dijo—. Nikki ve algo.

Los debilitados ojos de Richard no podían discernir cosa alguna en la oscuridad, y el haz de su linterna no tenía el suficiente alcance como para llegar hasta lo que fuera que Nikki estuviera viendo. Richard extrajo los poderosos prismáticos que siempre llevaba consigo, y confirmó que, en verdad, había dos embarcaciones en mitad del Mar Cilíndrico. Richard puso a Nikki en el portabebé que llevaba sobre la espalda y se apresuró a regresar a la madriguera.

El resto de la familia apenas estaba despertando e inicialmente tuvo dificultades para entender por qué Richard estaba tan alarmado.

—¿Pero quién más podría estar en un barco? —dijo él—. En el lado norte en especial. Tiene que ser una partida de exploración enviada por Nakamura.

Durante el desayuno se celebró un consejo de familia. Todos estuvieron de acuerdo en que estaban enfrentando una grave crisis. Cuando Patrick confesó que había visto a Katie el día de la fuga, principalmente porque quería decirle adiós a su hermana, y que había hecho algunos comentarios poco frecuentes que hicieron que ella empezara a formular preguntas, Nicole y los demás quedaron en silencio.

—No dije nada específico —aclaró Patrick para disculparse—, pero así y todo fue algo estúpido… Katie es muy astuta. Después que todos desaparecimos, debe de haber hecho encajar todas las piezas.

—Pero ¿qué hacemos ahora? —Robert Turner expresó el temor de todos—. Katie conoce Nueva York muy bien, era casi una adolescente cuando salió de aquí, y puede guiar a los hombres de Nakamura directamente a esta madriguera, aquí abajo seremos blancos fáciles para ellos.

—¿Hay algún otro sitio al que podamos ir? —preguntó Max.

—En verdad, no —contestó Richard—. La antigua madriguera aviana está vacía, pero no sé cómo nos alimentaríamos allá abajo. La de las octoarañas también estaba desocupada cuando la visité hace varios meses, pero no volví a estar en el interior de sus dominios desde que Nicole llegó a Nueva York. Por supuesto, debemos suponer, sobre la base de lo que ocurrió cuando Nicole y yo fuimos a explorar, que nuestros amigos con los tentáculos negros y dorados todavía andan por ahí. Incluso si no están habitando más su antigua madriguera, todavía seguiríamos teniendo el mismo problema de conseguir alimentos, si fuéramos a mudarnos allá.

—¿Qué pasa con el sector que hay detrás de la pantalla, tío Richard? —preguntó Patrick—. Dijiste que allá es donde se fabrican nuestros alimentos. A lo mejor podamos encontrar un par de habitaciones…

—No soy muy optimista —contestó Richard, después de un breve intervalo—, pero tu sugerencia probablemente sea nuestra única opción razonable en estos momentos.

La familia decidió que Richard, Max y Patrick debían hacer un reconocimiento de la región que estaba detrás de la pantalla negra, tanto para descubrir con exactitud dónde se producía el alimento para los seres humanos como para establecer si existía otro sector conveniente para servir de morada. Robert, Benjy, las mujeres y los niños deberían permanecer en la madriguera; su misión consistía en empezar a desarrollar los procedimientos para efectuar una evacuación rápida de su vivienda en caso necesario.

Antes de irse, Richard terminó de probar un nuevo sistema de radio que había diseñado en su tiempo libre. Era lo suficientemente fuerte como para que los exploradores y el resto de la familia pudieran mantenerse en contacto durante todo el tiempo que estuvieran separados. La existencia del enlace de radio hizo que a Richard y Nicole les fuera más fácil convencer a Max Puckett de que dejara su rifle en la madriguera.

Los tres hombres no tuvieron dificultad para seguir el mapa que aparecía en la computadora de Richard, y en llegar a la sala de calderas que Richard y Nicole habían visitado en su exploración anterior. Tanto Max como Patrick se quedaron contemplando con admiración las doce enormes calderas, la espaciosa zona de materias primas pulcramente dispuestas, y las muchas variedades de biots que se desplazaban presurosos. La fábrica estaba activa en extremo. En efecto, cada una de las calderas estaba concentrada realizando un proceso de fabricación.

—Muy bien —le comunicó Richard en su radio a Nicole, que permanecía en la madriguera—. Estamos aquí y estamos listos. Haz el pedido de la comida para la cena, y veremos qué pasa.

Menos de un minuto después, una de las calderas que estaba más próxima a los tres hombres cesó lo que fuera que hubiera estado haciendo. Mientras tanto, no lejos del tinglado que estaba detrás de las calderas, tres biots que se parecían a vagones cerrados de carga con manos ingresaron en los conjuntos de materia prima, recogiendo con prontitud cantidades pequeñas de muchas cosas diferentes. Acto seguido, esos tres biots convergieron en el sistema de caldera inactivo que estaba cerca de Richard, Max y Patrick, donde vaciaron su caja en la cinta transportadora que entraba en la caldera en sí. De inmediato, los hombres oyeron que ésta se agitaba y entraba turbulentamente en operación activa. Un biot largo y flacucho, que tenía el aspecto de tres grillos atados uno a continuación del otro, y cada uno con un caparazón en forma de tazón, subió arrastrándose hasta la cinta transportadora cuando el corto proceso de elaboración estaba casi terminado. Instantes después, la caldera volvió a detenerse y el material procesado salió en la cinta transportadora. El biot parecido a un grillo segmentado extendió desde su extremo posterior una cuchara, puso sobre sus lomos todo el alimento para seres humanos, y pronto salió a la carrera.

—¡Qué me cuelguen! —masculló Max, mirando al biot grillo desaparecer por el corredor situado detrás del tinglado. Antes que cualquiera de los hombres pudiera decir algo más, otro grupo de vagones cerrados con manos cargó la cinta transportadora con varillas largas y gruesas y, en menos de un minuto, la caldera que había hecho la comida para los seres humanos estaba operando para otro propósito.

—¡Qué sistema fantástico! —exclamó Richard—. Debe de tener un proceso complejo de interrupción, en el que las solicitudes de alimento están en la parte superior de la cola de prioridades. No puedo creer…

—Detente un maldito momento —interrumpió Max—, y repite lo que acabas de decir en un lenguaje común y corriente.

—En la madriguera tenemos subrutinas para traducción automática, yo las diseñé originariamente, cuando estuvimos aquí años atrás, y, cuando Nicole ingresó pollo, patatas y espinaca en su propia computadora —dijo Richard con excitación—, una lista de comandos, que representa en el complejo la estructura de los componentes químicos de esos alimentos en particular, apareció impresa en la memoria intermedia de salida del sistema de Nicole. Después que envié la señal indicadora de que estábamos listos, ella escribió esa cadena de comandos en el teclado. Fueron inmediatamente recibidos aquí, y lo que vimos fue la respuesta. En ese momento, todos los sistemas de procesamiento estaban activos; sin embargo, el equivalente ramano de una computadora que tienen aquí, en esta fábrica, reconoció que la solicitud ingresante correspondía a comida, y la convirtió en la prioridad principal.

—¿Estás diciendo, tío Richard —dijo Patrick—, que la computadora controladora de aquí detuvo esa caldera que estaba operando, de modo que pudiera elaborar nuestro alimento?

—Sí, así es.

Max se había alejado a corta distancia y estaba contemplando las demás calderas de la enorme fábrica. Richard y Patrick se le acercaron.

—Cuando yo era un niño de unos ocho o nueve años —recordó Max—, mi padre y yo salimos en nuestra primera excursión para acampar toda la noche, a las Ozark, a varias horas de nuestra granja. Era una noche magnífica y el cielo estaba lleno de estrellas. Recuerdo haberme tendido de espaldas sobre la bolsa de dormir y haberme quedado contemplando todas esas lucecitas parpadeantes que había en el cielo… Esa noche tuve un pensamiento muy, muy grande para un simple niño campesino de Arkansas. Me pregunté cuántos niños extraterrestres que estaban ahí afuera, en alguna parte del universo, tendrían la mirada puesta en las estrellas en el mismo momento en que yo lo hacía, y se daban cuenta, por primera vez, qué pequeñitos eran sus pequeños dominios dentro del plan total del cosmos.

Max se dio vuelta y sonrió a sus dos amigos.

—Ése es uno de los motivos por los que seguí siendo granjero —dijo, lanzando una carcajada—. Con mis gallinas y cerdos yo siempre era importante. Les traía su comida. Era un gran acontecimiento cuando el buen Max aparecía en su corral…

Se detuvo un instante. Ni Richard ni Patrick pronunciaron palabra.

—Creo que muy dentro de mí siempre quise ser astrónomo —prosiguió Max—, para ver si podía entender los misterios del universo. Pero cada vez que pensaba en miles de millones de años y billones de kilómetros, me deprimía, no podía soportar la sensación de completa y total insignificancia que me invadía. Era como si una voz dentro de mi cabeza hubiera estado diciendo, una vez y otra, «Puckett, no eres una mierda… eres absolutamente cero».

—Pero conocer esa insignificancia y, en particular, poder medirla, es lo que hace que los seres humanos seamos muy especiales —observó Richard con tono calmo.

—Ahora estamos hablando de filosofía —replicó Max—, y yo estoy completamente fuera de mi elemento. Me siento cómodo con los animales de granja, con la tequila, y hasta con las tormentas leves del Oeste Medio norteamericano. Todo esto —continuó, haciendo un movimiento abarcador con los brazos, dirigido hacia las calderas y la fábrica— me hace cagar de miedo. Si hubiera sabido, cuando firmé el contrato para ir a esa colonia marciana, que iba a conocer máquinas que son más inteligentes que las personas…

—Richard, Richard —todos oyeron la voz angustiada de Nicole en la radio—. Tenemos una emergencia, Ellie acaba de regresar de la costa norte. Cuatro botes grandes están a punto de atracar… Ellie dice que está absolutamente segura de haber divisado el uniforme de la policía en uno de los hombres… Asimismo, informó sobre alguna clase de arco iris en el sur… ¿Pueden volver aquí en pocos minutos?

—No, no podemos —respondió Richard—, todavía estamos en la sala que tiene las calderas. Debemos de estar a tres kilómetros y medio de distancia, por lo menos… ¿Dijo Ellie cuánta gente podría haber en cada bote?

—Yo diría que unos diez o doce, papá —contestó Ellie—. No me quedé para contarlos… Pero los botes no fueron lo único fuera de lo común que vi mientras estuve en la parte de arriba. Durante mi corrida de regreso a la madriguera, el cielo austral se encendió con violentos estallidos de colores que, finalmente, se convirtieron en un gigantesco arco iris… Es cerca de donde nos dijiste que debía estar el Gran Cuerno.

Diez segundos después, Richard gritaba por la radio.

—¡Escuchadme, Nicole, Ellie, todos vosotros, evacuad la madriguera de inmediato! Llevad a los niños, los pichones, los melones, el material del sésil, los dos rifles, toda la comida, y tantos efectos personales como puedan cargar con comodidad. Abandonad nuestras cosas, llevamos suficiente sobre la espalda como para sobrevivir en una emergencia. Id directamente a la madriguera de las octoarañas y esperadnos en el salón que, años atrás, fue la galería de fotos… Las tropas de Nakamura primero van a venir a nuestra madriguera. Cuando no nos encuentren, si Katie está con ellos, puede ser que también vayan a la de las octoarañas, pero no creo que se metan en los túneles que hay allá…

—¿Y qué pasa contigo, Max y Patrick? —preguntó Nicole.

—Regresaremos lo más rápido que podamos. Si no hay nadie… a propósito, Nicole, deja un transmisor, con el volumen encendido y alto, en la Sala Blanca y otro en la guardería, de ese modo sabremos si hay alguien en nuestra madriguera… De todos modos, y como te estaba diciendo, si nuestro hogar no fue invadido, nos reuniremos con vosotros de inmediato. Si los hombres de Nakamura están ocupando nuestra vivienda, trataremos de hallar otro acceso a la madriguera de las octoarañas desde aquí abajo. Debe de haberlo…

—Muy bien, querido —interrumpió Nicole—. Debemos ponernos en acción con el embalaje… Dejaré el receptor encendido, en caso de que nos necesites.

—¿Así que crees que vamos a estar más seguros en la madriguera de las octoarañas? —preguntó Max, después de que Richard hubo apagado su transmisor.

—Es una alternativa —contestó Richard con sonrisa triste—. Hay demasiados puntos desconocidos aquí, detrás de la pantalla, y sabemos con certeza que no vamos a estar a salvo si la policía y las tropas de Nakamura nos encuentran… Hasta puede ser que las octoarañas no estén habitando más su madriguera. Además, como Nicole dijo muchas veces, no tenemos pruebas inequívocas de que las octos sean hostiles.

Los hombres se desplazaban con tanta rapidez como podían. En cierto lugar se detuvieron brevemente, mientras Patrick transfería parte del peso de la mochila de Richard a la suya. Tanto Richard como Max traspiraban profusamente cuando llegaron a la Y del corredor.

—Debemos detenernos un momento —le dijo Max a Patrick, que estaba adelantado respecto de sus compañeros—; tu tío Richard necesita un descanso.

Patrick sacó una cantimplora de la mochila y la hizo circular por el grupo. Richard bebió de ella con avidez, se secó la frente con un pañuelo y, un minuto después, empezó a trotar otra vez hacia la madriguera.

A unos quinientos metros de la pequeña plataforma que estaba detrás de la pantalla negra, el receptor de Richard empezó a recoger ruidos confusos que provenían del interior de la madriguera.

—Quizás alguien de la familia olvidó algo importante —dijo Richard, reduciendo la velocidad para escuchar— y volvió para recogerlo.

Poco después, oyeron una voz que no pudieron identificar. Se detuvieron y esperaron.

—Parece como si alguna especie de animal hubiera estado viviendo aquí atrás —dijo la voz—. ¿Por qué no viene a echar un vistazo?

—¡Maldita sea! —exclamó una segunda voz—. Es indudable que estuvieron aquí hace poco… Me pregunto cuánto hace que se fueron.

—Capitán Bauer —gritó alguien—, ¿qué quiere que haga con todo este equipo electrónico?

—Déjelo por ahora —contestó la segunda voz—. El resto de las tropas debe estar abajo dentro de unos pocos minutos. Decidiremos qué hacer en ese momento.

Richard, Max y Patrick se sentaron silenciosamente en el túnel oscuro. Durante cerca de un minuto no oyeron cosa alguna en el receptor. En apariencia, ninguno de los miembros de la partida de búsqueda estuvo durante ese lapso en la Sala Blanca o la guardería. Entonces volvieron a oír la voz de Franz Bauer.

—¿Qué es eso, Morgan? —preguntó—. Apenas si puedo oírlo… Hay una especie de matraqueo… ¿Qué? ¿Fuegos artificiales? ¿Colores…? ¿De qué demonios está hablando? Muy bien. Muy bien, subiremos de inmediato.

Durante otros quince segundos, el receptor permaneció en silencio.

—Ah, ahí está, Pfeiffer —oyeron decir a Bauer con claridad—. Reúna a los demás hombres y regresemos arriba. Morgan dice que en el cielo austral hay una asombrosa demostración de fuegos artificiales. La mayor parte de las tropas ya estaba espantada por los rascacielos y la oscuridad. Voy a subir para calmar los nervios de todos.

—Ésta es nuestra oportunidad —susurró Richard, poniéndose de pie—; con toda seguridad van a salir de la madriguera durante unos minutos. —Empezó a correr y, entonces, se detuvo—. Puede ser necesario que nos separemos… ¿Los dos recuerdan cómo encontrar la madriguera de las octoarañas?

Max negó con un movimiento de cabeza.

—Nunca tuve…

—Toma —dijo Richard, entregándole la computadora portátil—, ingresa una M y una P para tener una vista panorámica de Nueva York. La madriguera de las octoarañas está señalada con un círculo rojo… Si tocas L, seguido por otra L, aparece un mapa del interior de esa madriguera… Ahora, vamos, cuando todavía tenemos algo de tiempo.

Richard, Max y Patrick no se toparon con tropas dentro de su madriguera. Un par de guardias estaba apostado, empero, a pocos metros de la salida a Nueva York. Por fortuna, los guardias estaban tan inmovilizados por los fuegos artificiales que estallaban en el cielo de Rama, por sobre sus cabezas, que no oyeron a los tres hombres que se colaban por la escalera detrás de ellos. Por razones de seguridad, el grupo de tres hombres se separó y cada uno de ellos tomó una ruta diferente hacia la madriguera de las octoarañas.

Richard y Patrick llegaron a su destino con una diferencia de un minuto entre uno y otro, pero Max estaba atrasado. La casualidad había querido que el camino que eligió pasara a través de la plaza en la que se habían reunido cinco o seis de los soldados coloniales, para tener una mejor vista de los fuegos artificiales. Max entró corriendo en un callejón y se acurrucó contra uno de los edificios. Extrajo la computadora y estudió el mapa que aparecía en el monitor, tratando de encontrar un camino alternativo hacia la madriguera de las octoarañas.

Mientras tanto, la espectacular demostración de fuegos artificiales proseguía en lo alto. Max alzó la vista y quedó deslumbrado cuando una gran bola azul estalló, lanzando centenares de rayos de luz azul en todas direcciones. Durante casi un minuto, Max miró la hipnotizante exhibición. Era más grandiosa que cualquier otra cosa que hubiera visto jamás en la Tierra.

Cuando finalmente llegó a la madriguera de las octoarañas, descendió con celeridad por la rampa, y entró en el salón catedral desde el que los cuatro túneles llevaban hacia las demás partes de la madriguera. Ingresó las dos L en la computadora, y en el diminuto monitor apareció el mapa de los dominios de las octoarañas. Estaba tan absorbido por el mapa que, al principio, no oyó el sonido de arrastre de cepillos mecánicos, acompañado por un gemido suave, de tono agudo.

No alzó la vista hasta que el sonido se hizo bastante intenso. Cuando finalmente alzó la cabeza, la gran octoaraña estaba parada a no más de cinco metros de él. La visión de ese ser hizo que un poderoso escalofrío recorriera su columna vertebral. Se quedó muy quieto y luchó contra su deseo de salir huyendo. El líquido color crema de la única lente de la octoaraña se movía de un lado para otro, pero el alienígena no se acercó más a Max.

De una de las hendiduras paralelas que había de cada lado de la lente salió una ráfaga de color púrpura, que circunnavegó la esférica cabeza de la octoaraña, a lo que siguieron bandas de otros colores, todo lo cual desapareció en la segunda de las dos ranuras paralelas. Cuando se repitió el mismo patrón de colores, Max, cuyo corazón martillaba con tanta fuerza que podía sentirlo en la mandíbula, sacudió la cabeza y dijo:

—No entiendo.

La octoaraña vaciló un instante y, después, levantó del suelo dos de sus tentáculos, señalando claramente hacia uno de los cuatro túneles. Como si fuera para subrayar lo que quería decir, se arrastró en esa dirección general y, después, repitió el gesto.

Max se irguió y caminó con lentitud hacia el túnel indicado, teniendo cuidado de no acercarse demasiado a la octoaraña. Cuando llegó a la entrada, otra serie de llamativas exhibiciones de color se desplazó velozmente alrededor de la cabeza del ser extraterrestre.

—Se lo agradezco mucho —dijo Max con cortesía, mientras se volvía y entraba en el pasadizo.

No se detuvo siquiera para mirar su mapa, sino hasta que estuvo trescientos o cuatrocientos metros adentro del túnel. A medida que caminaba, las luces se encendían delante de él en forma automática, y se apagaban en los segmentos del túnel por los que ya había pasado. Cuando, por fin, examinó el mapa con todo cuidado, descubrió que no estaba lejos de la sala designada.

Pocos minutos después, exhibiendo una sonrisa de oreja a oreja, ingresó en la cámara donde estaba reunido el resto de la familia.

—No se imaginan con quién acabo de encontrarme —dijo, tan sólo instantes antes de que Eponine lo saludara con un abrazo.

Inmediatamente después que Max terminara de entretenerlos con la narración de su encuentro con la octoaraña, Richard y Patrick volvieron cautelosamente sobre sus pasos hacia la sala catedral, deteniéndose cada centenar de metros, más o menos, y prestando cuidadosa atención por si percibían los sonidos típicos que señalaban la presencia de los alienígenas. Nada oyeron. Ni oyeron ni vieron cosa alguna que indicara que las fuerzas enviadas desde Nuevo Edén estaban en las proximidades. Después de casi una hora, Richard y Patrick regresaron adonde estaba el resto del grupo y se incorporaron a la discusión sobre qué era lo que se debía hacer después.

La ampliada familia tenía suficientes alimentos para cinco días, quizá seis si cada porción se racionara con cuidado. Se podía obtener agua en la cisterna situada cerca de la sala catedral. Todos prontamente estuvieron de acuerdo en que era probable que la partida de búsqueda proveniente de Nuevo Edén —esa primera, al menos—, no permaneciera en Nueva York demasiado tiempo. Siguió un breve debate respecto de si Katie pudo haberles dicho al capitán Bauer y a sus hombres la localización de la madriguera de las octoarañas, o si pudo no haberlo hecho. Sobre un punto crítico no hubo disenso. El período más probable para que fueran descubiertos por los otros seres humanos era el día siguiente, o los dos días siguientes. Como resultado, y salvo por las necesidades físicas, nadie de la familia salió de la gran sala, en la que iban a permanecer durante las próximas treinta y seis horas.

Al cabo de ese lapso, todo el grupo, en especial los pichones y los mellizos, padeció de un grave caso de fiebre de encierro. Richard y Nai se llevaron a Tammy, Timmy, Benjy y los niños al pasadizo, tratando, infructuosamente, de mantenerlos callados, y los llevaron lejos de la sala catedral, hacia el corredor vertical con las púas salientes que se hundía más profundamente en la madriguera de las octoarañas. Richard, que llevaba a Nikki encima la mayor parte del tiempo, advirtió varias veces a Nai y los mellizos respecto de los peligros de la zona a la que se estaban acercando. Aun así, muy poco después que el túnel se ensanchara y ellos llegaran al corredor vertical, el impetuoso Galileo se metió en el agujero con forma de cañón de arma de fuego, antes que su madre pudiera detenerlo. Muy pronto quedó paralizado de miedo. Richard tuvo que rescatarlo de su precario apoyo, sobre dos púas, apenas a poca distancia por debajo del nivel de la pasarela que rodeaba la parte superior del inmenso abismo. Los jóvenes avianos, encantados de poder volar otra vez, se remontaron libremente por la zona y dos veces descendieron varios metros en picada, hacia la oscura sima, pero nunca bajaron lo suficiente como para activar la siguiente batería de luces.

Antes de regresar adonde estaba el resto de la familia, Richard se llevó a Benjy para hacer una rápida inspección de lo que él y Nicole siempre habían llamado el museo de las octoarañas. Esa sala grande, situada a varios centenares de metros del corredor vertical, todavía estaba completamente vacía. Varias horas más tarde, y siguiendo la sugerencia de Richard, la mitad de la ampliada familia se mudó al museo, para dar a todos más espacio vital.

El tercer día de su permanencia en el lugar, Richard y Max decidieron que alguien debía tratar de descubrir si las tropas de la colonia estaban aún en Nueva York. Patrick fue la opción lógica para que sirviera de explorador de la familia. Las instrucciones que le dieron Richard y Max fueron directas, debería desplazarse con cautela hasta la sala catedral y, después, ascender la rampa hasta llegar a Nueva York. Desde allí, y usando la linterna y la computadora portátil lo menos posible, debía cruzar hasta la costa norte de la isla y ver si los barcos todavía estaban. Cualquiera que fuese el resultado de su investigación, debía regresar directamente a la madriguera y darles un informe completo.

—Hay una sola cosa para recordar —recomendó Richard—, que es de suma importancia. Si, en cualquier momento, oyes una octoaraña o un soldado, das media vuelta de inmediato y vuelves con nosotros. Pero con esta nueva salvedad que te agrego, en ninguna circunstancia ningún ser humano debe ver que desciendes a esta madriguera. No puedes hacer cosa alguna que ponga en peligro al resto de nosotros.

Max insistió en que Patrick debía llevar uno de los dos rifles. Richard y Nicole no objetaron. Después de recibir los buenos deseos de todos, Patrick partió a cumplir su misión de explorador. No había caminado más que quinientos metros por el túnel, empero, cuando oyó un ruido adelante de él. Se detuvo para escuchar, pero no pudo identificar lo que estaba oyendo. Después de otros cien metros, algunos de los sonidos empezaron a ser más claros. Con toda precisión, Patrick oyó varias veces el sonido de escobillas de arrastre. También había algo de sonido de campanas, como si se estuvieran golpeando objetos metálicos entre sí, o contra una pared. Escuchó durante varios minutos y, entonces, recordando sus instrucciones, regresó donde estaban su familia y amigos.

Después de prolongada discusión, otra vez se lo envió a Patrick. Esta vez se le dijo que se acercara a las octoarañas tanto como se atreviera, y que las observara en silencio durante tanto tiempo como pudiera. Una vez más, a medida que se acercaba a la sala catedral, oyó el sonido de escobillas de arrastre pero, cuando realmente llegó a la enorme cámara ubicada al pie de la rampa, no había octoarañas en los alrededores. «¿Adónde fueron?», se preguntó. Su primer impulso fue el de dar media vuelta y regresar por donde había venido. Sin embargo, ya que todavía no se había topado con alguna octoaraña verdadera, decidió que muy bien podría ascender por la rampa, salir a Nueva York y cumplir con el resto de su misión anterior.

Quedó estupefacto al descubrir, cerca de un minuto después, que la salida de la madriguera de las octoarañas estaba sellada herméticamente con una gruesa combinación de varillas de metal y de un material parecido al cemento. Apenas si podía ver a través de la tapa, y ésta era tan pesada que, sin lugar a dudas, ni todos los seres humanos juntos podrían moverla siquiera levemente. «Esto lo hicieron las octoarañas», pensó de inmediato. «Pero ¿por qué nos atraparon aquí?»

Antes de regresar para rendir su informe inspeccionó la sala catedral, y descubrió que a uno de los cuatro túneles de salida también se lo había sellado con lo que aparentaba ser un portón o portalón grueso. «Este debe de haber sido el túnel que llevaba al canal», pensó. Permaneció en el sitio durante otros diez minutos, prestando atención para ver si percibía el sonido de las octoarañas, pero no oyó nada más.