9

Nicole no podía contener la excitación. Mientras daba los toques finales a las ornamentaciones de la guardería, imaginaba cómo sería la habitación cuando los niños humanos la compartieran con los dos avianos. Timmy, que ahora estaba casi tan alto como ella, se encaramó a su lado para inspeccionar lo que hacía con las manos y emitió algunos parloteos de aprobación.

—Piensa, Timmy —sugirió Nicole, a sabiendas de que el aviano no podía entender las palabras en sí, pero era capaz de interpretar el timbre de la voz—; cuando Richard y yo regresemos, te estaremos trayendo nuevos compañeros de habitación.

—¿Estás lista, Nicole? —oyó gritar a Richard en ese momento—. Es casi hora de que nos vayamos.

—Sí, querido —respondió ella—. Estoy aquí, en la guardería. ¿Por qué no vienes y echas un vistazo?

Richard estiró el cuello alrededor de la puerta e hizo una desganada inspección de los nuevos adornos.

—Grandioso, sencillamente grandioso —comentó—. Ahora necesitamos ponernos en movimiento. Esta operación exige una sincronización precisa.

Mientras caminaban juntos hacia El Puerto, Richard le comunicó a Nicole que no se habían producido más informes provenientes del hemicilindro boreal. La falta de noticias podría indicar que Juana y Eleanor estaban demasiado ocupadas con la huida, dijo, o que estaban demasiado cerca de un posible enemigo o, inclusive, que la implementación del plan de fuga tenía problemas serios. Nicole no pudo recordar haber visto a Richard tan nervioso antes. Trató de calmarlo.

—¿Todavía no sabemos si viene Robert? —preguntó algunos minutos después, cuando se acercaban al submarino.

—No. Ni se sabe cosa alguna sobre cómo reaccionó cuando Ellie le contó el plan. Aparecieron juntos en Avalon, tal como estaba programado, pero ocupados con los pacientes de él. Juana y Eleanor no tuvieron oportunidad de hablar con Ellie, después que ayudaron a Nai a recoger a Benjy del pabellón.

El día anterior, Richard había revisado el submarino dos veces por lo menos. De todos modos, soltó un suspiro de alivio cuando el sistema operativo hizo contacto y la nave se deslizó dentro del agua. Cuando se sumergieron en las aguas del Mar Cilíndrico, tanto Richard como Nicole estaban en silencio. Cada uno, a su propia manera, se estaba anticipando a la emotiva reunión que habría de tener lugar dentro de menos de una hora.

«¿Puede haber mayor regocijo», pensaba ella, «que reunirse con los hijos, después de esperar no volver a verlos jamás?». Imágenes de sus seis hijos pasaron con lentitud por su mente. Vio a Geneviève, su primera hija, nacida en la Tierra después de su unión con el príncipe Henry. La siguiente en la línea era la serena Simone, a la que había dejado en El Nodo con un marido que era casi sesenta años mayor que ella. En la procesión mental, a las dos mayores las siguieron los cuatro hijos que todavía vivían en Rama, la descarriada Katie, la queridísima Ellie, y los dos hijos que tuvo con Michael O’Toole, Patrick y el deficiente mental Benjy. «¡Todos son tan diferentes!», pensaba. «Cada uno, a su propia manera, un milagro».

«No creo en verdades universales», reflexionaba mientras el submarino se acercaba al túnel que corría debajo del muro de lo que otrora era el hábitat aviano/sésil, «pero no puede haber muchos seres humanos que hayan vivido la singular experiencia de ser padres sin haber sido irrevocablemente cambiados por el proceso. Todos nosotros tenemos que maravillarnos, mientras nuestros hijos se convierten en adultos, por lo que hayamos hecho o no, que haya contribuido a la felicidad o la desdicha de esos seres especiales a los que dimos la existencia». La agitación que sentía en su interior era abrumadora. Cuando Richard miró su reloj y empezó a maniobrar el submarino poniéndolo en posición adecuada para el encuentro, las remembranzas más recientes que tenía de Ellie, Patrick y Benjy danzaron entre las lágrimas que había en los ojos de Nicole, que extendió el brazo y apretó con fuerza la mano libre de Richard, mientras la nave salía a la superficie del agua.

Por la ventanilla podían ver ocho figuras paradas en la costa, en el sitio establecido. Cuando el agua dejó de escurrirse por sobre la ventanilla, Nicole reconoció a Ellie, su marido Robert, Eponine, Nai, que tenía a Benjy de la mano, y los tres niñitos, entre los que estaba su nieta y tocaya, a la que Nicole nunca antes había visto. Golpeó repetidamente sobre la ventanilla a sabiendas de que era absurdo, ya que a ninguno de los que estaban en la costa le era posible oírla o verla.

Richard y Nicole oyeron los disparos no bien abrieron la escotilla. Un preocupado Robert Turner lanzó una rápida mirada hacia atrás y, después, rápidamente levantó del suelo a la pequeña Nicole. Ellie y Eponine recogieron sendos mellizos Watanabe; Galileo luchó contra Eponine y recibió una reprimenda de su madre, Nai, que estaba tratando de guiar a Benjy hacia el interior del submarino.

Otra descarga de armas de fuego, mucho más cercana, se produjo en el preciso instante en que el grupo atravesaba el trecho entre la costa y el submarino. No había tiempo para abrazos.

—Max dijo que partieran no bien estuviéramos todos adentro —dijo Ellie apresuradamente a sus padres—. Él y Patrick están teniendo a raya al pelotón que se envió para capturarnos.

Richard estaba preparándose para cerrar la escotilla, cuando dos figuras armadas, una de ellas tomándose del costado, aparecieron intempestivamente de entre los arbustos cercanos.

—¡Apróntense para zarpar! —aulló Patrick, poniéndose el rifle al hombro y disparándolo dos veces—. ¡Nos están pisando los talones!

Max tropezó, pero Patrick ayudó a su amigo herido durante los cincuenta metros finales hasta el submarino. Tres de los soldados coloniales dispararon sobre la nave mientras se sumergía en el foso. Durante un instante, ninguno de los que estaba a bordo dijo palabra alguna. Después, el reducido compartimiento estalló en una cacofonía de sonidos. Todos estaban gritando y sollozando. Tanto Nicole como Robert se inclinaron sobre Max, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared.

—¿Estás herido de gravedad? —preguntó Nicole.

—¡Diablos, no! —replicó Max con fiereza—. Simplemente hay una bala solitaria en alguna parte de mis tripas. Se necesita mucho más poder de fuego que ése, para matar a un hijo de puta como yo.

Cuando Nicole se irguió y se dio vuelta, Benjy estaba parado justamente detrás de ella.

—Ma-má —dijo, con los brazos extendidos y el corpachón temblando de alborozo. Se dieron un largo y fuerte abrazo en el centro del compartimiento. Los sollozos de felicidad de Benjy reflejaban el sentimiento de cada uno de los que estaban en la nave.

Mientras estuvieron a bordo del submarino, los recién llegados se encontraban entre dos mundos que les eran extraños; la mayor parte de la conversación fue sobre temas personales. Nicole pasó algunos momentos privados con cada uno de sus hijos, y tuvo a su nieta en brazos por primera vez; la pequeña Nicole no sabía qué pensar de esa mujer con cabello canoso, que quería abrazarla y besarla.

—Ésta es tu abuela —le informó Ellie, tratando de persuadir a la niña para que correspondiera al afecto de Nicole—. Es mi madre, Nikki, y tiene el mismo nombre que tú.

Nicole sabía lo suficiente sobre niños como para entender que a la pequeña le tomaría algún tiempo aceptarla. Al principio hubo algo de confusión por el nombre que tenían en común, y cada vez que alguien decía «Nicole», tanto la abuela como la nieta se daban vuelta. Pero, después que Ellie y Robert empezaron a usar «Nikki» para la niña, el resto del grupo prontamente imitó el ejemplo.

Antes que el submarino hubiera llegado siquiera a Nueva York, Benjy le mostraba a su madre que su lectura había mejorado de modo notable. Nai había sido una excelente maestra. En su mochila, Benjy llevaba dos libros; uno de ellos una colección de los cuentos de Hans Christian Andersen, escritos tres siglos atrás. El favorito de Benjy era El patito feo, que leyó en su totalidad mientras su encantada madre y su maestra estaban sentadas a su lado. En la voz de Benjy había una excitación maravillosa, ingenua, cuando el patito desdeñado se convertía en un hermoso cisne.

—Estoy muy orgullosa de ti, querido —afirmó Nicole, cuando Benjy terminó de leer, y se enjugó algunas lágrimas más—. Y te agradezco, Nai, desde lo más profundo de mi corazón.

—Me resultó en extremo gratificante trabajar con Benjy —contestó la tailandesa—. Me había olvidado lo emocionante que era enseñarle a un alumno que demuestra interés y que sabe valorar lo que se le enseña.

Robert Turner limpió la herida de Max Puckett y sacó la bala. Su procedimiento fue vigilado muy de cerca por los dos mellizos Watanabe, de cinco años de edad, fascinados por el interior del cuerpo de Max. El agresivo Galileo siempre estaba a los empujones, para obtener el mejor sitio de observación; Nai tuvo que fallar en dos disputas fraternales en favor de Kepler.

El doctor Turner confirmó la afirmación de Max de que la herida no era grave, y recetó un breve período de convalecencia.

—Supongo que, simplemente, voy a tener que tomarlo con calma —declaró Max, guiñándole un ojo a Eponine—, que es lo que estaba planeando hacer de todos modos. No creo que haya demasiados cerdos ni gallinas en esta alienígena ciudad de rascacielos… y no sé nada sobre bi-ots.

Nicole sostuvo una breve conversación con Eponine, justamente antes que el submarino arribara a El Puerto, en la que le agradeció profusamente a la antigua profesora de Ellie todo lo que ella y Max habían hecho por la familia. Eponine aceptó las gracias con amabilidad, y le dijo a Nicole que Patrick había estado «absolutamente fantástico» en la ayuda que les brindó en todos los aspectos de la huida.

—Se ha convertido en un espléndido joven —concluyó.

—¿Y cómo anda tu salud? —le preguntó Nicole.

La francesa se encogió de hombros.

—El buen doctor dice que el virus RV-41 todavía está allí, en suspenso y aguardando la oportunidad de aplastar mi sistema inmunitario. Cuando eso ocurra, tendré entre seis meses y un año más de vida.

Patrick informó a Richard que Juana y Eleanor habían tratado de distraer al pelotón de Nakamura haciendo mucho ruido, tal como se los había programado, y que casi con toda seguridad habían sido capturados y destruidos.

—Lamento lo de Juana y Eleanor —le dijo Nicole a Richard, durante uno de los raros momentos a solas a bordo del submarino—. Sé lo mucho que tus robotitos significaban para ti.

—Cumplieron su misión —contestó Richard, forzando una sonrisa—. Después de todo, ¿no fuiste tú quien me dijo una vez que no son lo mismo que personas?

Nicole se estiró y besó a su marido.

Ninguno de los nuevos fugados había estado jamás, como adultos, en Nueva York. Los tres hijos de Nicole habían nacido en la isla y vivido en ella durante los primeros tiempos de su infancia, pero un niño tiene un sentido de los lugares muy diferente del de los adultos. Hasta Ellie, Patrick y Benjy quedaron pasmados cuando bajaron a la costa y vieron, por primera vez, las siluetas altas y esbeltas que se erguían hacia el cielo de Rama en la semioscuridad.

Raro en él, Max Puckett no tenía palabras. Se paró al lado de Eponine, tomándole la mano, y se quedó boquiabierto ante las agujas delgadas, altísimas, que se elevaban más de doscientos metros por encima de la isla.

—Esto es malditamente demasiado para un muchacho salido de una granja de Arkansas —dijo al fin, sacudiendo la cabeza. Él y Eponine caminaban al final de la procesión que avanzaba, en forma serpenteante, hacia la madriguera convertida por Richard y Nicole en un apartamento multifamiliar para que lo compartieran todos ellos.

—¿Quién construyó todo esto? —preguntó Robert Turner a Richard, mientras el grupo hacía un breve alto ante un gigantesco poliedro. A medida que pasaba el tiempo, Robert se volvía más aprensivo; había sido renuente a venir con Ellie y Nikki en primer lugar, y ahora se hallaba en el proceso de autoconvencerse de que había cometido un gran error.

—Probablemente los ingenieros de El Nodo —respondió Richard—, si bien no podemos saberlo con certeza, nosotros, los seres humanos, hemos añadido nuevas estructuras en el hábitat; es posible que quienquiera, o lo que sea, que haya vivido aquí hace mucho pueda haber construido algunos, si no todos, de estos asombrosos edificios.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Robert, más que alarmado ante la perspectiva de toparse con seres dotados de la destreza tecnológica necesaria para crear edificios tan imponentes.

—No tenemos manera de saberlo. Según El Águila, durante miles de años esta espacionave Rama estuvo haciendo viajes para descubrir especies capaces de navegar por el espacio sideral. En algún lugar de nuestra parte de la galaxia existe otro navegante espacial que habrá estado cómodo en un ambiente como éste. Qué era, o es, ese ser, y por qué deseaba vivir en estos increíbles rascacielos y rodeado por ellos, es un enigma que probablemente nunca lleguemos a descifrar.

—¿Y qué pasa con los avianos y las octoarañas, tío Richard? —preguntó Patrick—. ¿Todavía están viviendo aquí, en Nueva York?

—Desde que llegué no vi avianos en la isla, con la salvedad, claro está, de los pichones que estamos criando. Pero todavía hay algunas octoarañas que andan por ahí. Tu madre y yo nos topamos con muchas de ellas cuando estábamos explorando detrás de la pantalla negra.

En ese momento, un biot ciempiés se acercó a la procesión desde un callejón lateral. Richard encendió su linterna en esa dirección; Robert Turner quedó momentáneamente paralizado por el miedo, pero obedeció las instrucciones de Richard y se hizo a un lado, mientras el biot pasaba rodando.

—Rascacielos construidos por fantasmas, octoarañas, biots ciempiés —refunfuñó—. ¡Qué sitio encantador!

—En mi opinión, es mil veces mejor que vivir bajo ese tirano de Nakamura —alegó Richard—. Por lo menos, aquí estamos libres y podemos tomar nuestras propias decisiones.

—Wakefield —gritó Max Puckett desde la retaguardia de la fila—, ¿qué pasaría si no nos quitáramos del camino de uno de esos biots ciempiés?

—No lo sé con seguridad, Max —repuso Richard—, pero es probable que pase por encima de nosotros o que nos rodee, exactamente igual que si fuéramos un objeto inanimado.

Cuando llegaron a la madriguera, fue el turno de Nicole para actuar como guía turística. Ella en persona le mostró a cada persona el respectivo aposento. Había una habitación para Max y Eponine, otra para Ellie y Robert, una dividida por un tabique para Patrick y Nai, la gran guardería subdividida para los tres niños, Benjy y los dos avianos, y una última habitación, pequeña, que Richard y Nicole habían decidido que sería perfecta como comedor común.

Mientras los adultos desempacaban las escasas pertenencias que llevaban en mochilas, los niños tuvieron su primera experiencia con Tammy y Timmy. Los avianos no sabían qué pensar de los pequeños seres humanos, en especial de Galileo, que insistía en tironear o pellizcar y retorcer todo lo que podía tocar. Después de alrededor de una hora de ese tratamiento, Timmy lo arañó levemente con una de sus garras, a modo de advertencia, y el chico produjo un increíble alboroto.

—Sencillamente no lo entiendo —le dijo Richard a Nai como disculpa—, los avianos realmente son seres muy dulces.

—Yo sí lo entiendo —contestó ella—; casi con toda seguridad, Galileo andaba en alguna diablura. —Suspiró—. Es sorprendente, ¿sabes? Crías dos niños exactamente de la misma manera, y después salen tan diferentes. Kepler es tan bueno que es casi un ángel; apenas si puedo enseñarle a defenderse. Y Galileo prácticamente no presta atención a lo que yo le diga.

Cuando todos terminaron de desempacar, Nicole completó la gira turística, incluyendo los dos baños, los corredores, los tanques de suspensión en los que había permanecido la familia durante el período de gran aceleración, en el viaje entre la Tierra y El Nodo, y, por último, la Sala Blanca, con la pantalla negra y el teclado, que también era el dormitorio de Richard y Nicole. Richard demostró cómo funcionaba, solicitando, y recibiendo alrededor de una hora después, algunos juguetes nuevos y sencillos para los niños. También les dio a Robert y Max sendas copias de un breve diccionario de comandos, lo que les permitiría usar el teclado.

Todos los niños se durmieron poco después de la cena y los adultos se reunieron en la Sala Blanca. Max hizo preguntas sobre las octoarañas. En el curso de la descripción de las aventuras de ella y Richard detrás de la pantalla negra, Nicole mencionó sus irregularidades cardíacas. De inmediato, Robert mostró preocupación y, muy poco después, examinó a Nicole en el dormitorio de ella.

Ellie ayudó a Robert en el examen. Robert había llevado tanto equipo médico como pudo hacer caber en su mochila; entre ese equipo figuraban todos los instrumentos y monitores miniatura necesarios para hacer un electrocardiograma (ECG) completo. Los resultados no fueron buenos, pero tampoco tan malos como los temores que Nicole no había expresado abiertamente. Antes de la hora de irse a dormir, Robert informó al resto de la familia que, sin lugar a dudas, el tiempo le había cobrado su tributo al corazón de Nicole, pero que no creía que necesitara cirugía en un futuro inmediato. Le aconsejó que tomara las cosas con calma, aun cuando sabía que su suegra probablemente pasaría por alto la recomendación.

Cuando todos estuvieron dormidos, Richard y Nicole corrieron los muebles para hacer lugar a sus esteras. Se tendieron uno junto al otro, con las manos tomadas.

—¿Estás contenta? —preguntó Richard.

—Sí, mucho. Verdaderamente es maravilloso tener a todos los chicos aquí. —Se inclinó y lo besó—. También estoy agotada, esposo mío, pero no tengo la intención de dormirme sin agradecerte primero por haber arreglado todo esto.

—Son mis hijos también, ¿sabes? —le recordó él.

—Sí, amor —dijo Nicole, volviendo a tenderse de espaldas—, pero sé que nunca habrías hecho todo esto de no haber sido por mí. Tú te habrías contentado con permanecer aquí con los pichones, todos tus aparatitos y los misterios extraterrestres.

—Puede ser, pero a mí también me encanta tenerlos a todos en nuestra madriguera… A propósito, ¿tuviste la oportunidad de hablar con Patrick respecto de Katie?

—Sólo brevemente —contestó Nicole. Suspiró—. Por su mirada me pude dar cuenta de que sigue estando muy preocupado por ella.

—¿No lo estamos todos? —apuntó Richard con suavidad. Permanecieron tendidos en silencio durante algunos minutos, antes de que Richard se incorporara parcialmente, apoyándose sobre un codo—. Quiero que sepas que creo que nuestra nieta es toda una preciosidad.

—Lo mismo digo —contestó Nicole con una carcajada—, pero no existe la menor posibilidad de que se nos pueda considerar imparciales en ese tema.

—Oye, ¿el hecho de tener a Nikki con nosotros significa que ya no te puedo llamar Nikki a ti, ni siquiera en momentos especiales?

Nicole giró la cabeza para mirarlo. Richard estaba sonriendo. Muchas veces le había visto esa particular expresión.

—Duérmete —le aconsejó con otra corta carcajada—. Esta noche estoy demasiado agotada emocionalmente como para hacer cualquier otra cosa.

Al principio, el tiempo pasaba muy rápido. ¡Había tanto para hacer, tanto territorio fascinante para explorar! Aun cuando estaba perpetuamente oscuro en la misteriosa ciudad que estaba encima de ellos, la familia hacía excursiones a Nueva York con regularidad. Virtualmente cada sitio de la isla tenía una anécdota especial que Richard o Nicole podían contar.

—Fue aquí —dijo Nicole una tarde, señalando con el haz de su linterna el enorme enrejado que colgaba suspendido entre dos rascacielos, como si fuera una gigantesca telaraña— donde rescaté al aviano atrapado que, después de eso, me invitó a su madriguera.

»Aquí abajo —contó en otra ocasión, cuando estaban en el gran cobertizo con sus peculiares concavidades y esferas— estuve atrapada durante muchos días, y creí que iba a morir.

La ampliada familia desarrolló un conjunto de reglas para evitar que los chicos se metieran en problemas. No eran necesarias para la pequeña Nikki, que apenas si alguna vez se aventuraba lejos de su madre y su chocho abuelo, pero Kepler y Galileo eran difíciles de dominar; parecían poseer infinita energía. Una vez se los encontró rebotando sobre los coys que había en los tanques de suspensión, como si fuesen trampolines. En otra ocasión, «tomaron prestadas» las linternas de la familia y fueron a la parte superior, sin supervisión de los adultos, para explorar Nueva York. Fueron diez horas de nerviosismo, antes de que se los ubicara en el dédalo de callejones y calles del lado lejano de la isla.

Los avianos practicaban vuelo casi todos los días. Todos los niños se deleitaban en acompañar a sus amigos parecidos a pájaros a las plazas, donde había más lugar para que Tammy y Timmy exhibieran el progreso de sus habilidades. Richard siempre llevaba a Nikki para que viera a los avianos volar. De hecho, llevaba a su nieta dondequiera que él fuese. De vez en cuando Nikki caminaba pero, en la mayor parte de las ocasiones, Richard la transportaba en un artefacto confortable, similar a un portabebé, que se sujetaba en la espalda. El increíble dúo era inseparable. Richard también se había convertido en el principal maestro de su nieta, y muy pronto anunció a todos que Nikki era un genio de la matemática.

A la noche deleitaba a Nicole con las últimas hazañas de Nikki.

—¿Sabes lo que hizo hoy? —le decía, por lo común cuando estaban solos en la cama.

—No, querido —era la respuesta acostumbrada de Nicole, que sabía muy bien que ni ella ni Richard dormirían hasta que él se lo contara.

—Le pregunté cuántas bolas negras tendría, si ya tenía tres y yo le daba dos más. (Pausa para crear suspenso). ¿Y sabes qué respondió? (Otra pausa para crear suspenso). ¡Cinco! ¡Dijo cinco! Y esta niñita apenas acaba de tener su segundo cumpleaños la semana pasada…

Nicole estaba emocionada por el interés de Richard en Nikki. Tanto para la niñita como para el hombre que estaba envejeciendo era la combinación perfecta. Richard, como padre, nunca había podido superar ni sus propios problemas emocionales reprimidos ni su exacerbado sentido de la responsabilidad, así que ésta era la primera vez en su vida que experimentaba el goce del amor verdaderamente inocente. El padre de Nikki, Robert, por otro lado, era un gran médico, pero no una persona muy cálida, y no valoraba en su plenitud los períodos sin propósito específico que los padres deben pasar con sus hijos.

Patrick y Nicole habían tenido varias conversaciones prolongadas sobre Katie, que la dejaban sumamente deprimida. Patrick no le ocultaba a su madre que Katie estaba extremadamente implicada en todas las maquinaciones de Nakamura, que bebía con frecuencia y en demasía, y que había sido promiscua en lo sexual. No le dijo que Katie estaba manejando el negocio de la prostitución, ni que él sospechaba que se había vuelto adicta a los estupefacientes.