7

Nicole dormía muy agitada, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza reposando en el hombro de Richard. Tenía una pesadilla detrás de otra y se despertaba siempre con un respingo, antes de adormecerse otra vez. En la última pesadilla, estaba en una isla, al lado del océano y junto con todos sus hijos. En la pantalla en la que se proyectaba su sueño veía que una enorme marejada se dirigía hacia ellos, y se desesperaba porque sus hijos estaban diseminados por toda la isla. ¿Cómo podría hacer para salvarlos a todos? Despertó con un estremecimiento.

En la oscuridad, empujó suavemente a su marido.

—Richard, despierta. Algo no está bien.

Al principio, Richard no se movió. Cuando Nicole lo tocó una segunda vez, abrió los ojos lentamente.

—¿Qué pasa? —gruñó al fin.

—Tengo la sensación de que no estamos seguros aquí —dijo Nicole—. Creo que deberíamos irnos.

Richard encendió la linterna y paseó lentamente el haz por la habitación.

—No hay nadie aquí —dijo suavemente—, y tampoco oigo algo… ¿No crees que deberíamos descansar un poco más?

El miedo de Nicole aumentaba mientras permanecían sentados en silencio.

—Estoy teniendo una intensa premonición de peligro —manifestó—. Sé que no crees en esas cosas, pero en mi vida casi siempre han sido correctas.

—Muy bien —accedió Richard por fin. Se puso de pie, fue al otro lado de la habitación y abrió la puerta trasera, que daba a un sector adyacente, similar a aquél en el que estaban ellos. Echó un vistazo en el interior.

»Nada aquí tampoco —declaró al cabo de varios segundos. Volvió a la habitación en la que estaban y abrió la puerta que daba al corredor que habían utilizado para huir del pentágono. En el preciso momento en que lo hizo, tanto él como Nicole oyeron el inconfundible sonido de cepillos que se arrastran.

Nicole se levantó de un salto. Richard cerró la puerta sin hacer el menor sonido y fue con premura junto a ella.

—Vamos —le dijo en un susurro—. Tenemos que hallar otra manera para salir de acá.

Pasaron a la otra habitación; después, a otra, y a otra, todas estaban oscuras y vacías. Al ir a la carrera por territorio que no les era familiar, perdieron el sentido de dirección. Por fin, llegaron hasta una puerta grande de doble hoja, situada en la pared opuesta de una de las muchas habitaciones idénticas. Richard le indicó a Nicole que permaneciera atrás, mientras él empujaba con cuidado la hoja izquierda de la puerta.

—¡Maldición! —exclamó no bien miró en la habitación—. ¡¿Qué demonios es esto?!

Nicole se acercó a Richard y siguió el haz de la linterna mientras iluminaba el grotesco contenido de la cámara anexa. Estaba atestada con objetos grandes. El más cercano a la puerta parecía ser algo así como una enorme ameba montada sobre una tabla para patinar; el siguiente, como una gigantesca madeja de cuerda con dos antenas que salían de su centro. No había sonido alguno y nada se movía. Richard dirigió el haz más hacia arriba y lo dejó recorrer con rapidez el resto de la repleta habitación.

—Vuelve atrás —dijo Nicole, al haber visto fugazmente algo familiar—. Por ahí. Unos metros a la izquierda de la otra puerta.

Segundos después, el haz iluminó cuatro figuras parecidas a seres humanos, vestidas con casco y traje espacial, que estaban sentadas con la espalda apoyada en la pared opuesta.

—Son los biots humanos —continuó Nicole, agitada—, los que vimos inmediatamente antes de encontrarnos con Michael O’Toole al pie de la telesilla.

—¿Norton y compañía? —preguntó Richard con incredulidad, mientras un estremecimiento de miedo le bajaba por el espinazo.

—Apuesto a que sí —respondió Nicole.

Entraron en la habitación lentamente y pasaron de puntillas alrededor de los muchos objetos, en su camino hacia las figuras en cuestión. Ambos se arrodillaron al lado de los cuatro seres aparentemente humanos.

—Este debe de ser un basurero para biots —dedujo Nicole, después que verificaron que la cara que había detrás del casco transparente era, en verdad, una copia del capitán de fragata Norton, que había dirigido la primera expedición a Rama.

Richard se paró y movió la cabeza de un lado a otro, en gesto de perplejidad.

—Absolutamente increíble —comentó—. ¿Qué están haciendo aquí? —Dejó que el haz de su linterna recorriera la habitación.

Un momento después, Nicole lanzó un chillido. A no más de cuatro metros de ella se estaba moviendo una octoaraña o, por lo menos, así lo parecía bajo el efecto de la peculiar luz. Richard corrió al lado de su esposa. Ambos comprobaron pronto que lo que estaban viendo no era más que un biot octoaraña, y entonces echaron a reír durante varios minutos.

—Richard Wakefield —dijo Nicole, cuando por fin pudo contener su risa de nerviosidad—, ¿puedo irme a casa ahora? Ya tuve suficiente.

—Creo que sí —le contestó él con una sonrisa—… si podemos encontrar el camino.

A medida que se adentraban cada vez más profundamente en el dédalo de habitaciones y túneles que había en la zona circundante del pentágono, Nicole se convencía de que nunca encontrarían la salida. Finalmente, Richard redujo la velocidad de marcha y empezó a almacenar información en su computadora portátil. Después de eso pudo, al menos, evitar que avanzaran en círculo, pero nunca relacionó su mapa, que cada vez tenía más detalles, con alguno de los hitos que habían visto antes de huir de las octoarañas.

Cuando ya empezaban a sentirse desesperados, se encontraron por casualidad con un pequeño biot camión, que transportaba una singular colección de objetos chicos por un estrecho corredor. Richard se sintió más aliviado.

—Esas cosas dan la impresión de haber sido fabricadas sobre pedido, siguiendo las especificaciones establecidas por alguien —dijo—, como las que nos envían a la Sala Blanca. Si retrocedemos hacia la dirección desde la que vino el biot, entonces puede ser que ubiquemos el sitio en el que se elaboran todos nuestros objetos. Desde ahí deberá de ser fácil localizar el camino que nos lleve a nuestra madriguera.

Fue una larga caminata. Ambos estaban completamente exhaustos varias horas después, cuando el corredor por el que iban se ensanchó hasta convertirse en una inmensa fábrica con un techo interior muy elevado. En el centro de la fábrica había doce cilindros muy anchos, que se parecían a antiguas calderas de la Tierra. Cada uno de ellos tenía cuatro o cinco metros de altura, y uno y medio de ancho en la parte central. Las calderas estaban dispuestas en cuatro filas de tres cada una.

Cintas trasportadoras o, por lo menos, su equivalente ramano, llevaban hacia el interior, y salían del interior, de cada una de las calderas, dos de las cuales estaban en operación en el momento en el que llegaron Richard y Nicole. Richard estaba fascinado.

—Mira allá —dijo, señalando un extenso piso de depósito cubierto con pilas de objetos de todos tamaños y formas—, ésa debe de ser toda la materia prima. Una solicitud le llega a la computadora central, que probablemente está en ese tinglado situado detrás de las calderas, donde se la procesa y asigna a una de estas máquinas. Salen biots, reúnen los materiales adecuados y los ponen en las cintas transportadoras. Dentro de las calderas, estas materias primas son modificadas de manera importante, pues lo que sale es el objeto ordenado por la especie inteligente que fuere, que esté utilizando el teclado, o su equivalente, para comunicarse con los ramanos.

Richard se acercó a la caldera activa más próxima.

—Pero la verdadera pregunta —dijo, desbordante de excitación es ¿qué clase de proceso tiene lugar dentro de esas calderas? ¿Es químico?, ¿es, quizá, nuclear y comprende la trasmutación de elementos?, ¿o los ramanos tienen alguna otra tecnología de fabricación que excede por completo nuestros conocimientos?

Golpeó varias veces, y con mucha fuerza, la parte externa de la caldera activa.

—Las paredes son muy gruesas —señaló. Acto seguido, se inclinó en el sitio donde la cinta transportadora ingresaba en la caldera, y empezó a meter la mano adentro.

—Richard —aulló Nicole—, ¿no crees que eso es una necedad?

Richard lanzó una rápida mirada a su esposa y se encogió de hombros. Cuando volvió a inclinarse para estudiar la interfaz cinta transportadora/caldera, un biot rarísimo, que parecía una caja de cámara fotográfica con patas, vino apresuradamente desde la parte posterior de la gran sala. Con rapidez se metió como una cuña entre Richard y la cinta transportadora activa y después aumentó de tamaño, forzándolo a alejarse del proceso activo.

—¡Linda jugada! —comentó Richard con admiración. Se volvió hacia Nicole—. El sistema tiene una excelente protección contra fallas.

—Richard —dijo entonces Nicole—, si no te importa, ¿podríamos regresar a nuestra tarea principal, por favor? ¿U olvidaste que no sabemos cómo es el camino de vuelta a nuestra madriguera?

—Tan sólo un ratito más —pidió Richard—. Quiero ver qué sale de la caldera activa más cercana a nosotros. A lo mejor, al ver lo producido, después de haber visto ya lo ingresado, puedo inferir la clase de proceso que tiene lugar.

Nicole movió la cabeza de un lado a otro, en gesto de resignación.

—Había olvidado tu fanatismo por el conocimiento; eres el único ser humano que conozco que se detendría para estudiar una nueva planta o un nuevo animal… cuando está completamente perdido en el bosque.

Nicole encontró otro largo pasadizo en el lado de enfrente de la enorme sala. Una hora después, por fin, convenció a Richard para que abandonara la fascinante fábrica alienígena. No tenían manera de saber adónde conducía ese nuevo pasadizo, pero era su única esperanza. Una vez más, caminaron sin cesar. Cada vez que Nicole se empezaba a cansar o a desanimar, Richard le levantaba la moral ensalzando las maravillas de todo lo que habían visto desde que salieron de la madriguera.

—Este lugar es absolutamente asombroso, espléndido —le comentó en un momento dado, conteniéndose a duras penas—. No puedo empezar a evaluar lo que todo esto significa… no, únicamente que no estamos solos en el universo… ni siquiera estamos cerca de la cima de la pirámide, desde el punto de vista de la capacidad…

El entusiasmo de Richard los mantuvo hasta que, al final, cuando ambos estaban cerca del agotamiento, adelante de ellos vieron una bifurcación del corredor. Debido a los ángulos, Richard se sentía seguro de que habían regresado a la Y originaria, a no más de dos kilómetros de la madriguera.

—¡Iujuuu! —aulló, aumentando el ritmo de su marcha—. ¡Mira! —gritó, señalando delante de él con la linterna—, ¡ya casi estamos en casa!

Algo que Nicole oyó en ese momento la hizo quedarse inmóvil donde estaba.

—¡Richard, apaga la luz! —gritó.

Richard giró rápidamente, cayéndose casi, y apagó la linterna. Durante los siguientes segundos no hubo la menor duda, el sonido de cepillos que se arrastraban era cada vez más intenso.

—¡Corre, por lo que más quieras! —aulló Nicole, empleando sus últimas fuerzas en pasar como una exhalación al lado de su marido. Richard alcanzó la intersección no más que quince segundos antes de que lo hiciera la primera de las octoarañas. Los alienígenas estaban subiendo desde el canal. Mientras corría huyendo de ellos, Richard se dio vuelta y encendió la linterna. En ese breve lapso pudo ver cuatro patrones de color, por lo menos, desplazándose en la oscuridad.

Llevaron a la Sala Blanca todos los muebles que pudieron hallar, y formaron una barrera que cruzaba la parte de abajo de la pantalla negra. Durante varias horas observaron y aguardaron, esperando que en cualquier momento la pantalla se levantara y la madriguera fuera invadida por las octoarañas… pero nada ocurrió. Al fin, dejaron a Juana y Eleanor como centinelas en la Sala Blanca, y pasaron la noche en la guardería, junto con Tammy y Timmy.

—¿Por qué las octoarañas no nos siguieron? —preguntó Richard temprano, a la mañana siguiente—. Es casi seguro que saben que la pantalla se levanta automáticamente. Si hubieran llegado hasta el final del corredor…

—A lo mejor no querían volver a atemorizarnos —interrumpió Nicole con delicadeza. Richard frunció profundamente el entrecejo y le lanzó una mirada de curiosidad—. Todavía no tenemos pruebas fehacientes de que las octoarañas sean hostiles —prosiguió Nicole—, a pesar de tus sentimientos de que, como su prisionero, fuiste maltratado durante tu odisea, hace años… No hirieron a Katie ni a mí, cuando pudieron haberlo hecho con facilidad. Y finalmente te devolvieron a nosotros.

—Para ese entonces yo estaba en un coma profundo —replicó Richard—, y ya no les servía más como sujeto de ensayo… Además, ¿qué me dices de Takagishi? O, si es por eso, ¿de los ataques que se les hicieron a príncipe Hal y a Falstaff?

—Cada uno de esos sucesos tiene una explicación plausible, sin recurrir a la hostilidad. Ésa es la causa de que sean tan confusos. Supongamos que Takagishi murió por un ataque cardíaco. Supongamos, también, que las octos conservaron y embalsamaron su cuerpo a guisa de material educativo, para enseñar a las demás octoarañas… Nosotros podríamos hacer lo mismo…

Nicole hizo una pausa antes de proseguir.

—Y el ataque, como tú lo llamas, a príncipe Hal y a Falstaff pudo haber sido nada más que una mala interpretación… ¿Qué tal si tus robotitos, en su deambular, hubieran entrado en un sitio muy importante, quizás un nido o el equivalente octoarácnido de una iglesia…? Para las octoarañas sería natural defender un lugar clave.

—Estoy perplejo —declaró Richard, después de vacilar un instante—; estás defendiendo a las octoarañas… Pero ayer corriste huyendo de ellas aún más rápido que yo.

—Sí —respondió Nicole, con tono contemplativo—, admito que estaba aterrorizada. Mi instinto animal iba a suponer que había hostilidad, y huí. Hoy estoy decepcionada de mí misma. Se supone que nosotros, los seres humanos, usemos nuestro cerebro para domeñar las reacciones instintivas… Especialmente tú y yo. Después de todo lo que hemos visto en Rama y El Nodo, deberíamos estar completamente inmunizados contra la xenofobia.

Richard sonrió y asintió con la cabeza.

—¿Así que estás sugiriendo que, quizá, las octoarañas simplemente estaban tratando de establecer alguna clase de contacto pacífico?

—Quizá —respondió Nicole—. No sé qué quieren, pero sí sé que nunca las vi hacer algo inequívocamente hostil.

Durante unos segundos, Richard quedó con la mirada perdida, fija en las paredes y, después, se frotó la frente.

—Ojalá pudiera recordar más sobre los detalles relativos al tiempo que pasé con ellas. Todavía tengo estas jaquecas cegadoras cuando trato de concentrarme en ese período de mi vida… Únicamente mientras estuve dentro del sésil, mis recuerdos de las octos no iban acompañados por dolor.

—Tu odisea fue hace mucho —señaló Nicole—. A lo mejor, las octoarañas también tienen la capacidad de aprender, y ahora adoptaron una actitud diferente hacia nosotros.

Richard se puso de pie.

—Muy bien —declaró—. Me convenciste. La próxima vez que veamos una octoaraña no saldremos corriendo —rio—… no de inmediato, por lo menos.

Transcurrió otro mes. Richard y Nicole no volvieron a entrar detrás de la pantalla negra y no tuvieron más encuentros con las octoarañas. Pasaban los días atendiendo los pichones (que estaban aprendiendo a volar) y disfrutándose mutuamente. Durante gran parte de sus conversaciones hablaban sobre sus hijos y se sumían en los recuerdos.

—Creo que ahora somos viejos —manifestó Nicole una mañana, mientras caminaban por una de las tres plazas centrales de Nueva York.

—¿Cómo puedes decir eso? —contestó Richard con sonrisa traviesa—. Simplemente porque pasamos la mayor parte del tiempo hablando sobre lo que ocurrió hace mucho, y nuestras funciones cotidianas en el baño ocupan más de nuestra atención y energía que el sexo, ¿piensas que somos viejos?

Nicole rio.

—¿Está tan mal la cosa? —preguntó.

—No del todo —bromeó Richard—. Todavía estoy enamorado de ti como un escolar, pero de vez en cuando a ese amor lo hacen a un lado dolores y achaques que nunca tuve antes… Lo que me hace recordar, ¿no iba a ayudarte para que te examinaras el corazón?

—Sí —admitió Nicole, con una leve inclinación de cabeza—, pero realmente no puedes hacer nada. Cuando escapé, los únicos instrumentos que traje en mi maletín médico fueron el estetoscopio y el esfigmómetro. Los usé varias veces para autoexaminarme y no pude hallar algo fuera de lo normal, salvo una válvula que permite filtraciones de tanto en tanto, y la falta de aliento no se repitió —sonrió—. Probablemente fueron toda la excitación… y la edad.

—Si nuestro yerno, el cardiólogo, estuviera aquí —se lamentó Richard—, entonces podría practicarte un examen completo.

Caminaron en silencio durante varios minutos. Finalmente Richard aventuró:

—Extrañas mucho a los chicos, ¿no?

—Sí —reconoció Nicole, con un suspiro—. Pero trato de no pensar demasiado en ellos. Estoy feliz de encontrarme viva y aquí, contigo… indudablemente es mucho mejor que esos últimos meses en prisión. Y tengo muchos recuerdos maravillosos de los chicos…

—«Que Dios me conceda la sabiduría para aceptar las cosas que no puedo modificar» —citó Richard—. Ésa es una de tus mejores cualidades, Nicole… Siempre estuve ligeramente envidioso de tu ecuanimidad.

Nicole continuó la marcha con lentitud.

«¿Mi qué?», se dijo, recordando claramente cuán obsesa había estado después de la muerte de Valeri Borzov, ocurrida justo después que la Newton se hubo acoplado con Rama. «Ni siquiera podía dormir, hasta que me convencí de que no había sido culpa mía que él muriera». Pensó brevemente en los años transcurridos. «Cualquier ecuanimidad que yo pudiera tener, si es que existe, llegó en época bastante reciente… Tanto la maternidad como la edad nos brindan una perspectiva diferente de nosotros mismos y del mundo».

Instantes después, Richard se detuvo y se volvió para mirarla de frente.

—Te quiero mucho —dijo de repente, y la abrazó con vigor.

—¿Y eso por qué fue? —preguntó ella varios segundos después, perpleja por la súbita demostración emocional de su marido.

Los ojos de Richard tenían una mirada abstraída.

—Durante la semana pasada —le reveló con agitación—, un plan descabellado y extravagante estuvo tomando forma en mi mente. Supe, desde el comienzo, que era peligroso, y probablemente una locura, pero, al igual que todos mis proyectos, se posesionó de mí… Dos veces hasta llegué a dejar nuestra cama en mitad de la noche para meditar sobre los detalles… He querido hablarte al respecto antes de ahora, pero necesitaba convencerme de que en verdad era factible…

—No tengo la menor idea de qué estás hablando —le recordó Nicole, impaciente.

—Los chicos —dijo Richard enfáticamente—; tengo un plan para que escapen, para que se nos unan aquí, en Nueva York. Hasta empecé a reprogramar a Juana y Eleanor.

Nicole se quedó mirando a su marido con fijeza, las emociones pugnando con el raciocinio. Él empezó a explicarle su plan de escape.

—Aguarda un momento, Richard —lo interrumpió Nicole al cabo de varios segundos—. Hay una pregunta importante que debemos responder primero: ¿qué te hace pensar que los chicos quieran siquiera escapar? En Nuevo Edén no están bajo proceso ni en prisión. De acuerdo, Nakamura es un tirano, y la vida en la colonia es difícil y deprimente, pero, por lo que sé, los chicos son tan libres como cualquiera de los demás ciudadanos. Y si fueran a intentar unírsenos, y fracasaran, su vida estaría en peligro… Además, nuestra existencia aquí, aun cuando está bien para nosotros, distaría mucho de ser considerada un paraíso por ellos. ¿No lo crees así?

—Lo sé… lo sé… —contestó Richard—, y quizá me dejé llevar por mi deseo de verlos… Pero ¿qué arriesgamos enviando a Juana y Eleanor para que hablen con ellos? Patrick y Ellie son adultos y pueden tomar sus propias decisiones…

—¿Y qué hay respecto de Benjy y Katie? —preguntó Nicole.

El desagrado hizo que se contrajera el rostro de Richard.

—Evidentemente, Benjy no podría venir por sí mismo, por lo que su participación depende de que alguno de los demás decida ayudarlo o no ayudarlo. En cuanto a Katie, es tan inestable e impredecible… hasta es concebible que decida contárselo a Nakamura… Creo que no tenemos más alternativa que dejarla afuera de esto…

—Un padre nunca pierde la esperanza —señaló Nicole en voz baja, tanto para sí misma como para Richard—. A propósito —agregó—, ¿tu proyecto también incluye a Max y Eponine? Son, virtualmente, miembros de la familia.

—En realidad, Max es la opción perfecta para coordinar la fuga desde dentro de la colonia —dijo Richard, entusiasmándose—; hizo un trabajo tan extraordinario al ocultarte y después llevarte al lago Shakespeare sin que te descubrieran… Patrick y Ellie van a necesitar alguien maduro y sensato para que los guíe a través de todos los detalles… En mi plan, Juana y Eleanor primero van a ponerse en contacto con Max, que no sólo está familiarizado con los robots, sino que también va a brindar su honesta evaluación respecto de si el plan puede funcionar o no. Si nos dice, a través de los robots, que toda la idea es disparatada, entonces lo abandonamos.

Nicole trató de imaginar el alborozo que sentiría en el momento de abrazar otra vez a cualquiera de sus hijos. Era imposible.

—Muy bien, Richard —declaró, sonriendo por fin—. Admito que estoy interesada… Hablemos al respecto… Pero debemos prometernos que no haremos cosa alguna, a menos que estemos seguros de que no vamos a poner en peligro a los chicos.