A la mañana siguiente, cuando Nicole abrió los ojos, Richard estaba parado ante ella, sosteniendo dos mochilas llenas.
—Vamos a explorar y buscar octoarañas —anunció Richard con excitación—, detrás de la pantalla negra… Dejé suficiente comida y agua como para que a Tammy y Timmy les duren dos días, y programé a Juana y Eleanor para que nos encuentren, si se produce una emergencia.
Mientras consumía su desayuno, Nicole observaba con detenimiento a su marido: los ojos de él estaban llenos de energía y vida. «Ése es el Richard que yo recuerdo», se dijo. «La aventura siempre ha sido el componente más importante de su vida».
—Estuve aquí atrás dos veces —adelantó Richard, no bien se hubieron agachado para pasar por debajo de la pantalla, que ahora estaba subida—, pero nunca llegué al final de este primer pasadizo.
La pantalla se cerró detrás de ellos, dejándolos en la oscuridad.
—No habrá problema en quedarnos atrapados aquí, de este lado, ¿no? —preguntó Nicole, mientras ambos revisaban sus linternas.
—En absoluto —le aseguró Richard—, la pantalla no se levanta ni se baja con mayor frecuencia que una vez por minuto, o algo así. Pero si alguien, o algo, todavía permanece en esta zona general durante un minuto, contado a partir de ahora, la pantalla vuelve a levantarse en forma automática.
—Ahora bien: debo advertirte, antes que empecemos a caminar, que éste es un pasadizo muy largo. Lo he recorrido antes, durante un kilómetro por lo menos, y jamás encontré algo, ni siquiera un desvío. Y no hay luz en absoluto, por lo que la primera parte va a ser muy aburrida pero, con el tiempo, tiene que llevar a alguna parte, pues los biots que traen nuestros víveres deben de venir por este camino.
Nicole lo tomó de la mano:
—Tan sólo recuerda, Richard —señaló—, que no somos tan jóvenes como antes.
Richard encendió su linterna, primero sobre el cabello de Nicole, que ahora estaba completamente canoso, y, después, sobre su propia barba gris, y dijo jovialmente:
—Somos un par de viejos locos, ¿no?
—Tú lo serás —replicó Nicole, apretándole la mano.
El pasadizo medía mucho más que un kilómetro. Mientras Richard y Nicole avanzaban con fatiga, hablaban, principalmente, sobre sus asombrosas experiencias en el segundo hábitat:
—Quedé absolutamente aterrorizado cuando la puerta del ascensor se abrió y vi los mirmigatos por primera vez —recordó Richard.
Ya había terminado de describirle a Nicole su estancia con los avianos, y acababa de llegar al momento de su cronología en el que había descendido al fondo del cilindro:
—Me sentía literalmente helado de miedo. Estaban a nada más que tres o cuatro metros de mí. Ambos me miraban con fijeza. El fluido color crema que tenían en sus enormes ojos ovales inferiores se movía de un lado para otro, y los pares de ojos que tenían en el extremo de los pedúnculos se estaban doblando hacia mí, para verme desde otro punto de vista —Richard se estremeció—. Nunca olvidaré ese momento.
—Permíteme asegurarme de que entendí su ciclo biológico correctamente —dijo Nicole unos minutos después, mientras se acercaban a lo que parecía ser una bifurcación del pasadizo subterráneo—. Los mirmigatos se desarrollan en los melones maná, tienen una vida bastante breve pero sumamente activa y, después, mueren en el interior del sésil, donde todas las experiencias que adquirieron en la vida, según teorizas tú, son agregadas, de algún modo, a la base de conocimientos neurales de la red. El ciclo de vida se completa cuando nuevos melones maná crecen en el interior de los sésiles. Entonces, a seres en estadio juvenil los recolecta, en el momento apropiado, la activa población de mirmigatos.
Richard asintió con la cabeza, y dijo:
—Puede que no sea exactamente así, pero debe de andar muy cerca de lo correcto.
—¿Así que únicamente nos falta entender el conjunto necesario de condiciones que determinan que los melones maná inicien el proceso de germinación?
—Tenía la esperanza de que tú me ayudaras con ese rompecabezas —dijo Richard—. Después de todo, doctora, tú eres la única de nosotros que cuenta con alguna preparación formal en biología.
El corredor se convirtió en una Y, cada una de las continuaciones formando un ángulo de cuarenta y cinco grados con el largo y recto pasadizo que salía desde la madriguera de la pareja.
—¿Hacia qué lado, cosmonauta des Jardins? —preguntó Richard, sonriente, al tiempo que iluminaba con su linterna en ambas direcciones. Ninguno de los dos túneles tenía alguna característica distintiva.
—Primero vayamos hacia la izquierda —propuso Nicole, algunos segundos después que Richard hubo creado un mapa esquemático en su computadora portátil. El sendero de la izquierda empezaba a cambiar al cabo de unos pocos centenares de metros. El pasadizo se ensanchaba hasta convertirse en una rampa descendente que se enroscaba en torno de un poste extremadamente grueso y penetraba unos cien metros más, por lo menos, en la corteza de Rama. Mientras bajaban, podían ver luces debajo de ellos. En el fondo se encontraron con un canal ancho y largo, que tenía márgenes extensas y llanas. Hacia la izquierda, en la margen opuesta del canal, vieron un par de biots cangrejo que huían precipitadamente de ellos; también vieron un puente en la distancia, más allá de los biots. Hacia la derecha, aguas abajo del canal se desplazaba una barcaza que transportaba, hacia algún destino último en el mundo subterráneo, una carga completa de objetos diversos, pero desconocidos, grises, negros y blancos.
Richard y Nicole estudiaron el paraje que los rodeaba y, después, se miraron:
—Estamos de vuelta en el País de las Maravillas, Alicia —dijo Richard, lanzando una breve risa—. ¿Por qué no comemos un bocadillo mientras doy entrada a todos estos bienes raíces en mi fiel computadora?
Mientras estaban comiendo, un biot ciempiés se acercó por la margen del canal en la que se encontraban ellos, se detuvo brevemente, como para estudiarlos y, después, siguió de largo, trepando por la rampa por la que acababan de descender.
—¿Viste biots cangrejo o ciempiés en el segundo hábitat? —preguntó Nicole.
—No —respondió Richard.
—Y adrede los eliminamos durante el diseño de los planos de Nuevo Edén, ¿no es así?
Richard rio:
—Por cierto que lo hicimos: tú nos convenciste a El Águila y a mí de que los seres humanos comunes y corrientes no iban a estar capacitados para tratar fácilmente con esos biots.
—¿Así que su presencia aquí entraña la existencia de un tercer hábitat?
—Es posible. Después de todo, no tenemos la menor idea de qué hay ahora en el Hemicilindro Austral. No lo hemos visto desde que Rama fue renovada. Pero también hay otra explicación: supongamos que los cangrejos, ciempiés y otros biots ramanos sencillamente se entregan con el territorio, no sé si soy claro: a lo mejor funcionan en todo sitio de Rama, en todos los viajes, a menos que los proscriba específicamente un determinado viajero espacial.
Cuando terminaron de almorzar, por su izquierda apareció otra barcaza. Al igual que su predecesora, venía cargada con pilas de objetos blancos, negros y grises:
—Éstos son diferentes de los primeros —observó Nicole—. Esos cúmulos me hacen recordar las piezas de repuesto para biots ciempiés que había almacenadas en mi foso.
—Podrías tener razón —asintió Richard, poniéndose de pie—. Sigamos el canal y veamos a dónde nos conduce. —Echó un vistazo en derredor, primero al arqueado techo que tenían a diez metros por encima de su cabeza y, después, hacia atrás, a la rampa que tenían a sus espaldas. Dijo—: A menos que haya cometido un error en mis cálculos, o que el Mar Cilíndrico sea mucho más profundo de lo que pensé, este canal corre de sur a norte, debajo del mar mismo.
—¿Así que seguir la barcaza nos va a llevar de regreso, por debajo del Hemicilindro Boreal? —dedujo Nicole.
—Así lo creo —contestó Richard.
Siguieron el canal durante más de dos horas. Con la salvedad de tres biots araña, que se desplazaban con rapidez y como equipo por la margen de enfrente, no vieron cosa alguna que fuera nueva. Dos barcazas más pasaron al lado de ellos, transportando aguas abajo la misma clase general de carga y, de modo intermitente, los dos seres humanos se encontraron con biots, tanto ciempiés como cangrejo, sin que hubiera interacciones. Pasaron junto a otro puente más sobre el canal.
Descansaron dos veces, bebiendo agua o comiendo un tentempié mientras conversaban. En la segunda detención para descansar, Nicole sugirió que, quizá, deberían regresar. Richard comprobó la hora en su reloj, y dijo:
—Continuemos otra hora. Si mi sentido de la posición es correcto, ya debemos de estar debajo del Hemicilindro Norte. Más tarde o más temprano tendremos que descubrir adónde están llevando todo eso las barcazas.
Tenía razón: después de otro kilómetro de marcha a lo largo del canal, vieron, en la distancia, una estructura pentagonal grande. Cuando se aproximaron, pudieron ver que el canal fluía directamente hacia el centro del pentágono. El edificio en sí, que estaba a horcajadas sobre el canal, tenía seis metros de alto, techo exterior plano, carecía de ventanas y la parte de afuera era color blanco crema. Cada una de sus cinco secciones, o alas, se extendía veinte o treinta metros desde el centro de la estructura.
La pasarela que corría a lo largo del canal terminaba en algunos escalones que ascendían hasta un sendero perimetral que rodeaba todo el pentágono. Había una configuración similar del otro lado del canal; en esos momentos un biot ciempiés usaba el sendero perimetral como puente para pasar de una margen del canal a la otra.
—¿A dónde supones que va? —preguntó Nicole, mientras los dos se hacían a un lado para permitir que el biot pasara rodando.
—Quizás a Nueva York —contestó Richard—. En mis largas caminatas antes de que los avianos salieran del huevo, a veces veía a lo lejos uno de estos biots.
Se detuvieron fuera de la única puerta del pentágono que estaba en el lado del edificio que daba al canal.
—Supongo que vamos a entrar, ¿no? —dijo Nicole.
Richard asintió con la cabeza y empujó la pequeña puerta, abriéndola. Nicole se agachó y entró en el edificio: en derredor tenían una sala grande, bien iluminada, quizá de unos mil pies cúbicos en total, con un techo que se alzaba a cinco metros por sobre el piso. La pasarela en la que se encontraban estaba elevada dos o tres metros respecto del piso, por lo que podían observar la mayor parte de las actividades que se desarrollaban debajo de ellos: obreros robot biot como nunca antes habían visto, cada uno diseñado para una tarea especializada, estaban descargando en la sala las dos barcazas y separando la carga en función de algún plan predeterminado. A muchas de las piezas individuales de los cúmulos se las cargaba en biots camión, que desaparecían por una de las puertas posteriores una vez que estaban llenos.
Después de algunos minutos de observación, Richard y Nicole siguieron caminando por la pasarela hasta llegar al sitio en que se cruzaba con otro sendero, situado justo por encima del centro de la sala. Richard se detuvo e hizo algunas anotaciones en su computadora.
—Doy por sentado que esta disposición arquitectónica es tan sencilla como parece —comentó—. Podemos ir hacia la izquierda o hacia la derecha… Cualquiera que sea el camino que elijamos, entramos en otra ala del pentágono.
Nicole eligió la pasarela de la derecha porque los biots camión que, según ella creía, transportaban piezas para los biots ciempiés, habían ido en esa dirección. Lo que observó era correcto: no bien entraron en la segunda sala, que tenía exactamente el mismo tamaño que la primera, advirtieron que en el taller que estaba debajo de ellos se estaban fabricando tanto un biot ciempiés como uno cangrejo. Richard y Nicole se detuvieron varios minutos para observar el proceso.
—Verdaderamente fascinante —opinó Richard, terminando su diagrama por computadora de la fábrica de biots—. ¿Estás lista para irte?
Cuando Richard se dio vuelta para mirarla, Nicole vio que los ojos de él se abrían como platos:
—No mires ahora —advirtió Richard un segundo después, con voz queda—, pero tenemos compañía.
Nicole giró en redondo y miró hacia sus espaldas: del otro lado de la sala, cuarenta metros por detrás de ellos, en la pasarela, un par de octoarañas se les acercaba lentamente. Richard y Nicole no habían oído su característico sonido, parecido al de arrastrar cepillos metálicos, debido al ruido de la fábrica de biots.
Las octoarañas se detuvieron al darse cuenta de que los seres humanos se habían percatado de su presencia. A Nicole el corazón le golpeteaba con furia: ella recordaba con claridad su último encuentro con una octoaraña, cuando en Rama II rescató a Katie de la madriguera de las octos. Entonces, al igual que ahora, su impulso irresistible fue el de correr.
Aferró la mano de Richard, mientras los dos mantenían la vista clavada en los alienígenas.
—Vámonos —dijo en un susurro.
—Estoy tan asustado como tú —contestó él—, pero no nos vayamos aún. No se mueven. Quiero ver qué van a hacer.
Richard se concentró en la octoaraña jefe y trazó una cuidadosa imagen en su mente: el cuerpo de la octoaraña, casi esférico, era de color gris carbón, tenía un diámetro de cerca de un metro y prácticamente carecía de rasgos distintivos, con la excepción de una hendedura vertical de veinte o veinticinco centímetros de ancho, que iba desde la parte superior hasta la inferior, donde el cuerpo se descomponía en los ocho tentáculos negros y dorados, cada uno de dos metros de largo, que se extendían por el suelo. En el interior de la hendedura vertical había muchas papilas y plegaduras desconocidas. «Casi con seguridad, sensores», pensó Richard, la más grande de las cuales era una gran estructura rectangular con forma de lente, que contenía alguna clase de fluido.
Cuando los dos pares de seres se miraron con fijeza desde lados opuestos de la sala, una ancha banda de coloración púrpura brillante se extendió alrededor de la «cabeza» de la octoaraña jefe. Esta banda se originó en uno de los bordes paralelos de la hendedura vertical y se desplazó alrededor de la cabeza, para desaparecer dentro del borde opuesto de la hendedura, casi trescientos sesenta grados después. La siguió, al cabo de pocos segundos, una complicada banda de colores, compuesta por barras rojas, verdes y algunas incoloras, que también describieron el mismo recorrido alrededor de la cabeza de la octoaraña.
—Exactamente eso es lo que ocurrió cuando aquella octoaraña se enfrentó con Katie y conmigo —informó Nicole nerviosamente—. Katie dijo que nos estaba hablando.
—Pero no tenemos manera de saber qué está diciendo —contestó Richard—, y el mero hecho de que pueda hablar no significa que no nos vaya a hacer daño…
Mientras la octoaraña jefe seguía hablando con colores, Richard súbitamente recordó un episodio de años atrás, durante su odisea en Rama II. En aquella ocasión había estado yaciendo en una mesa, rodeado por cinco o seis octos, todas con patrones de colores en la cabeza. Richard rememoró con claridad el tremendo terror que había sentido al mirar cómo algunos seres muy pequeños, aparentemente sometidos al control de las octoarañas, reptaban hacia el interior de su nariz.
—No fueron tan agradables conmigo antes —comentó.
En ese instante, la puerta opuesta de la sala se abrió e ingresaron cuatro octoarañas más.
—Ya es suficiente —declaró, sintiendo a Nicole tensa junto a él—, creo que es hora de que hagamos un mutis.
Caminaron con rapidez hacia el centro de la sala, donde la pasarela, al igual que en la sala anterior, se unía con el sendero que llevaba hacia afuera. Pero se detuvieron después de dar algunos pasos: cuatro octoarañas más llegaban por esa puerta también.
Richard y Nicole giraron sobre sus talones, volvieron a la pasarela interior principal y salieron como un rayo en dirección de la tercera ala del pentágono. Esta vez fueron a la carrera, sin virar hacia el exterior, hasta que estuvieron adentro de la cuarta ala. En esa sección reinaba completa oscuridad. Redujeron la velocidad de marcha, mientras Richard extraía su linterna para examinar lo que tenían alrededor: en el taller que estaba debajo de ellos había un equipo de aspecto complicado, pero no se advertía actividad.
—¿Debemos intentar de nuevo el exterior? —preguntó Richard, al tiempo que volvía a ponerse la linterna en el bolsillo de la camisa. Al ver que Nicole hacía un gesto de asentimiento, la tomó de la mano y avanzaron a paso vivo hasta la intersección, en la que giraron hacia la derecha para después dirigirse hacia el exterior del pentágono.
Minutos después estaban en un corredor oscuro, en territorio completamente desconocido. Ambos estaban fatigados; Nicole tenía dificultades para respirar:
—Richard —avisó—, necesito descansar. No puedo seguir así.
Avanzaron rápidamente por el vacío corredor oscuro, recorriendo unos cincuenta metros: sobre la izquierda vieron una puerta. Con cautela, Richard la abrió, atisbó detrás de ella y recorrió el cuarto con el haz de la linterna:
—Debe de ser alguna clase de depósito —dijo—, pero, en estos momentos, está vacío.
Entró en el cuarto, a través de la puerta trasera del cual le echó un vistazo a otra cámara vacía y, después, regresó a buscar a Nicole. Se sentaron con la espalda contra la pared.
—Cuando volvamos a nuestra madriguera, querido —dijo Nicole unos segundos después—, quiero que me ayudes a examinarme el corazón: últimamente he estado sintiendo unos dolores extraños.
—¿Estás bien ahora? —preguntó Richard, con la preocupación reflejada en la voz.
—Sí —aseguró ella. Sonrió en la oscuridad y lo besó—. Tan bien como se puede esperar, después de escapar por un pelo de una manada de octoarañas.