5

¡Todo era tan familiar! Con la salvedad del desorden de Richard, acumulado durante los meses que pasó solo, y de la transformación de la guardería de sus hijos para que fuera el dormitorio de los dos pichones de aviano, la madriguera que estaba debajo de Nueva York se encontraba exactamente igual que cuando Richard, Nicole, Michael O’Toole y sus hijos partieron de Rama años atrás.

Richard atracó el submarino en un fondeadero situado en el lado sur de la isla, en un sitio al que llamaba El Puerto.

—¿Dónde conseguiste el submarino? —le preguntó Nicole, mientras caminaban juntos hacia la madriguera.

—Fue un regalo o, al menos, creí que lo era. Después de que el superjefe, o la superjefa, no conozco su dimorfismo sexual, de los avianos me mostró cómo operarlo, desapareció, dejando el submarino aquí.

Caminar en Nueva York había sido una experiencia pavorosa para Nicole. Aun en la oscuridad, los rascacielos le traían un recuerdo muy vivo de los años vividos en esa isla misteriosa ubicada en mitad del Mar Cilíndrico.

«¿Cuántos años han pasado desde que nos fuimos?», pensaba cuando Richard y ella, tomados de la mano, se detuvieron junto al cobertizo en el que Francesca Sabatini la había abandonado para que pereciera en el fondo de un pozo. Pero Nicole sabía que no existía forma de brindar una respuesta exacta a su pregunta. El tiempo transcurrido no se podía haber medido en forma normal alguna, ya que habían efectuado dos largos viajes interestelares a velocidades relativísticas, el segundo dormidos en una litera especial, con tecnología extraterrestre que les retardaba el proceso de envejecimiento mediante la cuidadosa manipulación de las enzimas y del metabolismo.

—Los únicos cambios hechos a la espacionave Rama en cada visita a El Nodo —le informó Richard cuando se aproximaron por vez primera a su antiguo hogar— son los necesarios para adaptarla a la misión siguiente. Así que nada varió en nuestra madriguera, la pantalla negra sigue estando en la Sala Blanca, así como nuestro antiguo teclado. Los procedimientos para hacerles pedidos a los ramanos, o como quiera que se deba llamar a nuestros anfitriones, también siguen intactos.

—¿Y qué hay respecto de las demás madrigueras? —preguntó Nicole durante el descenso por la rampa hacia el nivel en el que habitaban—. ¿Las visitaste?

—La madriguera aviana es un sepulcro —contestó Richard—. La he recorrido por completo varias veces. Una vez, penetré con cautela en la de las octoarañas, pero sólo me adentré hasta esa sala de catedral con los cuatro túneles que llevan al exterior…

Nicole lo interrumpió, riendo.

—Las que llamábamos Eenie, Meenie, Mynie y Moe…

—Sí. Sea como fuere, no me sentí cómodo allá. Tenía la sensación, aun cuando no pude identificar algo específico, de que la madriguera todavía estaba habitada, y de que las octos, o quienquiera que hubiera podido estar viviendo allá, estaban vigilando todos y cada uno de mis pasos. —Esta vez fue el turno de él para reír—. Lo creas o no lo creas, también estaba preocupado por lo que les ocurriría a Tammy y Timmy si, por alguna causa, yo no regresara.

La primera presentación de Nicole a Tammy y Timmy, el par de pichones de aviano que Richard criaba desde que nacieron, fue sumamente divertida. Richard había construido una media puerta que daba a la guardería, y le echó cerrojo cuando salió para encontrarse con Nicole dentro del segundo hábitat. Como los seres parecidos a pájaros todavía no podían volar, carecían de la capacidad para abandonar la guardería durante su ausencia. Pero no bien oyeron su voz en la madriguera, empezaron a chillar y parlotear. Ni siquiera dejaron de graznar cuando Richard les abrió la puerta y los acunó a los dos en los brazos.

—Me están diciendo —le gritó a Nicole, por encima del espantoso ruido— que no debí haberlos dejado solos.

Nicole se reía tanto que los ojos se le llenaban de lágrimas. Los dos pichones tenían su largo cuello extendido hacia la cara de Richard. Interrumpían sus parloteos y chillidos nada más que durante lapsos breves, momentos en los cuales frotaban suavemente la parte inferior del pico contra la mejilla barbada de Richard. Los avianos todavía eran pequeños —de unos setenta centímetros de alto cuando se paraban sobre las dos patas—, pero el cuello era tan largo que parecían ser mucho más grandes.

Nicole observaba con admiración cómo su marido cuidaba de sus pupilos alienígenas, les limpiaba las defecaciones, se aseguraba de que tuvieran alimento y agua frescos, y hasta comprobaba la blandura de sus lechos, formados por algo parecido al heno, que estaban en el rincón de la guardería.

«Has recorrido un largo camino, Richard Wakefield», pensó Nicole, recordando los años en que él se mostraba renuente para cumplir con cualquiera de las obligaciones comunes relacionadas con la paternidad. Nicole se sentía profundamente conmovida por el evidente afecto que su marido sentía por los delgaduchos pichones.

«¿Será posible», se preguntó, «que cada uno de nosotros tenga en su interior esta clase de amor abnegado y que debamos, de algún modo, abrirnos camino por entre todos los problemas que crearon tanto la herencia como el ambiente, antes de que podamos descubrirlo?»

Richard guardaba los cuatro melones maná y la tajada del sésil en uno de los rincones de la Sala Blanca. Le explicó que no había observado cambios de clase alguna ni en los melones ni en el material del sésil desde que llegó a Nueva York.

—Quizá los melones pueden permanecer en estado de latencia durante mucho tiempo, como las semillas —aventuró Nicole, después de escuchar la explicación de Richard sobre el complejo ciclo de vida de la especie sésil.

—Eso es lo que estaba pensando —convino Richard—. Naturalmente, no tengo la menor idea de cuáles sean las condiciones en las que podrían germinar los melones… La especie es tan extraña, y tan complicada, que no me sorprendería que al proceso lo controlara, de alguna manera, ese pequeño trozo de sésil.

La primera noche que estuvieron juntos, Richard tuvo dificultades para conseguir que los pichones se fueran a dormir.

—Tienen miedo de que los vuelva a dejar —explicó cuando regresó a la Sala Blanca después de la tercera vez que los furiosos graznidos de Tammy y Timmy interrumpieron su cena con Nicole. Al fin, programó a Juana y Eleanor para que divirtieran a los avianos, era la única manera en que podía mantener en silencio a sus pupilos extraterrestres, de modo de poder contar con algo de tiempo a solas con Nicole.

Hicieron el amor suave y tiernamente, antes de dormirse. Mientras se estaba desvistiendo, Richard admitió que no estaba seguro de cuán bien… pero Nicole le informó que su rendimiento, o su falta de rendimiento, carecía por completo de importancia, insistió en que sería un gozo inenarrable el simple hecho de tener su cuerpo al lado del de ella, y que, de producirse, cualquier excitación sexual sería un maravilloso beneficio adicional. Fueron, por supuesto, compatibles, como lo habían sido desde la primera vez que durmieron juntos. Se tomaron de las manos, los cuerpos uno al lado del otro, después del contacto sexual. Nada dijeron. Varias lágrimas se formaron en los ojos de Nicole y se deslizaron con lentitud por su rostro para, finalmente, fluir hacia los costados, derramándose en los oídos. Sonrió en la oscuridad. Por el momento, se sentía gloriosamente feliz.

Por primera vez en muchísimo tiempo, no había prisa en la vida de Nicole y Richard. Todas las noches conversaban con facilidad, a veces aun cuando estaban haciendo el amor. Richard le contó más sobre su niñez y adolescencia que lo que nunca antes le había contado; incluyó sus recuerdos más dolorosos del mal trato a que lo sometía su padre, así como los detalles desgarradores de su desastroso primer matrimonio con Sarah Tydings.

—Ahora me doy cuenta de que Sarah y papá tenían algo fundamental en común —comentó Richard bien avanzada una noche—; ambos carecían de la capacidad de concederme la aprobación que yo perseguía con tanta desesperación y, de algún modo, ambos sabían que continuaría tratando de obtenerla, aun si eso entrañaba abandonar todo lo demás que hubiera en mi vida.

Nicole compartió con Richard, por primera vez, todo el aspecto conmovedor de su amorío de cuarenta y ocho horas con el Príncipe de Gales, inmediatamente después que ella obtuvo su medalla olímpica de oro; hasta admitió que había anhelado casarse con Henry y que quedó completamente desolada cuando se dio cuenta de que el Príncipe la había excluido como candidata para ser la reina de Gran Bretaña debido, primordialmente, al color de su piel. Richard estaba interesado en extremo, hasta fascinado, por la narración de Nicole. Pero ni siquiera una vez dio la impresión de sentirse amenazado en lo más mínimo o celoso.

«Se volvió más maduro», pensaba ella varias noches después, mientras su marido estaba terminando la tarea nocturna de arropar los pichones en su cama.

—Querido —dijo cuando Richard se le unió en el dormitorio que tenían en la madriguera—, hay algo que te quiero decir… Estuve esperando el momento oportuno…

—Oh, oh… —Richard fingió fruncir el ceño—. Esto suena como algo serio… Espero que no te demores demasiado, pues para esta velada yo tenía algunos planes para nosotros.

Cruzó la habitación y empezó a besarla.

—Por favor, Richard, ahora no… —dijo ella, apartándolo con delicadeza—. Esto es muy importante para mí.

Richard retrocedió unos pasos.

—Cuando creí que me iban a ejecutar —continuó Nicole lentamente—, me di cuenta de que todos mis asuntos personales estaban en orden, salvo dos. Todavía había cosas que deseaba decir, tanto a ti como a Katie; hasta le pregunté al policía que me explicó el procedimiento de ejecución si me podía dar papel y lapicera, de modo de poder escribir dos cartas finales.

Se detuvo un instante, como si hubiera estado buscando las palabras adecuadas.

—Durante esos espantosos días, no pude recordar, Richard —prosiguió—, si alguna vez te había dicho, explícitamente, lo contenta que estaba de que hubiésemos sido marido y mujer… Tampoco quise morir sin…

Se detuvo una segunda vez, recorrió con la vista la habitación y, después, volvió a mirar a Richard directamente a los ojos.

—Había una cosa más que deseaba conseguir con esa última carta. En ese momento estaba convencida de que era necesario para hacer que mi vida hubiera sido completa, de modo que pudiera partir de este mundo sin dejar cabos sueltos… Richard, quise disculparme por mi insensibilidad allá en El Nodo, cuando tú, Michael y yo… Cometí un error entonces al ir demasiado pronto a la cama de Michael, cuando temí…

Tomó una profunda bocanada de aire.

—Debí haber tenido más fe —admitió—. No es, ni por un minuto, que los eliminaría del mundo a Patrick o a Benjy, pero ahora me doy cuenta de que me rendí demasiado rápido a mi soledad. Deseo…

Richard le tocó los labios con el dedo.

—No es necesaria disculpa alguna, Nicole —dijo con suavidad—, sé que me quisiste bien.

Adoptaron un ritmo fácil en su sencilla existencia. Por las mañanas recorrían Nueva York, normalmente tomados del brazo, explorando de nuevo cada esquina del dominio isleño al que una vez, en el pasado, habían llamado hogar. Como ya estaba siempre oscuro, la ciudad tenía un aspecto diferente ahora. Únicamente el haz de las linternas que llevaban iluminaba los enigmáticos rascacielos, cuyos detalles estaban indeleblemente grabados en su memoria.

A menudo caminaban por los terraplenes de la ciudad, mirando las aguas del Mar Cilíndrico. Una mañana, pasaron varias horas parados en un mismo sitio, el lugar preciso en el que habían confiado su vida a los tres avianos, tantísimos años atrás. Juntos rememoraron el miedo, así como la emoción, que experimentaron en el instante en que los grandes seres parecidos a pájaros los levantaron del suelo para transportarlos al otro lado del mar.

Cada día, después del almuerzo, Nicole, que siempre había precisado dormir más que su marido, hacía una breve siesta. Richard empleaba el teclado para solicitar de los ramanos más alimentos o provisiones, llevaba los pichones a la parte superior, de modo que hicieran algo de ejercicio, o trabajaba en alguno de la miríada de proyectos que tenía diseminados por la madriguera. En el anochecer, después de una cena tomada sin apuro, se acostaban juntos, lado a lado, y hablaban durante horas antes de hacer el amor o, simplemente, se quedaban dormidos. Hablaban sobre todo, incluyendo a Dios, El Águila, los ramanos, la política que se seguía en Nuevo Edén, libros de toda clase y, por sobre todo, hablaban de sus hijos.

Aunque podían conversar con entusiasmo acerca de Ellie, Patrick, Benjy o, inclusive, Simone, a la que no habían visto desde hacía muchos años, a Richard le resultaba difícil mantenerse hablando sobre Katie durante un lapso cualquiera. Se autocastigaba con regularidad por no haber sido más estricto con su hija favorita durante su niñez, y culpaba a la excesiva libertad que él le había dado por la conducta irresponsable que Katie tenía como adulta. Nicole trataba de consolarlo y de tranquilizarlo, recordándole que las circunstancias de su vida en Rama no habían sido normales y que, después de todo, nada en su propia historia lo había preparado a Richard para tener la disciplina apropiada que se necesita que tenga un padre.

Una tarde, cuando Nicole despertó de su siesta, pudo oír a Richard mascullando para sí mismo en la sala de estar. Curiosa, se puso de pie en silencio y fue hacia la habitación que una vez fue el dormitorio de Michael O’Toole. Se paró en el vano de la puerta y observó a Richard dar los toques finales a un modelo de gran tamaño que ocupaba la mayor parte de la habitación.

Voilà[4] —dijo él, dándose vuelta para indicar que la había oído arrastrar los pies—. No ganará premios por la estética —continuó con una amplia sonrisa, haciendo un ademán en dirección del modelo—, pero es una razonable representación de nuestra parte del universo, y por cierto que me brindó material para reflexionar.

Una plataforma horizontal y rectangular cubría la mayor parte del piso. Delgadas varillas verticales, de altura variada, estaban insertas en veinte sitios distribuidos alrededor. En el extremo superior de cada varilla había una esfera de color, que representaba una estrella.

La varilla vertical del centro del modelo, que tenía una esfera amarilla en la punta, se alzaba cerca de metro y medio sobre la plataforma.

—Éste, por supuesto —explicó Richard—, es nuestro Sol… y aquí estamos nosotros o, para hablar con propiedad, está Rama, dentro de este cuadrante, a un cuarto de camino, más o menos, entre el Sol y nuestra estrella similar más próxima, Tau de la Ballena… Sirio, donde estábamos cuando permanecimos en El Nodo, está por ahí atrás…

Nicole caminó alrededor del modelo que representaba el vecindario estelar del Sol.

—Hay veinte sistemas de estrellas dentro de un radio de doce años luz y medio de nuestro hogar —prosiguió Richard—, comprendidos seis sistemas binarios, y un grupo de triplete, nuestros vecinos más cercanos, las de Centauro, por aquí. Observa que las de Centauro son las únicas estrellas que están dentro de la esfera de los cinco años luz.

Señaló tres bolas separadas que representaban las estrellas de Centauro; cada una tenía tamaño y color diferentes. Los elementos de ese grupo ternario, unidos entre sí con alambres diminutos, descansaban sobre el extremo de la misma varilla vertical, exactamente en el interior de una esfera de alambre abierta que tenía el Sol por centro y que estaba indicada con un gran número 5.

—Durante mis muchos días de soledad aquí abajo —prosiguió—, a menudo me encontraba preguntándome por qué Rama estaba yendo en esta dirección en particular. ¿Tenemos un destino específico? Así parecería, ya que nuestra trayectoria no varió desde el momento en que tuvimos nuestra aceleración inicial… Y si estamos yendo hacia Tau de la Ballena, ¿qué encontraremos allá? ¿Otro complejo como El Nodo? ¿O quizás el mismo Nodo se haya desplazado durante el tiempo transcurrido…?

Richard se detuvo. Nicole había ido hasta el borde del modelo y extendía los brazos hacia arriba, hacia un par de estrellas rojas que estaban en el extremo de una varilla de tres metros.

—Supongo que variaste la longitud de estas varillas para demostrar la plena relación tridimensional de todas estas estrellas —aventuró ella.

—Sí… A propósito, ese grupo binario en particular que estás tocando se llama Struve 2398 —repuso Richard, con su tono de catálogo humano—, tiene una declinación muy grande y se halla a poco más de diez años luz del Sol.

Al ver la leve sonrisa falsa en el rostro de Nicole, Richard rio para sí y cruzó el cuarto para tomarla de la mano.

—Ven conmigo por aquí —dijo—, y te mostraré algo verdaderamente interesante.

Fueron hasta el otro lado del modelo y se pararon mirando el Sol, a mitad de camino entre las estrellas Sirio y Tau de la Ballena.

—¿No sería fantástico que nuestro Nodo realmente se hubiera desplazado —dijo Richard, con excitación—, y que volvamos a verlo otra vez, por aquí, en el lado opuesto de nuestro sistema solar?

Nicole rio.

—Claro que sí —asintió—, pero carecemos por completo de pruebas…

—Pero tenemos cerebro e imaginación —la interrumpió Richard—, y El Águila sí nos dijo que todo El Nodo tenía la capacidad de desplazarse. Simplemente me parece que… —Se detuvo en medio de la frase y, después, cambió levemente de tema—. ¿Nunca te preguntaste adónde fue nuestra espacionave Rama, después que dejamos El Nodo, durante todos esos años en los que estuvimos dormidos? Supón, por ejemplo, que a los avianos y los sésiles se los recogió por aquí, en algún sitio, alrededor de las binarias Proción quizás o, a lo mejor, aun por aquí, alrededor de Épsilon de Erídano, que fácilmente pudieron haber estado en nuestra trayectoria. Sabemos que hay planetas en torno de Erídano. A una fracción importante de la velocidad de la luz, a Rama pudo haberle resultado fácil retornar al Sol…

—Detente, Richard —lo interrumpió Nicole—. Estás muy adelante de mí en este tema. ¿Por qué no empezamos por el principio…?

Se sentó en la plataforma, en el interior del modelo, al lado de una bola roja, elevada nada más que unos pocos centímetros mediante una varilla muy corta, y cruzó las piernas.

—Si entiendo tu hipótesis, ¿nuestro viaje actual va a terminar en Tau de la Ballena?

Richard asintió con una leve inclinación de cabeza.

—La trayectoria es demasiado perfecta como para ser una coincidencia. Llegaremos a Tau de la Ballena dentro de unos quince años más, y tengo la creencia de que nuestro experimento habrá concluido.

Nicole gimió.

—Ya estoy vieja. Para ese entonces, si es que todavía vivo, estaré tan arrugada como una pasa… Nada más que por curiosidad, ¿qué crees que nos ocurrirá después que nuestro «experimento haya concluido», como dices tú?

—Ahí es donde necesitamos nuestra imaginación… Sospecho que nos van a descargar de Rama, pero lo que nos vaya a suceder después es algo completamente abierto a la especulación… Supongo que nuestro destino dependerá, en cierta medida, de lo que se haya observado todo este tiempo…

—¿Así que coincides plenamente conmigo en que El Águila y sus compañeritos, allá en El Nodo, nos han estado observando?

—Sin duda alguna. Han hecho una inversión tan enorme en este proyecto… Estoy seguro de que están vigilando todo lo que está ocurriendo aquí, en Rama… Debo admitir que me sorprende que nos hayan dejado completamente librados a nuestros propios recursos y que nunca hayan interferido en nuestros asuntos, pero ése debe de ser su método.

Nicole quedó en silencio durante unos segundos. Jugó distraídamente con la bola roja que tenía a su lado (Richard le dijo que representaba la estrella Épsilon del Indio).

—La jueza que hay en mí —declaró después con tono sombrío— teme la conclusión que cualquier extraterrestre razonable extraería respecto de nosotros, sobre la base de nuestra conducta en Nuevo Edén.

Richard se encogió de hombros.

—No fuimos peores en Rama de lo que fuimos en la Tierra durante siglos… Además, no puedo admitir que un alienígena verdaderamente evolucionado esté formándose juicios tan subjetivos. Si este proceso de observar navegantes espaciales se estuvo efectuando durante decenas de miles de años, como sugirió El Águila, entonces los ramanos deben de haber desarrollado un sistema cuantitativo de medición para evaluar todos los aspectos de las civilizaciones con las que se encuentren… Casi con toda certeza te diría que están más interesados en nuestra naturaleza exacta, y lo que eso significa en un sentido más amplio, que en si somos buenos o malos. ¿Qué opinas?

—Supongo que tienes razón —asintió Nicole, más como expresión de deseos que de confianza—, pero es deprimente que nosotros, como especie, nos comportemos en forma tan bárbara, aun cuando estamos casi seguros de que se nos observa. —Hizo una pausa y reflexionó—. Así que, en tu opinión, nuestra prolongada interacción con los ramanos, que empezó con aquella primera espacionave, hace más de cien años, ¿ya está casi terminada?

—Así lo creo. En algún momento del futuro, posiblemente cuando lleguemos a Tau de la Ballena, nuestra parte de este experimento habrá concluido. Mi presunción es que, después de que en la Gran Base Galáctica de Datos se ingresen todos los concernientes a los seres que hay actualmente dentro de Rama, a la espacionave se la va a vaciar. Quién sabe, a lo mejor muy poco después, esta gran astronave cilíndrica aparecerá en otro sistema planetario en el que viva un viajero espacial diferente, y otro ciclo habrá de comenzar.

—Y eso nos devuelve a mi pregunta anterior, a la que, en realidad, no respondiste. ¿Qué va a pasar con nosotros entonces?

—Quizás a nosotros, o a nuestra descendencia, se nos envíe en un largo y lento viaje de regreso a la Tierra… O, quizá, se nos considere descartables y se nos elimine, una vez que se hayan recogido todos los datos.

—Ninguno de esos resultados es muy apetecible —señaló Nicole—, y debo decir que, si bien coincido contigo en que nos dirigimos hacia Tau de la Ballena, todo el resto de tu hipótesis me da la impresión de que es pura conjetura.

Richard exhibió una amplia sonrisa.

—Aprendí mucho de ti, Nicole… Todo lo otro que forma mi hipótesis es intuitivo, siento que está bien, sobre la base de todo lo que aprendí sobre los ramanos.

—¿Pero no sería más directo imaginar que los ramanos sencillamente tienen estaciones de paso esparcidas por toda la galaxia, y que las dos más cercanas a nosotros se hallan en Sirio y Tau de la Ballena?

—Sí, pero mi intuición dice que eso es poco factible. El Nodo era la creación de una ingeniería tan portentosa que, de existir complejos similares en la galaxia cada, digamos, veinte años luz, habría miles de millones de ellos en total… Y recuerda, El Águila dijo, bien a las claras, que El Nodo se podía desplazar.

Nicole reconoció, para sus adentros, que era poco factible que una instalación tan asombrosa como El Nodo hubiera sido duplicada miles de millones de veces en algún grandioso proceso cósmico de armado. La hipótesis de Richard sí tenía sentido. «Pero qué triste», pensó brevemente, «que nuestro ingreso en la Base Galáctica de Datos vaya a contener tanta información negativa».

—Entonces, ¿dónde encajan, en tu argumento, los avianos, los sésiles y nuestras antiguas amigas, las octoarañas? —preguntó un momento después—. ¿Sólo son parte del mismo experimento, junto con nosotros?… Y, de ser así, ¿estás sugiriendo que también hay una colonia de octos a bordo, y que, simplemente, no nos hemos encontrado con ellos aún?

Richard volvió a asentir con una inclinación de cabeza.

—Esa conclusión es inevitable. Si la fase final de cada experimento consiste en observar en condiciones controladas una muestra representativa de los viajeros espaciales, entonces tiene lógica que las octos estén aquí también… —Rio con nerviosidad y añadió—: Hasta puede ser que haya algunas de nuestras amigas de Rama II en esta astronave, con nosotros, en este preciso instante.

—¡Qué encantador grupo de ideas en las que pensar antes de irnos a dormir! —ironizó Nicole, con una sonrisa—. Si tienes razón, nos quedan quince años más para pasar en un vehículo espacial, que no sólo está habitado por seres humanos que nos quieren capturar y matar sino, también, por arácnidos enormes, que es posible que sean inteligentes y cuya naturaleza no entendemos.

—Recuerda —puntualizó Richard, con una sonrisa de oreja a oreja— que podría haberme equivocado.

Nicole se paró y fue hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —preguntó Richard.

—A mi cama —contestó con una carcajada—. Creo que me está dando un dolor de cabeza. Solamente puedo meditar sobre lo infinito durante un lapso finito.