Ya hacía casi dos horas que Max se había ausentado de la fiesta. Tanto Eponine como Nicole se estaban alarmando. Cuando las dos mujeres trataban de atravesar juntas la poblada pista de baile, un par de hombres, disfrazados como Robin Hood y fray Tuck, las detuvieron.
—Tú no eres Marian, la amada de Robin —le dijo Robin Hood a Eponine—, pero eres marina, lo que es casi lo mismo. —Rio de buena gana ante el juego de palabras que acababa de hacer, extendió los brazos y empezó a bailar con Eponine.
—¿Le es permitido a un humilde sacerdote tener el honor de este baile con Su Majestad? —dijo el otro hombre. Nicole sonrió para sus adentros. «¿Qué peligro puede haber en bailar una sola pieza?», pensó. Se dejó tomar por los brazos de fray Tuck y la pareja comenzó a desplazarse suavemente por la pista.
Fray Tuck era un tipo parlanchín. Después de cada tantos compases, se separaba de Nicole y le hacía una pregunta. Tal como se había planeado, Nicole indicaba su respuesta con un movimiento de cabeza o con un gesto. Hacia el final de la pieza, el hombre disfrazado de sacerdote empezó a reír.
—En verdad —dijo—, estoy convencido de que estoy bailando con una muda… una muda muy agraciada, eso es indudable, pero muda al fin.
—Estoy muy resfriada —dijo Nicole en voz baja, tratando de disfrazar la voz.
Después de haber dicho eso, Nicole percibió un cambio neto en el comportamiento del fraile. Su preocupación aumentó cuando, una vez que hubieron terminado de bailar, durante varios segundos el hombre siguió reteniéndole las manos y mirándola con fijeza.
—He oído su voz antes, en alguna parte —dijo con gesto serio—. Es muy característica… Me pregunto si no nos conocíamos ya. Soy Wallace Michaelson, el senador por la sección occidental de Beauvois.
«¡Pero claro!», pensó Nicole, sintiendo pánico. «¡Ahora te recuerdo: fuiste uno de los primeros norteamericanos de Nuevo Edén que brindaron apoyo a Nakamura y Macmillan!»
No se atrevió a decir algo más. Por fortuna, Eponine y Robin Hood volvieron para unírseles antes de que el silencio se hubiera vuelto peligrosamente prolongado. Eponine percibió lo que había ocurrido y actuó con prontitud.
—La Reina y yo —dijo, tomando a Nicole de la mano— estábamos yendo a empolvarnos la nariz cuando vosotros, forajidos del bosque de Sherwood, nos emboscasteis. Si nos disculpáis ahora, nosotras, agradecidas por vuestra invitación a la danza, retomaremos el curso hacia nuestro destino original.
Mientras las amigas se alejaban, los dos hombres vestidos de verde las observaban cuidadosamente. Una vez adentro del baño para damas, Eponine abrió todos los cubículos sanitarios para asegurarse de que estaban solas.
—Pasó algo —susurró entonces—. Probablemente Max tuvo que ir al depósito para reemplazar tu equipo.
—Fray Tuck es un senador de Beauvois —dijo Nicole—. Casi reconoce mi voz… No creo estar segura aquí.
—Está bien —asintió Eponine con nerviosidad, después de un instante de vacilación—, seguiremos el plan alternativo… Saldremos por el frente y esperaremos debajo del árbol grande.
Las dos mujeres vieron la pequeña cámara del techo al mismo tiempo. Hizo apenas un leve ruido cuando cambió de orientación para seguirlas por la habitación. «¿Hubo algo que sugiriese quiénes éramos?», se preguntó Nicole. Estaba especialmente preocupada por Eponine, ya que su amiga seguiría viviendo en la colonia después que ella hubiera escapado o sido capturada.
Cuando regresaron al salón de baile, Robin Hood y su sacerdote favorito les hicieron gestos para que fueran hacia ellos. Como respuesta, Eponine señaló la puerta principal, se puso los dedos delante de los labios, para indicar que iba afuera para fumar y, después, cruzó el salón con Nicole. Mientras abría la puerta de afuera, Eponine echó un vistazo por sobre el hombro.
—Los hombres verdes nos están siguiendo —susurró.
A unos veinte metros del acceso al salón de baile —que, en realidad, era el gimnasio del Colegio de Enseñanza Media de Beauvois— había un gran olmo, que había sido uno de los pocos árboles ya desarrollados que originariamente se transportaron a Rama desde la Tierra. Cuando Eponine y la reina Nicole llegaron al árbol, aquélla buscó dentro de su bolso, extrajo un cigarrillo y lo prendió con rapidez. Lanzó el humo lejos de Nicole.
—Lo siento —susurró.
—Entiendo —acababa de decir Nicole, cuando Robin Hood y fray Tuck se les acercaron y pararon al lado.
—Bueno, bueno —comentó Robin Hood—, así que nuestra princesa sirena es fumadora. ¿No sabe que se está quitando años de vida?
Eponine estaba por dar su manida respuesta, decirle que el RV-41 la iba a matar mucho antes que el fumar, pero decidió no decir cosa alguna que pudiera alentar a los hombres para quedarse. Se limitó a sonreír débilmente, le dio una intensa pitada al cigarrillo y lanzó el humo por encima de la cabeza, hacia las ramas del árbol.
—Tanto el fraile aquí presente como yo albergábamos la esperanza de que ustedes, señoras, nos acompañarían a beber algo —dijo Robin Hood, pasando por alto el hecho de que ni Eponine ni Nicole habían respondido su comentario anterior.
—Sí —añadió fray Tuck—, nos agradaría saber quiénes son… —miró a Nicole con fijeza—. Estoy seguro de que nos hemos visto antes; su voz es tan familiar…
Nicole fingió toser y miró en derredor. Había tres policías en un radio de quince metros.
«No aquí», pensó. «No ahora. No cuando estoy tan cerca».
—La reina no se siente bien —intervino Eponine—. Podemos irnos temprano. Si no, los encontraremos cuando volvamos…
—Soy médico —interrumpió Robin Hood, acercándose a Nicole—. Quizá pueda ayudar.
Nicole podía sentir la tensión en el corazón. Una vez más, la respiración era entrecortada y trabajosa. Volvió a toser y se volvió, alejándose de los dos hombres.
—Ésa es una tos terrible, Majestad —oyó decir a una voz familiar—. Es mejor que la llevemos a casa.
Alzó la cabeza y vio a otro hombre vestido de verde. Max, también conocido como rey Neptuno, la miraba con una sonrisa de oreja a oreja. Detrás de él, Nicole pudo ver el tílburi estacionado a no más de diez metros; se sintió alborozada y aliviada. Le dio a Max un fuerte abrazo, y casi olvidó el peligro que la circundaba.
—Max —dijo, antes que él le pusiera un dedo sobre los labios.
—Sé que vosotras dos, mis señoras, estáis sencillamente encantadas de que el rey Neptuno haya terminado con sus menesteres por esta noche —dijo después, con gesto ceremonioso—, y ahora os pueda escoltar hasta vuestro castillo, lejos de forajidos y de otros elementos indeseables.
Max miró a los otros dos hombres, que estaban disfrutando de su actuación aun cuando les había arruinado los planes que tenían para la velada.
—Gracias, Robin. Gracias, fray Tuck —continuó, mientras ayudaba a las damas a subir al asiento del tílburi—. Vuestra amable atención para con mis amigas es sumamente estimada.
Fray Tuck se acercó al vehículo, evidentemente para hacer una pregunta más, pero Max se alejó pedaleando.
—Es noche de mascarada y misterio —declaró, saludando a los hombres con la mano en alto—, pero no podemos demorarnos más, pues el mar nos está reclamando.
—Estuviste fantástico —lo elogió Eponine, dándole otro beso.
Nicole asintió con la cabeza.
—Puede que hayas errado la vocación —dijo—; a lo mejor debiste haber sido actor en vez de granjero.
—En la obra que representamos en nuestra secundaria, en Arkansas, hice el papel de Marco Antonio —recordó Max, dándole a Nicole la luneta para que le hiciera un ajuste final—. Los cerdos adoraban mis ensayos… «Amigos, romanos, conciudadanos… prestadme vuestra atención… He venido para enterrar al César, no para alabarlo».
Rieron los tres. Estaban parados en un pequeño claro, a unos cinco metros de la orilla del lago Shakespeare. Alrededor de ellos, árboles y arbustos altos los ocultaban del camino y del sendero para ciclistas que había en las proximidades. Max levantó el tanque de aire y ayudó a Nicole a ajustárselo sobre la espalda.
—¿Está todo listo, entonces? —preguntó.
Nicole asintió con la cabeza.
—Los robots se reunirán contigo en el escondrijo —indicó Max—. Me dijeron que te recordara que no desciendas con demasiada rapidez, no has practicado natación subacuática desde hace mucho.
Nicole permaneció en silencio durante varios segundos. Después dijo:
—No sé cómo agradeceros a vosotros dos. Nada de lo que pueda ocurrírseme deciros parece ser adecuado.
Eponine se le acercó y la abrazó con fuerza, diciéndole:
—Ponte a salvo, amiga mía. Te queremos mucho.
—Yo también —confesó Max un instante después, ahogándosele la voz levemente cuando la abrazó. Los dos la saludaron con la mano en alto mientras ella caminaba de espaldas hacia el lago.
De los ojos de Nicole fluían lágrimas, que se acumulaban en la parte inferior de la luneta. Cuando el agua ya le llegaba hasta la cintura, agitó la mano una última vez saludando a Eponine y Max.
El agua estaba más fría que lo que esperaba. Sabía que las variaciones de temperatura producidas en Nuevo Edén habían sido mucho mayores a partir del momento en que los colonos se hicieron cargo de la administración de su propio clima, pero no pensó en que los cambios ocurridos en las pautas meteorológicas habrían alterado la temperatura del lago.
Modificó la cantidad de aire en su chaleco inflable para disminuir la velocidad de inmersión.
«No te apures», se aconsejó, «y mantente relajada. Tienes ante ti un largo trayecto para recorrer a nado».
Juana y Eleanor la habían hecho practicar repetidamente el procedimiento que debía seguir para localizar el largo túnel que corría por debajo del muro del hábitat. Encendió la linterna y estudió la granja de hidrocultivo que estaba a su izquierda. «Trescientos metros hacia el centro del lago, en posición directamente perpendicular al muro posterior del sector de alimentación de salmones», recordó. «Mantente a una profundidad de veinte metros hasta que veas debajo de ti la plataforma de hormigón armado».
Nadaba con facilidad, pero, de todos modos, se estaba cansando rápidamente. Recordó una discusión con Richard, años atrás, cuando contemplaban la posibilidad de cruzar el Mar Cilíndrico nadando juntos, para escapar de Nueva York.
—Pero no soy tan buena nadadora —había dicho ella—. Tal vez no consiga hacerlo.
En aquel momento, Richard le había asegurado que, dado que ella era una atleta tan excepcional, no tendría problemas con un tramo largo de natación. «Y ahora estoy aquí, nadando para salvar mi vida, siguiendo la misma ruta de huida que Richard empleó hace dos años», pensaba Nicole, «… con la diferencia de que tengo sesenta años, más o menos… y de que me falta entrenamiento».
Encontró la plataforma de hormigón armado, descendió otros quince metros, al tiempo que vigilaba cuidadosamente todos sus medidores, y pronto localizó una de las ocho grandes estaciones de bombeo, que estaban diseminadas en el fondo del lago para mantener el agua circulando de modo continuo. «Ahora, se supone que la entrada del túnel está oculta exactamente debajo de uno de estos enormes motores». No la encontró con facilidad. Seguía nadando y pasando de largo debido a toda la nueva floración que se había desarrollado en el conjunto de equipos de bombeo.
El túnel era un caño circular de cuatro metros de diámetro, completamente lleno de agua. Se lo incluyó como ruta de fuga de emergencia, en el diseño originario del hábitat, ante la insistencia de Richard, cuya formación en ingeniería le había enseñado a tomar en cuenta, siempre, contingencias imprevistas. Desde la entrada en el lago Shakespeare hasta la salida, ubicada en la Llanura Central, más allá de los muros del hábitat, había un trecho para nadar de poco más de un kilómetro. Encontrar la entrada le tomó diez minutos más que lo planeado. Ya estaba muy cansada cuando empezó a nadar el tramo final.
Durante sus dos años en prisión, los únicos ejercicios de Nicole habían sido las marchas, flexiones de pierna y de brazos que hacía a intervalos regulares. Sus envejecidos músculos ya no eran capaces de soportar una fatiga extrema sin acalambrarse. Tres veces, durante el trayecto por el túnel, los músculos de las piernas se le acalambraron; en cada ocasión luchó, pedaleando para mantenerse a flote, y se forzó a relajarse hasta que el calambre se disipó por completo. Su avance era muy lento. Hacia el final, tuvo miedo de quedarse sin aire antes de alcanzar la salida del túnel.
En los últimos cien metros le dolía todo el cuerpo; los brazos no querían empujar el agua, y a las piernas no les quedaba fuerza para dar impulso. Fue entonces cuando le empezó el dolor en el pecho. El dolor sordo, desconcertante, permaneció con ella aun después que el indicador de profundidad señalara que el túnel se había inclinado levemente hacia arriba.
Cuando finalmente hubo alcanzado el final y se puso de pie, estuvo a punto de desplomarse. Durante varios minutos trató, sin conseguirlo, de recuperar el equilibrio de su ritmo de respiración y de su pulso. Ni siquiera le quedaba la fuerza suficiente como para levantar la tapa metálica que obturaba la salida, situada por sobre su cabeza. Con la preocupación de haberse exigido más allá de límites seguros, decidió quedarse en el túnel y hacer una breve siesta.
Despertó dos horas después, cuando oyó un extraño golpeteo suave por encima de ella. Se paró directamente debajo de la tapa y escuchó con cuidado. Podía oír voces, pero no alcanzaba a distinguir lo que se decía.
«¿Qué pasará?», se preguntó, y su ritmo cardíaco se aceleró súbitamente. «Si fui descubierta por la policía, ¿por qué, simplemente, no levantan la tapa?»
En la oscuridad, se desplazó con lentitud hacia el equipo de buceo, que estaba apoyado contra la pared del lado opuesto del túnel. Mediante su diminuta linterna examinó los medidores, para establecer cuánto aire quedaba en el tanque.
«Podría sumergirme unos pocos minutos, pero no muchos», pensó.
De pronto, se oyó un golpe neto sobre la tapa.
—¿Estás ahí abajo, Nicole? —preguntó el robot Juana—. Si es así, identifícate de inmediato. Aquí arriba tenemos ropa abrigada para ti, pero no somos lo suficientemente fuertes como para mover la tapa.
—Sí, soy yo —gritó Nicole, aliviada—. Treparé no bien pueda.
En su traje de natación empapado, Nicole quedó de inmediato como un carámbano al exponerse al tonificante aire exterior de Rama, en el que la temperatura era de nada más que unos pocos grados por encima del punto de congelación. Los dientes le castañetearon durante la caminata de ocho metros en la oscuridad, hasta el sitio en el que estaban ocultos los alimentos y la ropa seca para ella.
Cuando el trío llegó a los víveres, Juana y Eleanor le indicaron que se pusiera el uniforme militar que Ellie y Eponine habían dejado para ella. Cuando Nicole preguntó el porqué, los robots le explicaron que, para llegar a Nueva York, les era necesario cruzar el segundo hábitat.
—En el caso de que se nos descubra —dijo Eleanor, una vez que estuvo ubicada con seguridad en el bolsillo de la camisa de Nicole—, nos va a ser más fácil inventar una excusa para evadir el problema si llevas uniforme de soldado.
Nicole se puso la ropa interior enteriza de abrigo y el uniforme. Cuando ya no tuvo más frío, se dio cuenta de que estaba extremadamente hambrienta. Mientras consumía su festín, colocó todos los demás objetos que estaban envueltos en la sábana, en la mochila que había estado transportando debajo del chaleco salvavidas inflable.
Se presentó un problema al ingresar en el segundo hábitat. Nicole y los dos robots que llevaba en el bolsillo no se habían topado con ser humano alguno en la Llanura Central, pero el acceso a lo que otrora había sido el hogar de los avianos y sésiles estaba cuidado por un centinela. Eleanor se había adelantado para explorar, e informó sobre la dificultad. El grupo se detuvo entre tres o cuatrocientos metros de distancia de la ruta de tránsito principal entre los dos hábitats.
—Ésta debe de ser una nueva precaución de seguridad que se agregó desde tu huida —supuso Juana—. Nunca tuvimos dificultad alguna para entrar y salir.
—¿No hay otras rutas que lleven hacia el interior? —preguntó Nicole.
—No —contestó Eleanor—, el sitio originario de la sonda estaba aquí. Desde ese entonces se lo ensanchó de modo considerable, claro, y se construyó un puente que cruza el foso, de modo que las tropas se puedan desplazar con prontitud. Pero no hay otros accesos.
—¿Y nos es imperioso cruzar este hábitat para llegar hasta Richard y Nueva York?
—Sí —respondió Juana—. Esa enorme barrera gris que hay hacia el sur, la que forma el muro del segundo hábitat durante tantísimos kilómetros, evita que haya desplazamientos hacia adentro del hemicilindro boreal de Rama, y hacia afuera de él. Tal vez podríamos volar sobre ella, si tuviéramos un avión que pudiese alcanzar una altitud de dos kilómetros y un piloto muy inteligente, pero no los tenemos… Además, Richard está esperando que vayamos a través del hábitat.
Aguardaron mucho tiempo en la oscuridad y el frío. Periódicamente, uno de los dos robots iba a revisar el acceso, pero siempre había un centinela presente. Nicole se sentía cansada y frustrada.
—Oigan —dijo en un momento dado—, no podemos quedarnos aquí para siempre. Tiene que haber algún otro plan.
—No tenemos conocimiento de algún plan alternativo o de contingencia en esta situación —declaró Eleanor, lo que, por una vez al menos, le hizo recordar a Nicole que no eran más que robots.
Durante una breve siesta, la exhausta Nicole soñó que estaba dormida, desnuda, en la cara superior de un cubo de hielo muy grande y muy plano. Los avianos la estaban atacando desde el cielo, y centenares de robotitos como Juana y Eleanor la habían rodeado sobre la superficie del cubo, entonando un cántico al unísono.
Cuando Nicole despertó, se sintió algo refrescada. Habló con los dos robots, y concibieron un plan nuevo. Los tres decidieron no desplazarse hasta que hubiera una interrupción del tránsito que pasaba por el acceso al segundo hábitat. En ese momento, los robots actuarían como señuelo para atraer al centinela, de modo que Nicole pudiera colarse en el interior, Juana y Eleanor le indicaron que, en ese momento, caminara con cuidado hasta el otro lado del puente y después girara hacia la derecha, a lo largo de la ribera del foso.
—Espéranos —recalcó Eleanor— en una pequeña abra que está a unos trescientos metros del puente.
Veinte minutos después, Juana y Eleanor creaban una terrible conmoción a lo largo del muro del otro lado, a unos cincuenta metros del acceso. Nicole avanzó al interior del hábitat sin que se la obstaculizara cuando el centinela abandonó su puesto para investigar el ruido. En el interior, una larga escalera describía un tirabuzón hacia adelante y hacia atrás, cayendo a plomo los varios centenares de metros que iban desde la altura del acceso hasta el nivel del ancho foso que circunscribía todo el hábitat. En la escalera había luces dispuestas a intervalos, y Nicole pudo ver más luces en el puente que tenía frente a sí, pero, en total, la iluminación era bastante escasa. Se puso tensa cuando vio dos operarios de construcción que trepaban por la escalera hacia donde estaba ella, pero ascendieron y pasaron de largo, casi sin dar señal de haber advertido su presencia. Nicole agradeció para sus adentros el llevar el uniforme.
Mientras aguardaba al lado del foso, contempló el centro del hábitat alienígena y trató de divisar los elementos fascinantes que los robotitos le habían descrito. La enorme estructura cilíndrica marrón, que se erguía hasta alcanzar mil quinientos metros y que, en algún momento, había albergado tanto a la colonia de avianos como a la de los sésiles; la gran bola cubierta que pendía del techo del hábitat y proveía luz; y el anillo de misteriosos edificios blancos, ubicados a lo largo de un canal, que rodeaba el cilindro.
La bola no había estado iluminada desde hacía meses, desde la primera incursión de los seres humanos en el dominio de los avianos/sésiles. Las únicas luces que Nicole podía ver eran pequeñas y sumamente dispersas, evidentemente puestas por los invasores humanos. Por eso, todo lo que podía discernir era una vaga silueta del gran cilindro, una sombra cuyos bordes eran muy borrosos.
«Debe de haber sido espléndido cuando Richard entró por primera vez», pensó, conmovida por la idea de que estaba en un sitio que, hasta hacía poco, había sido el hogar de otra especie dotada de sensibilidad. «Así que aquí también», prosiguió su mente, «extendemos nuestra hegemonía pisoteando todas las formas de vida que no son tan poderosas como nosotros».
Eleanor y Juana tardaron más de lo esperado para volver a reunirse con ella. Después, el grupo avanzó con lentitud a lo largo de la ribera del foso. Uno de los robots siempre iba en la vanguardia, explorando, asegurándose de que se evitaran los contactos con otros seres humanos. Dos veces, en la parte del hábitat que se parecía mucho a una selva de la Tierra, Nicole aguardó en silencio, mientras un grupo de soldados u operarios pasaba junto a ella en el camino que estaba a su izquierda. Las dos veces estudió, con fascinación, las nuevas e interesantes plantas que la rodeaban. Hasta encontró un ser, que estaba a mitad de camino entre una sanguijuela y una lombriz, tratando de entrar en su bota derecha; lo levantó y se lo puso en el bolsillo.
Habían transcurrido casi setenta y dos horas desde que entró en el lago Shakespeare caminando para atrás, cuando ella y los dos robots finalmente llegaron al punto especificado para el encuentro. Estaban en el otro lado del segundo hábitat, lejos del acceso, donde la densidad normal de seres humanos era mínima. Un submarino emergió minutos después de la llegada del grupo; el costado del submarino se abrió y Richard Wakefield, con una gigantesca sonrisa extendiéndose sobre su rostro barbudo, corrió hacia adelante, hacia los brazos de su amada esposa. El cuerpo de Nicole se sacudió de gozo cuando sintió los brazos de él en torno de ella.