Nicole terminó sus albaricoques secos y cruzó la habitación para tirar el paquete en el cesto de desperdicios. Estaba casi lleno. Trató de comprimir los desechos con el pie, pero el nivel varió apenas.
«Mi tiempo se está acabando», pensó, revisando mecánicamente con los ojos los alimentos que quedaban en el estante. «Puedo durar cinco días más, quizá. Después tendré que contar con nuevas provisiones».
Tanto Juana como Eleanor habían estado ausentes desde hacía cuarenta y ocho horas. Durante las dos primeras semanas de su permanencia en la habitación que estaba debajo del cobertizo de Max Puckett, uno de los dos robots permanecía con Nicole todo el tiempo. Hablar con ellos había sido casi como hablar con su marido, Richard, por lo menos en el comienzo, antes de agotar todos los temas que los robotitos tenían almacenados en la memoria.
«Estos dos robots son su creación más grandiosa», se dijo, sentándose en la silla. «Debe de haber pasado meses haciéndolos». Recordó los robots shakespearianos de Richard, de la época de la Newton. «Juana y Eleanor son, de lejos, más complejos que Príncipe Hal y Falstaff. Richard tuvo que haber aprendido mucho de la ingeniería robótica de Nuevo Edén».
Juana y Eleanor la habían mantenido informada sobre los principales acontecimientos que tenían lugar en el hábitat. Era tarea fácil para ellos, parte de su instrucción programada consistía en observar e informar por radio a Richard, durante las salidas periódicas que hacían fuera de Nuevo Edén, de modo que le entregaban la misma información a Nicole. Ella sabía, por ejemplo, que durante las dos primeras semanas posteriores a su fuga, la policía especial de Nakamura registró todos los edificios del asentamiento, con el objetivo ostensible de buscar a quienes hubieran estado acumulando recursos de importancia crítica. También fueron a la granja Puckett, por supuesto, y durante cuatro horas Nicole permaneció sentada absolutamente inmóvil, en la total oscuridad de su escondrijo; había oído algunos ruidos por encima de ella, pero quienquiera que hubiese estado a cargo de la búsqueda, no pasó mucho tiempo en el cobertizo.
En fecha más reciente, a Juana y a Eleanor les fue necesario estar fuera del escondite al mismo tiempo. Le decían a Nicole que estaban ocupadas coordinando la fase siguiente de la fuga. Una vez, Nicole les preguntó cómo se las arreglaban para pasar con tanta facilidad por el punto de inspección, en la entrada a Nuevo Edén.
—En realidad, es muy sencillo —explicó Juana—; los camiones de carga pasan por el portón muchísimas veces por día, la mayor parte de ellos transportando cosas para, y desde, las tropas y el personal de construcción que están en el otro hábitat; algunos, saliendo para Avalon. Resulta casi imposible darse cuenta de nuestra presencia en una carga grande cualquiera.
Juana y Eleanor también la habían mantenido informada sobre la historia de la colonia desde el día en que fue a prisión. Ahora sabía que los seres humanos habían invadido el hábitat aviano/sésil, expulsando a los ocupantes. Richard no había desperdiciado espacio en la memoria de los robots ni su propio tiempo, suministrándoles a Juana y Eleanor demasiados detalles sobre los avianos y los sésiles. Sin embargo, Nicole sabía que Richard se las había arreglado para escapar a Nueva York con dos huevos de aviano, cuatro melones maná que contenían embriones de la extrañísima especie sésil, y una rebanada crítica de un verdadero adulto sésil. También sabía que los dos pichones avianos habían nacido algunos meses antes, y que Richard se hallaba sumamente ocupado atendiéndolos.
A Nicole le era difícil imaginar a su marido desempeñando el papel de padre y madre, al mismo tiempo, de un par de alienígenas. Recordaba que cuando los propios hijos de ellos eran pequeños, Richard no había demostrado mucho interés en su desarrollo y, con frecuencia, era sumamente insensible en lo concerniente a las necesidades emocionales de sus hijos. Claro que había sido maravilloso para enseñarles hechos, conceptos abstractos de matemática y ciencia en especial. Pero Nicole y Michael O’Toole varias veces se señalaban mutuamente, durante el largo viaje en Rama II, que Richard no parecía capaz de tratar con niños poniéndose a la altura de ellos.
«Su propia niñez fue tan dolorosa», pensaba Nicole, rememorando sus conversaciones con Richard respecto del abusivo padre de él. «Richard debió de haber crecido sin la capacidad de amar o de confiar en otras personas… Todos sus amigos eran fantasías o robots que él mismo había creado… Pero durante nuestros años en Nuevo Edén cambió, eso es indudable… Nunca tuve la oportunidad de decirle lo orgullosa que estaba de él. Ése fue el motivo por el que quise dejarle la carta especial…».
La solitaria luz de la habitación se apagó súbitamente y Nicole quedó rodeada por la oscuridad. Se sentó muy quieta en la silla y escuchó con cuidado, para ver si percibía algún sonido. Aunque sabía que la policía estaba otra vez en la granja, no podía oír cosa alguna. A medida que el temor la invadía, se daba cuenta de cuán importantes se habían vuelto Juana y Eleanor para ella. Durante la primera visita que la policía especial hizo a la granja Puckett, ambos robotitos permanecieron en la habitación para confortarla.
El tiempo transcurría con mucha lentitud. Nicole podía oír cómo le latía el corazón. Después de lo que le pareció una eternidad, oyó ruidos por encima de ella; daba la impresión de que había mucha gente en el cobertizo. Hizo una profunda inhalación y trató de calmarse. Segundos después, experimentó un tremendo sobresalto cuando oyó, junto a ella, una voz que, en tono bajo, le recitaba un poema:
Invádeme ahora, mi despiadado amigo,
y haz que me agazape en la lobreguez.
Hazme recordar que estoy completamente sola
y traza tu señal sobre mi tez.
¿Cómo es que me cautivas,
cuando de tu poderío toda mi mente abjura?
¿Es el reptil que en mi seso mora
el que permite que tu terror siga su curso en derechura?
El miedo infundado a todos nos trastorna
A pesar de nuestra búsqueda de elevados designios.
Nosotros, pretendidos caballeros andantes, no fenecemos,
el miedo simplemente congela todo nuestro raciocinio.
Nos mantiene silentes cuando amor sentimos,
al recordarnos que podríamos perder.
Y, si por azar con el éxito nos reunimos,
el miedo nos dice qué derrotero seguro escoger.
Al final, Nicole reconoció que la voz pertenecía al robot Juana, y que estaba recitando el famoso par de estrofas de Benita García sobre el miedo, escrito después que Benita adoptó una tesitura decididamente política, como consecuencia de la pobreza y la indigencia producidas por el Gran Caos. La amistosa voz del robot y los familiares versos del poema mitigaron temporalmente su pánico, y durante un rato escuchó con más calma, a pesar de que los ruidos que venían desde arriba estaban aumentando su intensidad.
Cuando oyó el sonido producido por el desplazamiento de las bolsas grandes de alimento para aves de corral, que estaban almacenadas encima de la entrada del refugio, su miedo, entonces, se renovó en forma súbita. «Es el fin», se dijo. «Me van a capturar».
Se preguntó, brevemente, si la policía especial la habría de matar no bien la encontrara. En ese momento oyó un intenso golpeteo metálico al final del pasadizo que llevaba al escondite, y ya no pudo permanecer sentada. Al ponerse de pie, sintió dos agudas punzadas en el pecho y la respiración se le volvió trabajosa.
«¿Qué me pasa?», estaba pensando, cuando el robot habló junto a ella.
—Después de la primera búsqueda —le informó—, Max temió no haber disfrazado suficientemente bien la entrada a tu escondite. Una noche, mientras dormías, en la parte superior del agujero metió un sistema completo de cañerías para el gallinero, con los caños de desagüe extendidos por encima del escondite. Ese martilleo que oíste era alguien que estaba golpeando los caños.
Nicole contuvo el aliento mientras una conversación ahogada tenía lugar en la superficie, por encima de su cabeza. Al cabo de un minuto, volvió a oír el desplazamiento de las bolsas de alimento para aves. «Mi buen Max», pensó, relajándose un poco. El dolor del pecho amainó. Después de varios minutos más, los ruidos que venían desde arriba cesaron por completo. Nicole soltó un suspiro y se sentó en la silla. Pero no se durmió hasta que las luces volvieron a encenderse.
El robot Eleanor había regresado en el momento en que Nicole despertó. Le explicó que Max iba a empezar a desarmar el sistema de desagüe dentro de las próximas horas, y que ella finalmente iba a dejar su escondite. Nicole quedó sorprendida cuando, después de arrastrarse por el túnel, se encontró con que Eponine estaba parada al lado de Max.
Las dos mujeres se abrazaron.
—Ça va bien? Je ne t’ai pas vue depuis si longtemps…. —Le dijo Eponine.
—Mais, mon amie, pourquoi est tu ici? J’ai pensé que……[2]
—Muy bien, muy bien, las dos —interrumpió Max—, ya van a tener mucho tiempo después para contarse todo. Por ahora, lo que necesitamos es apurarnos. Ya estamos atrasados respecto del plan, porque tardé mucho para sacar esa maldita cañería… Ep, lleva a Nicole adentro y vístela. Le puedes explicar el plan mientras se ponen la ropa… Necesito ducharme y afeitarme.
Mientras las dos mujeres caminaban en la oscuridad desde el cobertizo hasta la casa de Max, Eponine le informó a Nicole que todo estaba dispuesto para que huyera del hábitat.
—Durante los cuatro últimos días, Max estuvo ocultando el equipo de buceo, pieza por pieza, alrededor de la costa del lago Shakespeare. También tiene otro equipo completo en un depósito de Beauvois, para el caso de que alguien hubiera quitado la luneta o los tubos de aire del sitio en el que estaban escondidos. Mientras tú y yo estamos en la fiesta, Max va a corroborar que todo esté bien.
—¿Qué fiesta? —preguntó Nicole, confundida.
Eponine rio, mientras entraban en la casa.
—Pero claro —dijo—, olvidé que no estuviste al tanto del almanaque. Esta noche es el Mardi Gras[3]. Habrá una gran fiesta en Beauvois y otra en Positano. Casi todo el mundo va a salir esta noche. El gobierno ha estado alentando a la gente para que asista, probablemente para alejarle de la mente los demás problemas de la colonia.
Nicole miró con mucha extrañeza a su amiga, y Eponine volvió a reír.
—¿No comprendes? Nuestra mayor dificultad era idear el modo de que fueras desde la colonia hasta el lago Shakespeare sin que te vieran, todos los de Nuevo Edén conocen tu cara. Hasta Richard estuvo de acuerdo en que ésta era nuestra única oportunidad razonable. Vas a estar disfrazada y llevarás máscara…
—Entonces, ¿hablaron con Richard? —preguntó Nicole, empezando a comprender por lo menos el esbozo del plan.
—No en forma directa —contestó Eponine—, pero Max se comunicó con él a través de los robotitos. Richard fue el responsable de la idea del sistema de desagüe, que confundió a la policía durante su última visita a la granja. Estaba preocupado por que te descubrieran…
«Gracias otra vez, Richard», pensó Nicole, mientras Eponine seguía hablando. «Estoy en deuda contigo, por haberme salvado la vida, tres veces por lo menos».
Entraron en el dormitorio, en el que un fastuoso vestido blanco estaba extendido sobre la cama.
—Asistirás a la fiesta disfrazada de reina de Gran Bretaña —informó Eponine—. Toda la semana estuve trabajando sin parar en tu vestido. Con esta máscara que te cubre todo el rostro, más estos guantes largos y polainas blancos, nada de tu cabello o piel se podrá ver. No necesitamos permanecer en la fiesta durante más de una hora, más o menos, y no le vas a decir mucho a persona alguna pero, si alguien te llegara a preguntar, dile, sencillamente, que eres Ellie, ella se va a quedar en su casa esta noche, con tu nieta.
—¿Sabe Ellie que escapé? —preguntó Nicole unos segundos después. Estaba experimentando un intenso anhelo por ver tanto a su hija como a la pequeña Nicole, a la que no llegó a conocer siquiera.
—Es probable —contestó Eponine—. Por lo menos, sabe que una tentativa era factible… Fue Ellie la que primero me implicó en tu fuga. Ellie y yo ocultamos tus víveres en la Llanura Central.
—¿Así que no la viste desde que salí de la prisión?
—Oh, sí. Pero no hemos dicho cosa alguna. En este momento Ellie tiene que ser muy cuidadosa. Nakamura la está vigilando como un halcón…
—¿Hay alguien más implicado? —preguntó Nicole, sosteniendo el vestido para ver cómo le iría.
—No, sólo Max, Ellie y yo… y, claro está, Richard y los robotitos.
Nicole se paró frente al espejo durante varios segundos. «Así que aquí estoy, reina de Gran Bretaña por fin… durante una hora, o dos, por lo menos». Estaba segura de que la idea para ese disfraz específico había partido de Richard. «Nadie más pudo haber hecho una elección tan apropiada». Se ajustó la corona sobre la cabeza. «Con esta cara blanca», pensó, «Henry hasta pudo haberme hecho reina».
Estaba sumida en recuerdos de muchos años atrás, cuando Max y Eponine surgieron del dormitorio. Nicole se echó a reír de inmediato. Max llevaba un disfraz verde que tenía muy poca tela, y portaba un tridente, era Neptuno, rey de los mares, y Eponine era su princesa, una sensual sirena.
—¡Los dos están fantásticamente! —aprobó la reina Nicole, guiñándole un ojo a Eponine—. ¡Huy, Max —añadió un segundo después, con tono de broma—, no tenía idea de que tuvieras un cuerpo tan imponente!
—Esto es ridículo —gruñó Max—. Tengo pelo por todas partes, en todo el pecho, cubriendo la espalda, en las orejas, hasta en…
—Con la salvedad de que es un poquitín ralo aquí arriba —lo interrumpió Eponine, dándole palmaditas en la cabeza, después de quitarle la corona.
—Demonios —protestó Max—, ahora ya sé por qué nunca viví con una mujer… Vamos, pongámonos en marcha. Y ya que estamos en esto, las condiciones meteorológicas vuelven a estar locas esta noche. Ambas van a necesitar un chal o una chaqueta durante nuestro viaje en el tílburi.
—¿El tílburi? —preguntó Nicole, echándole un vistazo a Eponine.
Su amiga sonrió.
—Lo verás en un minuto —dijo.
Cuando el régimen de Nuevo Edén requisó todos los trenes para transformar las livianas aleaciones extraterrestres en cazas y otras armas, la colonia de Nuevo Edén quedó sin un sistema extenso de transporte. Por fortuna, la mayor parte de los ciudadanos había comprado bicicletas y, durante los primeros tres años posteriores al asentamiento inicial, se había desarrollado un trazado completo de senderos para bicicletas. De no haberse hecho eso, para la población habría resultado muy difícil desplazarse por la colonia.
Para la época en la que se produjo la huida de Nicole, las antiguas vías del ferrocarril se habían levantado en su totalidad y, allí donde una vez estuvieron, se construyeron caminos. A estos caminos los utilizaban coches eléctricos (para uso exclusivo de los miembros importantes del gobierno y de personal militar clave), los camiones de transporte (que también funcionaban con electricidad acumulada) y los demás dispositivos ingeniosos y variados de transporte que habían construido, en forma individual, los ciudadanos de Nuevo Edén. El tílburi de Max era uno de esos dispositivos. En la parte anterior era una bicicleta; la mitad trasera, empero, era un par grande de asientos blandos —casi un sofá— que se apoyaba sobre dos ruedas y un eje fuerte, sumamente parecido a los tílburis de tracción equina de tres siglos antes en la Tierra.
El rey Neptuno luchaba con los pedales, mientras el trío de disfrazados avanzaba con gran cuidado por el camino que llevaba a Ciudad Central.
—¡Maldita sea! —exclamó Max, mientras se esforzaba por acelerar—, ¿por qué habré aceptado incorporarme a este plan absurdo?
Nicole y Eponine rieron desde el asiento que estaba detrás de Max.
—Porque eres un hombre maravilloso —afirmó Eponine—, y querías que las dos estuviéramos cómodas… Además, ¿puedes imaginarte a una reina montando en bicicleta durante casi diez kilómetros?
La temperatura ciertamente estaba muy baja. Eponine pasó algunos minutos explicándole a Nicole cómo las condiciones meteorológicas seguían siendo cada vez más inestables.
—Hubo un informe reciente que pasaron por televisión, que decía que el gobierno pretende asentar muchos de los colonos en el segundo hábitat. Ese ambiente todavía no está arruinado… Nadie tiene la menor confianza en que alguna vez consigamos arreglar los problemas que hay aquí, en Nuevo Edén.
Cuando se acercaban a Ciudad Central, Nicole se preocupó pensando que Max se estaba congelando; le ofreció el chal que Eponine le prestó, y que, finalmente, Max aceptó.
—Pudiste haber elegido un disfraz más abrigado —opinó Nicole para embromarlo.
—Hacer que Max fuera el rey Neptuno también es idea de Richard —contestó Eponine—. De ese modo, si esta noche precisara transportar tu equipo de natación subacuática, eso se vería perfectamente natural en él.
Nicole se sintió sorprendentemente emocionada cuando el tílburi redujo la velocidad ante el tránsito cada vez más denso y avanzó sinuosamente por entre los edificios principales de la colonia, en Ciudad Central. Nicole recordaba una noche, años atrás, cuando ella era el único ser humano despierto en Nuevo Edén. Esa misma noche, después de examinar a su familia una última vez, una aprensiva Nicole había trepado a su litera y preparado para dormir durante el viaje de regreso, de muchos años de duración, al sistema solar.
Una imagen de El Águila, aquella extraña manifestación de inteligencia alienígena que había sido el guía del grupo de terrícolas en El Nodo, se le apareció ante los ojos de la mente. «¿Pudiste haber predicho todo esto?» se preguntaba Nicole, sintetizando con rapidez toda la historia de la colonia desde aquel primer encuentro con los pasajeros provenientes de la Tierra, a bordo de la Pinta. «¿Y qué piensas de nosotros ahora?» Nicole sacudió la cabeza con gesto sombrío, dolorosamente avergonzada por el comportamiento de sus congéneres.
—Nunca volvieron a colocarlo —estaba diciendo Eponine, desde el asiento de al lado. Habían ingresado en la plaza principal.
—Lo siento —contestó—, pero temo que estaba absorta en otras cosas.
—Ese maravilloso monumento que diseñó tu marido, ése que hacía el seguimiento de la posición de Rama en la galaxia… ¿Recuerdas que lo destruyeron la noche en que la chusma quiso linchar a Martínez…? Sea como fuere, nunca se volvió a colocarlo.
Una vez más, Nicole se sumergió en lo profundo de los recuerdos. «Quizás eso es lo que significa ser anciano», pensó. «Demasiados recuerdos que siempre sacan a empellones lo presente». Recordó a la chusma turbulenta y al muchacho pelirrojo que vociferaba: «Maten a esa negra puta…»
—¿Qué pasó con Martínez? —preguntó en voz baja, temiendo oír la respuesta.
—Lo electrocutaron poco después que Nakamura y Macmillan se adueñaron del poder. El juicio fue noticia sobresaliente durante varios días.
Habían pasado a través de Ciudad Central y estaban siguiendo hacia el sur, en dirección a Beauvois, el pueblo en el que Nicole, Richard y la familia vivían antes del golpe de Nakamura.
«Todo pudo haber sido tan diferente», pensó, mientras contemplaba hacia su izquierda el monte Olimpo, que se erguía imponente ante ellos. «Pudimos haber tenido un paraíso aquí… si tan sólo nos hubiéramos esforzado más…»
Era una línea de pensamiento que Nicole había seguido centenares de veces desde aquella terrible noche, la misma en la que Richard partió apresuradamente de Nuevo Edén. Siempre estaba la misma pena profunda en el corazón de Nicole, las mismas lágrimas quemantes en sus ojos.
«Nosotros, los seres humanos», recordaba haberle dicho una vez a El Águila, en El Nodo, «somos capaces de tener un comportamiento tan dicotómico, en ocasiones, cuando existen cuidados y compasión, en verdad parecemos estar en un nivel levemente inferior al de ángeles. Pero, con mayor frecuencia, nuestra codicia y nuestro egoísmo sobrepasan nuestras virtudes, y nos volvemos indiscernibles de aquellos seres más rastreros de los que derivamos».